sábado, 3 de março de 2012

La abuela Eufemia y la lealtad.




- ¿Y cuyo hijo es Ud? changuito churito, cara que conozco - me dijo Eufemia, y me miró con los ojos más dulces y grises, que ni la Elizabeth Taylor los tuvo nunca, porque los de mi abuela tenían  un toque de verde, de oro, que algunos de los Unzaga le han heredado.

-Soy el hijo mayor de la Tina...Argentina, como la patria. ¿No se acuerda de mí?-

- Claro que me acuerdo, m'hijo, era una bromita...Pero, digamé, ¿y quién soy yo?-

- ¿Otra bromita abuela? ¡pensé que era solo el abuelo que se me hacía el pícaro!- le dije, medio preocupado ya.

- Sí m'hijo! otra bromita. Y digamé, Ud que es tan viajerito, ¿sabe cuántos años puede vivir una viejita? porque Victoriano ya se me fue, y yo tengo miedo que se me aparezca para llevarme. La otra noche me espantó el viejo. Pero no, no se preocupe, m’hijo; ¿sabís? ayer la vi a la Rosita, ¡ay! mi hermana, esa chinitilla no se cuida; rubita, de ojitos azules, y sale al sol a la siesta, en medio del vapor y los chelcos, ¡misericordia! - la abuela era la persona más dulce, mas cariñosa que pasó por la vida de los casi cuarenta primos que nos juntábamos en las Chacras todos los domingos. Mi viejo nos llevaba a los mayores en la camioneta de Águila-Saint, atrás, sin asientos y sueltos. El cinturón de seguridad no se había inventado todavía:

- ¡Agarrensé, muchos chicos! - gritaba yo cuando veía que se aproximaba el vado de la curva del camino que dejaba el asfalto y se volvía de tierra. Y todos saltábamos, como astronautas que flotaban en el vacío. Pero los astronautas tampoco se habían inventado todavía, y la única que sabía lo que era el vacío era la perrita Layka.

- Yo no creo en ese cuento de las fotos en la Luna- me decía Victoriano, en 1969. - ¡No creo! ¡son mentiras de los gringos! - insistía el viejo. Acá nomás, subiendo los cerros, para el lao de Chile, pasa un avión una vez por semana. ¿Me oís chango? todos los viernes a la noche, muy tarde, y larga unos bultos enormes de basura. Dicen que son sobras de las bombas atómicas, de esas que soltaron en Japón cuando vos todavía no habías nacido - y me volvía a repetir, por las dudas y para que se me grabara bien, que él no les creía nada a los gringos.

- Victoriano me engañó algunas veces, yo lo sabía, pero me hacía la tonta - me confiesa Eufemia, y se le cae una lagrimita, chiquita y dulce, me imagino, porque sus ojos grises, un poco verdes, no podían tener las mismas lágrimas saladas de los mortales comunes.

- Eso está mal, abuelita. El abuelo la quería mucho, siempre decía eso; pero si la engañó, está mal, ¿no? - le decía yo, no sé si para consolarla, o agatas por pensar en voz alta sobre la estupidez de los hombres, que no ven la grandeza de quien está a su lado, en las buenas y las malas.

- Pero, si yo me acuerdo que mi hermana me contaba - Gracielita, ¿se acuerda, no?- que un día ella llegó despacito, por atrás de las hamacas en que Uds. se sentaban a tomar mate, y lo vió a Victoriano, que le tomaba la mano y le decía bajito: mi muñequita - le cuento, a ver si ella se acuerda de las cosas buenas del viejo, si deja de espantarse con los recuerdos del marido, alto, rubio, renegón, querido, temido y respetado por todos en San Antonio y las Chacras.

- Sí, Gracielita, me acuerdo, sí, m'hijo. Cuando era chiquita me decía que era "fea pero pintoresca"...claro que me acuerdo...y, ¿cuya hija es esa chinitilla? - y otra vez no sé si me está haciendo otra bromita o si la vejez ya la está agarrando para no soltarla más.

- Gracielita, abuela, mi hermana, la hija de la Tina...Argentina, como la patria - le refresco la memoria. Y Eufemia me mira con su carita de niña, con los ojos grandes y la mirada en el horizonte, que es la señal clara de que nos estamos poniendo viejos, que miramos más para adentro que para fuera, y que la eternidad empieza a esperarnos, ansiosa. 

- ¿Sabís? - me decía un día Victoriano, y me apuntaba el pecho con el bastón de palo tallado, brillante y nudoso. - Un hombre de verdad nunca debe traicionar a sus hijos, ni a su mujer, ni a sus amigos - y me clavaba los ojos azules, que a veces eran pícaros y otras veces espantaban al más bien pintado. - Nunca, ¿me oís changuito? - repetía y golpeaba suave con el bastón en la arena del camino, apartaba algunos mistoles, se ponía en cuclillas y enrollaba el chala. - Jamás engañés a tu mujer, ni a tus hijos, ni a tus compañeros.

Nunca supe si el viejo era verídico y sincero, o si estaba contándome algunas de las historias que inventaba a veces para asustarme y hacerme pensar en las cosas más profundas de la vida. Pero no importa. Eufemia ya no está, y él tampoco. Solo viven en mi corazón y en el de un montón de tíos y primos. Y yo aprendí que en las listas de la lealtad, hay que incluir a mucha gente: a los abuelos, a los recuerdos, a los tíos y primos, a los hermanos. Así se aprende a querer a fondo a los hijos y a la mujer. Y cuanto más ampliamos la lista, más nos damos cuenta que queremos al pueblo todo, a los más humildes, los que más sufren. Aprendemos a distinguir de lejos al que llora en silencio porque solo tiene su fuerza de trabajo, y su prole. Entendemos la lealtad como una regla de oro: nunca traicionar a los más pobres, que si ellos sufren, sufre la patria; y si ellos mejoran, progresan y son más felices, la humanidad y la naturaleza entera sonríen.

Javier Villanueva. "Crónicas de utopías y amores, de demonios y héroes de la patria. 2", São Paulo, Brasil, febrero de 2012

Um comentário:

  1. ...Sabias palabras bisabuielísticas, les hubiera venido bien a muchos de los que hoy dirijen el mundo escucharlas...

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