El citroën naranja y el plenario de la desazón y el miedo.
-¿Te parece
que le ponemos más aceite?- le pregunta el Gordo Chupete a J. Sánchez.
-No sé,
loco…¿no le pusiste dos litros en la última parada? No hace ni veinte
kilómetros que pasamos por Cañuelas- responde J. Sánchez.
-Sí, la
verdad es que está gastando mucho, ¿no, ché?- el Gordo Chupete no era muy ducho
en autos ni en mantenimiento de vehículos, me cuenta Javier. Y dice que el
viaje desde la rotonda de San Justo hacia Miramar, por la Ruta 3, duró más de
13 horas.
Habían
quedado de llegar a Mar del Plata a las 4 de la tarde para pasar por un “retén”
de seguridad, una especie de “fusible” para que, si uno de nosotros cayera en
manos de la represión política, nos enteráramos rápido de modo de poner fuera
de peligro a todo el resto de los que irían a participar en el “plenario del
C.C. ampliado”, y que sumaban más de veinte.
-Me había
pasado seis noches en una casilla de la villa Las Antenas, a poca distancia de
mi casa en Lomas del Mirador, no muy lejos de San Justo. Era de un amigo del
Negro Tony, ex metalúrgico de Materfer. Correntino y casi un indio toba, como
Tony, su amigo había trabajado en Córdoba hasta que las cosas se pusieron
demasiado feas después del golpe del 76- me cuenta Sánchez.
-Me prestó la
casilla por unos días porque la mía estaba vigilada y él se iba a La Pampa a
buscar trabajo. El caso es que la pequeña vivienda no tenía puerta. Se la
habían robado unos muchachotes de la villa, medio en chiste, medio en serio,
porque se había peleado con uno de ellos por cuestiones de política –algo que
era peligrosísimo desde antes del golpe inclusive- y otros chicos le habían
querido hacer una broma. La cuestión es que allá me había refugiado yo, en una
casa abierta, durmiendo toda la noche con el 38 corto debajo de la almohada de
plumas y con dos sillas atajando el camino de alguien que pudiera meterse por
el hueco de la puerta robada- le contaba Sánchez a Javier, años después.
-Cuando
llegamos a San Miguel del Monte, el Gordo Chupete me dijo que iba a ponerle más
aceite al Citröen. Por las dudas- cuenta J. Sánchez.
-Pero gordo,
¿estás seguro que el coche no está fundido? Vamos a andar unos 480, 500
kilómetros con los desvíos que estamos haciendo, ¿no te parece mucho aceite?
De nafta no
vamos a gastar ni 40 litros, pero si seguimos así, ¡vas a ponerle unos 10 de
lubrificante!- . Así fue nomás, incluso un poco más que eso: 12 litros de
aceite, entre las paradas de Azul, Benito Juárez, el desvío por la ruta 226,
luego Tandil y Balcarce.
Llegamos casi
al anochecer a Mar del Plata, y habíamos tardado tanto que se había pasado la
hora del “retén” en la Rambla. En el Club de Golf de Tandil tuvimos que pedir
un teléfono y llamar a otro “retén” en Buenos Aires –con todas las dificultades
de comunicación de aquélla época- para avisar que estábamos bien y que no
cancelaran el plenario.
-Ya que no
vamos a llegar a tiempo a Mar del Plata y pudimos avisarle al Pelado que no
había problemas, ¿qué te parece dar una zambullida en Playa Grande?- lo invito
al Gordo…la tentación era enorme, me cuenta J.Sánchez.
–Mejor no,
sigamos por la Ruta 11 hasta Chapadmalal, dejamos el Citröen en la colonia y
nos metemos en el agua- le contesta, cauteloso, el Gordo Chupete, y acelera el
autito naranja, con el motor casi fundido, a más de 50 k/h.
Como era
verano, entre Navidad y Año Nuevo, suponían que la represión había aflojado un
poco. El sol se ponía después de las 9, así que pasaron un par de horas en el
mar, sacándose el calor que habían sufrido en medio de la pampa.
-Sánchez me
decía que lo peor de estar en la playa, tan cerca de Mar del Plata, era que él
sabía que sus hijos habían llegado a la ciudad con sus padres el día anterior,
y que estarían esperándolo- me contaba Javier.
-Los viejos
los trajeron a los dos chicos a la playa porque, como mi casa estaba en
peligro, yo tenía que arreglármelas solo, sin hacerlos correr riesgos- le dice
Sánchez al Gordo Chupete, que comenta que si todo salía bien, a la vuelta del
plenario podían pasar por Mar del Plata.
–La situación
debe estar más calma por acá, ¿no? Todo lleno de turistas- comenta Sánchez, y
prende la radio del coche. –“LU9, Radio Mar del Plata, transmitiendo desde la
Perla del Atlántico, en plena temporada y altas temperaturas.
Noticias:
tropas del Comando del 1er. Cuerpo de Ejército avanzan hacia nuestra ciudad,
Miramar y Mar del Sud, en el Partido de General Alvarado, advertidas de que dos
organizaciones subversivas declaradas ilegales preparan ataques para disimular
reuniones previstas en las tres ciudades playeras. Más informaciones en el
boletín de las 21”- apaga la radio el Chupete y lo mira a Sánchez.
–Sonamos, y
¿ahora?- El miedo vuelve como una sensación de aprieto en la boca del estómago
de Javier, incluso ahora, 35 años después, cuando Sánchez le cuenta cómo habían
llegado a la casa de Miramar donde se realizaría el plenario.
La ciudad de
Miramar era mucho más chica que Mar del Plata, y se la veía bastante tranquila.
Una sola vez vieron pasar una columna de camiones del ejército a unos 200m más
adelante, mientras se alejaban de la costa por la Calle 11.
Los militares
doblaron a la izquierda por la Calle 60 y Chupete le contó a Sánchez que iban a
encontrarlo al Pelado andando despacio por la Calle 80, unas diez cuadras más
adelante, hacia la derecha; así que no se preocuparon demasiado, pero el miedo
seguía como un gusano en el estómago.
-La camioneta
roja del Pelado estaba a unos 200m de la esquina de la Calle 80 con la 3, casi
donde se terminaba la ciudad y empezaba el campo- cuenta Javier que le dijo
Sánchez, meses más tarde. –Y el Gordo Chupete paró el Citröen en una esquina,
no muy lejos de un barcito que estaba cerrando a esa misma hora, y subimos a la
Colorada –nombre cariñoso que el Pelado le daba a la chatita roja, una pick-up
preparada para diversas emergencias. En menos de diez minutos, y después de
unas cuantas vueltas para despistarnos, entramos en la casa- me cuenta Sánchez.
-Era un
chalet grande, y como siempre que íbamos a tener una reunión con mucha gente,
los compañeros habían ido llegando en grupos de a dos, con tres días de
antecedencia. Así es que había algunos militantes ya cansados y un poco
nerviosos por estar tanto tiempo encerrados, sin poder mostrarse por las
ventanas, ni fumar, o salir al patio trasero de la casa- agrega Chupete.
Cuando ya
estábamos todos, el Pelado -que era el jefe práctico del grupo, sin que
existiera esta denominación, claro- repitió las medidas y normas de seguridad,
y sobre todo, las disposiciones en caso de un ataque por parte del ejército
que, como ya lo sabíamos todos a esa altura, estaba tratando de cercar y
detener, o de eliminar, a todos los participantes en las reuniones que sus
servicios de inteligencia habían detectado que ocurrirían en las ciudades
balnearias de la costa.
-En caso de
que nos cerquen: vos Diego, y vos, Vasquito, arriba del techo, atrás del tanque
de agua. Vos, Tato, en la puerta principal. Javier va a manejar la Coloradita,
y el Caballo el Falcon de Diego. Si nos cercan y contamos con un tiempo para
sorprenderlos, yo voy a abrir el portón del garaje y Uds. salen al máximo de
velocidad que puedan- organizaba el Pelado. -¿Y yo?- se escuchó la voz de
Mauricio, también amigo y ex compañero de Tony en Máterfer, hombre de más de
100 kilos y de 1,85 m. –Vos, Mauricio vas atrás del Falcon de Diego, en el
baúl. Tomá, agarrá esta 9mm- le contesta, sin vacilar y mirándolo fijo con sus
ojos enormes, el Pelado.
El Vasquito y
Diego se ríen bajito, Mauricio se pone pálido y traga saliva. El Pelado esboza
una sonrisa amarga, se pasa la mano por la calva, despacio, y agrega: -Si
conseguimos abrir el portón y romper el cerco, lo más probable es que no
logremos andar más de 200m sin que nos cerquen otra vez. Ni Mauricio, ni nadie
en los dos autos se va a salvar. Vamos, a dormir, y ya saben: los dos que se
queden de guardia en las ventanas, en caso de peligro, van despertando al
resto, uno a uno. Y le avisan a los que están en el techo- el Pelado era claro
y firme; no dudaba que el momento era muy difícil. Y lo peor era el motivo de
la reunión: éramos pocos –no más de cien entre Córdoba, Rosario y Buenos Aires-
y la represión sistemática que los militares aplicaban desde el golpe del 76,
ya en ese verano de 1977 a 1978 había logrado -aparte de las muertes y prisiones- sembrar
diferencias internas en todas las organizaciones de la resistencia. Pocos
grupos se habían mantenido unidos hasta ese momento, y nosotros no seríamos la
excepción. Los compañeros más cercanos al Pelado, militantes sobre todo de la
capital federal, y más comprometidos con las acciones directas, pensaban que
había que incrementar el ritmo de actividades, sobre todo las clandestinas y de
acción para obtener recursos y mejorar la auto-defensa. Los que veníamos de
Rosario y Córdoba éramos más pesimistas. Pensábamos que el proceso de reorganización
de las fuerzas revolucionarias y democráticas sería muy lento, mucho más quizás
que los siete años que la dictadura iría a durar; y en el mejor de los casos,
decíamos, en vez de avanzar por el camino pre-revolucionario que se extendió
del 69 al 75, pasaríamos por una larga
etapa de recuperación de las libertades democráticas.
-En medio de
la noche, serían las dos de la mañana- me cuenta J.Sánchez –un par de
patrulleros de la policía de la provincia de Buenos Aires se estacionan en la
esquina de la avenida sobre la que estaba el chalet. Un camión del ejército
llega enseguida y se bajan unos quince soldados fuertemente armados. Colocan un
fusil ametralladora pesado en un trípode apuntando para arriba, sin dirección
fija. Justo había empezado mi turno de la guardia y estaba medio dormido, pero
el sueño se me pasó de golpe. Fui despertando a los dos o tres que dormían en
el living y, cuando ya nos preparábamos para lo peor, el capitán que dirigía el
comando los llama a todos, que suben en los camiones, arrancan y se van, a gran
velocidad- respira hondo Sánchez y a Javier le vuelve la sensación de golpe en
el estómago.
El Gordo
Chupe y J.Sánchez se volvieron apenas terminó el plenario, pero separados. Al
Citröen naranja se le fundió el motor y Sánchez estaba arrasado por la desazón,
el desánimo de ver que la Utopía de la revolución, la justicia social, el
respeto por los más pobres, se alejaba un poco más en el horizonte. Camaradas
queridos como hermanos se separaban, se hacían blancos más fáciles del enemigo,
se protegían menos entre sí delante de la noche larga que se prolongaba más de
lo supuesto y deseado.
Y me cuenta
Javier que en el camino de regreso,
Sánchez tuvo un ataque de audacia y se bajó del ómnibus en la misma playa en la
que, a su modo siempre protector y cariñoso, sus viejos habían llevado a sus
hijos; para ellos eran unas fantásticas vacaciones en Mar del Plata, a las que
se habían sumado los primos Esteban, Natalia y Rebeca, aparte de un perrito
callejero, todos llegando apretados dentro de un Ford, en el que supuestamente
solo estarían los padres y los dos hermanos menores de Sánchez, Raquel y
Alfredo.
Dicen que fue
uno de los veranos más tristes aquel de 1977 para 78. El año nuevo de Sánchez,
solo en Buenos Aires, sin los hijos y sin los camaradas Chupete, Pelado y el
Vasco, no tuvo nada de gracia.
Poco tiempo
después, en julio del 79, Sánchez, el Caballo y Javier partirían para el
exilio. Y el exilio se les volvió emigración de una patria vieja y al mismo
tiempo, inmigración a una patria nueva.
El Pelado no
tuvo la misma suerte. Los salvajes uniformados que mandaban y desmandaban en el
país, finalmente lo agarraron. Pero los tormentos de la cárcel y la tortura no
lo quebraron; nadie fue preso ni perseguido después de su detención. Supo
engañar a los carceleros y hacerlos creer que su fe en la revolución se había
apagado. Nada de eso había ocurrido; la convicción del Pelado en un mundo mejor
era como la del Viejo Topo de la historia: cava hondo, parece que se apaga,
pero siempre renace. En aquel verano triste, el único que se fundió fue el
motor del Citröen naranja del Gordo Chupe; el único que estaba cansado de
guerra. Nadie más.
JV. São
Paulo, enero de 2001.
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