Estampilla emitida por la Casa de Moneda en 1963, cuando la Armada Argentina ya había manchado sus manos con sangre del pueblo en el golpe de 1955, pero todavía no había llegado a los extremos de horrores de la ESMA entre 1976 y 1983.
Cuando Argentina tomó California
El estudio moderno de
la historia, aunque de diversas perspectivas ideológicas, ha ido incorporando
elementos del materialismo histórico marxista, que dice que las crónicas de la humanidad
se escriben, no por obra y gracia de reyes, grandes héroes, ejércitos o
partidos, sino por los pueblos, en función de sus necessidades económicas, sus
cambios sociales y políticos, y según las diversas etapas de las relaciones entre
las naciones y sus sistemas.
Según esta visión
historiográfica moderna, el imperialismo es una fase superior del desarrollo
capitalista. Por lo tanto, no habría imperialismo, tal y como lo conocemos hoy,
con su agresividad económica, política y militar, sin una previa expansión
exuberante de las economias de mercado, de sus sociedades y de las fuerzas
productivas en los países centrales, como Alemania, Inglaterra y los EEUU.
Verdad.
Pero, ¿y como se
formaron entonces los imperios coloniales de economías más atrasadas, como las
de las viejas España y Portugal de los siglos XV al XIX? Bueno, es que si
hablamos del antiguo colonialismo - anterior y, sobretodo, posterior a la
llegada de los españoles en 1492 a lo que considerabna ser las Indias Occidentales - ya
estamos refiriéndonos a un fenómeno más complejo de procesos anteriores, más
atrasados, en que unas economías menos desarrolladas, pero con fuerzas armadas
con tradiciones guerreras ancestrales, se niegan a renunciar a sus prácticas de
invasión y rapiña, e imponen sus productos, esclavizan o compran mano de obra y
matérias primas más baratas.
Todo esto generó a su
vez revoluciones y guerras de independencia con el resultado de repúblicas muy
diferenciadas de aquellas del capitalismo central, Alemania, Francia, EEUU e
Inglaterra.
Pero, si comparamos el
comportamiento de los viejos imperios colonialistas europeos, o del nuevo
imperialismo norteamericano con las incursiones bélicas que algunas de las flamantes
naciones americanas desarrollaron a inicios del siglo XIX, justamente para
librarse de la opresión de sus metrópolis, veremos algunas diferencias
interesantes.
Argentina, llamada a
principios de su emancipación de España con el nombre de Provincias Unidas del
Río de la Plata, podría haber seguido un camino semejante al de las Trece
Colonias del norte, afirmándose como una potencia militar, invadiendo y
sometiendo a sus vecinos. ¿Por qué no lo hizo? Pues porque la ideología
republicana “jacobina” de los revolucionarios de mayo no lo permitía. Belgrano
partió con su ejército improvisado hacia el Paraguay, tan pronto como empezó la
lucha por la independencia en el Río de la Plata. Pero, derrotado por las
tropas locales de Asunción, no quiso venganza, ni buscó recursos para someter a
los pueblos al noreste de la futura Argentina.
Del mismo modo, el
nuevo gobierno revolucionario financió y armó flotas piratas, graciosamente
llamadas “corsarias”, y atacó vastas regiones del mundo colonial español. Pero
nunca pensaron los jóvenes argentinos en imponer sus armas sobre otros
territorios, sino apenas en defender la libertad y la independencia de su
propia nación y de las nuevas naciones hermanas.
El ejemplo más emblemático es el de la fragata
“La Argentina”, que fue un crucero corsario o, dicho en otras palabras, una
expedición naval de corso –piratas con patente oficial- comandada por un marino
francés que, a inícios del siglo XIX, estaba al servicio del nuevo gobierno
revolucionario de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Es por este motivo, y
por el fuerte componente ideológico anti-imperialista, republicano y libertario,
que los movimentos de emancipación de la América española pudieron generar
fabulosos ejércitos y armadas navales que, aparte de defender sus territorios locales,
pudieron haberse expandido hacia otras regiones. Y si de hecho lo hicieron,
protagonizando ataques e invasiones, simpre volvieron a sus centros de poder
local, nunca permaneciendo con sus tropas en las tierras extranjeras
conquistadas.
¿Y por qué esta “decencia”
de no querer anexar otras naciones? ¿Cuál fue el motivo que impidió que
Argentina o Brasil intentaran seguir el destino expansionista de los 13 estados
norteamericanos y su meteórico crecimiento territorial? Pues, simplemente, la
pura ideología liberal y republicana – clara y firme en el caso argentino, y más
vacilante en el brasileño- de los sectores más sensibles y lúcidos de la intelectualidad
dirigente de esos nuevos estados.
Es dentro de este
contexto que podemos entender la saga de la fragata “La Argentina”, que fue un crucero corsario o, dicho en otras
palabras, una expedición naval de corso – que eran piratas con patente oficial- comandada
por un marino francés que a inícios del siglo XIX estaba al servicio del nuevo
gobierno revolucionario de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Para recaudar fondos
para la revolución en el antiguo Virreinato del Río de La Plata, al mismo
tiempo que atacaba a los realistas españoles, el sargento mayor de marina rioplatense,
Hipólito Bouchard, organizó una expedición contra los barcos y puertos de
bandera española en las Américas y Filipinas, que se desarrolló entre julio de
1817 y julio de 1819, y que la historia de los países del nuevo continente
consideran parte de la gran Guerra de la Independencia Hispanoamericana.
Hipólito Bouchard
realizó acciones asombrosas en nombre del gobierno revolucionario de Buenos
Aires, entre otras proezas liberó esclavos en África, destituyó las bases de
los grandes piratas del Pacífico, conocidos como “los Tigres de la Malasia”, y llegó
incluso a plantar la bandera argentina en California. Cuentas los historiadores
que, con sus insígnias de combate inspiró las banderas de algunos países centroamericanos
-El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua- que llevan los colores azul y blanco.
Es que Bouchard, a
medida que descendía desde el norte, iba apoyando las luchas por la liberación de
estos pueblos em contra del régimen realista español. Los colores y el formato
de la bandera argentina, tras sus campañas navales contra las posiciones
realistas de Sonsonate en El Salvador y El Realejo en Nicaragua, -en 1818 y
1819 respectivamente- fueron incorporados a la insignia de las Provincias
Unidas de Centroamérica por el líder independentista Manuel José Arce. Y es por
esto que las banderas de El Salvador, Honduras y Nicaragua son semejantes a la
argentina, siendo la de Guatemala una variación.
Enviado por el
gobierno rio-platense, Bouchard circunnavegó el planeta comandando diversas operaciones
de corso, con combates navales e invasiones terrestres en las costas de California,
México y Centroamérica, pero también en Madagascar, Indonesia, Filipinas y Hawai,
para luego terminar su carrera detenido en Chile, acusado de piratería.
Durante el crucero
corsario de “La Argentina” Bouchar logró
hacer, para beneficio del gobierno revolucionário de Buenos Aires, una gran
cantidad de presas a través de diez grandes acciones militares.
La fragata “La
Argentina” de Bouchard no fue un caso aislado. A lo largo de la guerra de independencia,
los nuevos gobiernos autónomos recién emancipados, o que estaban en procesos de
emancipación de España, trataban de perjudicar en todo lo posible el comercio
marítimo de la corona que había sido su metrópolis, y se empeñaban en exportar
la guerra a todos aquellos territorios que todavía siguieran dominados por los realistas
peninsulares.
Se valieron para este objetivo del llamado “corso
marítimo”, una figura que les permitía armar, disimuladamente bajo su bandera,
a embarcaciones privadas y luego atacar los barcos realistas sin comprometer en
dichas acciones demasiados recursos de los nuevos y frágiles estados.
Por medio de esta modalidad, los corsarios que
actuaban bajo la bandera argentina obtuvieron más de 150 barcos como presas
entre 1814 y 1823.
La guerra de corso se consideraba en aquella
época como una forma legítima de multiplicar las batallas patrióticas, y muchos
corsarios estadounidenses ubicados en Baltimore, y que participaron en la
guerra de emancipación de las 13 colonias norteamericanas contra el Reino Unido
entre 1812 y 1814, consiguieron luego la patente de corso en Buenos Aires.
El contrato entre los corsarios y el nuevo estado
del Río de la Plata se llamaba patente de
corso, beneficiándose los marinos con los primeros derechos de atacar, detener,
e incluso de saquear o destruir los buques de bandera enemiga, quedándose como
pago con una parte de botín obtenido.
En mayo de 1817 el Director Supremo de las
Provincias Unidas del Río de la Plata, don Juan Martín de Pueyrredón, aprobó el
Reglamento Provisional para el Corso,
que detallaba la situación legal de los corsarios que actuarían bajo la bandera
del país que hoy llamamos Argentina:
“Art. 1.
El Gobierno concederá patente de corso a todo individuo que solicite armar
algún buque contra bandera enemiga, previa la fianza que estime conveniente
ante la Comisaria de Marina, explicando en la instancia la clase de embarcación
que tuviese destinada, su porte, armas, pertrechos, y gente de dotación.
“Art. 2.
Concedido el permiso para armar en corso, facilitará el Comandante de Marina la
pronta habilitación del buque por todos los medios que dependan de sus
facultades, consintiéndole reciba toda la gente que quisiere a exepción de la
que estuviere nombrada para servicio del Estado, o actualmente en él. (…)
“Art. 3.
Los oficiales de los buques corsarios quedan bajo la protección de las leyes
del Estado, y gozarán aunque sean extranjeros de los privilegios e inmunidades,
que cualquier ciudadano americano mientras permanezcan en servicio”.
Bouchard, que había llegado a Buenos Aires en
1809, era un liberal antimonárquico, que apenas desembarcó en la futura capital
argentina ya fue nombrado segundo jefe de la recién creada flota nacional.
En marzo de 1812 se alistó en el Regimiento de
Granaderos a Caballo, cuyo capitán era San Martín, y participó en la batalla de
San Lorenzo, donde tomó una de las banderas del enemigo.
Por este motivo, y en premio al valor demostrado
em combate, la Asamblea Constituyente le otorgó la ciudadanía de la Provincias
Unidas del Río de la Plata.
Enseguida dejó el Regimiento de Granaderos y,
ahora bajo las órdenes del almirante irlandés Guillermo Brown, combatió en la campaña
naval que asoló las bases realistas de las costas del Pacífico, atacando El
Callao y Guayaquil.
El 18 de junio de 1816 Bouchard volvió a Buenos
Aires desde Chile y Brown le asignó el comando de la fragata española “La Consecuencia”, capturada en las
costas del Perú, terminando así su participación en la expedición corsaria
comandada por el almirante irlandés –también al servicio del gobierno
rioplatense- en las costas sudamericanas del océano Pacífico, y empezó los aprontes
para una nueva expedición de corso.
En septiembre de 1816 el gobierno lo ascendió a
sargento mayor de marina. Bouchard y su armador naval, Vicente Echevarría,
decidieron usar la fragata “La
Consecuencia” para la campaña que planeaban iniciar, cambiándole el nombre
por el de “La Argentina”.
La fragata tenía un tamaño imponente: 464
toneladas de desplazamiento y 100 metros de quilla, por lo que su armado
resultaba muy caro. Echevarría compró 34 piezas de artillería, 18 cañones de a
ocho, y contrató carpinteros de gran experiencia que las pusieron en sus
lugares.
Bouchard pidió entonces la colaboración del nuevo
gobierno rioplatense, con las garantías de Juan José de Sarratea. El estado
aportó entonces 4 cañones de bronce y 12 de hierro, 128 fusiles, 800 balas de
cañón de a doce y 900 de a ocho.
La embarcación contaba, además, con tres mil
balas de a veinticuatro, que no podían ser usadas en combate, pero que le servían de
lastre, con otros 300 lingotes. Como no pudieron conseguir pistolas ni sables,
que eran fundamentales en los combates de abordaje a corta distancia, Bouchard
le solicitó al gobierno que le entregara, por lo menos, unos 40 sables de
caballería, pero el estado ni siquiera tenía esa cantidad.
El ministro de Guerra, Matías Irigoyen, logró
entregar seis quintales de plomo de las reservas del gobierno, ya que no los había
en toda la ciudad.
Finalmente, instalaron dos hornallas a bordo,
para calentar las balas encadenadas que normalmente se usaban para romper los
mástiles e incendiar el velamen de las presas.
Echevarría también le había pedido al gobierno
uniformes de la Marina de Guerra para ser usado por los oficiales como un tipo de motivación, y para mejor mantener el
orden a bordo. Al grupo original los marinos, en su mayoría extranjeros, se le
sumaban en esse momento algunos hombres oriundos de Buenos Aires, Corrientes y
Entre Ríos. Pero aún con todos estos refuerzos, la infantería que se preparaba
para los futuros desembarcos y ataques en abordaje era totalmente inexperta y
la mayoría veían por primera vez un barco.
El 25 de junio, la nave “La Argentina” estaba anclada todavía en el Puerto de Buenos Aires, cuando
se produjo un serio incidente a bordo. En medio de una discusión, un marinero golpeó
al armero, en un acto de indisciplina que Bouchard castigó con el arresto inmediato
del agresor, generando la protesta de sus compañeros. Uno de estos marineros atacó
con un hacha al comandante Sommers que lo mató con un golpe de su espada.
Los marineros se concentraron entonces en la
batería del entrepuente hasta que fueron desalojados por la infantería de
marina comandada por Sommers. El episodio terminó con dos muertos y cuatro
heridos.
Controlada la situación, Echevarría envió un informe
al gobierno de Pueyrredón, explicándole que la rebelión se debía a la larga permanencia
de la fragata en puerto. Prometía que todos los problemas se terminarían al salir
“La Argentina” de Buenos Aires. El gobierno,
sin embargo, se negó a autorizar que zarpase la nave sin antes realizar una
investigación más profunda.
Por médio de sus contatos políticos, Echevarría
logró que dos días después, “La Argentina”
siguiera hacia la Ensenada de Barragán, lo que para peor generó rumores sobre una
posible deserción de Bouchard. En realidad, la fragata había abandonado el
puerto por una disposición que decía que los buques que se encontraran en los
muelles porteños, por demoras en su cargamento, debían abandonarlos para
permitir que los buques de guerra y las baterías costeras pudieran actuar con
mayor eficacia en el caso de um ataque enemigo.
Por fin, el 27 de junio de 1817 Bouchard y
Echevarría recibieron la patente de corso Nº 116, con la firma autorizada del
director supremo Pueyrredón.
El 9 de julio de 1817 –en coincidencia con el primer
aniversario de la declaración de la independencia nacional- la fragata zarpó desde la Ensenada de Barragán
para cumplir un crucero de corso que iría a durar dos años, con una patente
extendida por 16 meses a contar desde el momento de su zarpada.
Bouchard planeó navegar la corriente sur
atlántica, que atraviesa el océano hasta las costas africanas, para bordear luego
el cabo de la Buena Esperanza y perseguir los navíos de la Real Compañía de
Filipinas que navegaban por las costas de la India. El 19 de julio ocurrió un
incendio intencional en la nave que se extendió hasta el entrepuente y puso en
peligro la vida de muchos tripulantes. La tripulación trabajó durante varias
horas hasta controlar el incendio.
La tripulación contaba com um total de 180
hombres; entre ellos y con solo 17 años estaba Tomás Espora, futuro coronel de la
marina. No lo sabían todavia, pero partieron entonces hacia un largo viaje, en
el cual les faltó muy poco para circunnavegar el mundo.
Atravesaron el Atlántico, bordearon el Cabo de
la Buena Esperanza, combatieron contra barcos negreros en Madagascar, en donde interceptaron
a cuatro de ellos, liberando a los esclavos. Además, detuvieron, abordaron y registraron dos naves inglesas y una nortamericana.
En Macasar destruyeron cinco naves piratas malayas. Navegaron el estrecho entre
Java y Sumatra, atravesaron el Mar de Celebes y bloquearon los puertos de Luzón
y Manila durante sessenta días, hundiendo 16 barcos y capturando la tropa de
unos 400 realistas.
Llegaron a dominar gran parte de Oceanía, hasta
que Bouchard decidió navegar hacia China para alcanzar Pekín. La falta de
víveres y las pésimas condiciones climáticas, sin embargo, lo obligaron a cambiar
el rumbo hacia Hawai.
Allí, el rey Kamehamen Iº firmó un tratado com Bouchard,
que actuaba en nombre del gobierno rioplatense, y reconoció la independencia argentina
proclamada por el congreso de Tucumán. De este modo, le entregó a Bouchard cien
marinos nativos y devolvió la goleta “Chacabuco”,
que había sido tomada por sus hombres. También recupero Bouchard el navío “Santa Rosa” de un motín a bordo.
Reforzada de esta manera, la flota corsaria argentina partió hacia la Alta
California el 23 de octubre, armada con unos 56 cañones, y transportando 60
marinos de “La Chacabuco” y 80
nativos de las islas kanakas.
El ataque a California
La “Chacabuco”
llevaba a bordo entonces unos ciento cuarenta hombres; un tercio eran
hawaianos, y el resto de otros diversos orígenes: estadounidenses –que era la gran
mayoría de los oficiales, españoles, hispanoamericanos, portugueses, africanos,
filipinos, malayos, y algunos ingleses. La “Argentina”
tenía 266 hombres: 50 hawaianos y el resto de origen diverso.
Bouchard decidió navegar hacia las costas de
Alta California y atacar el comercio español local, pensando que podría hallar algún
tesoro de las minas de la región, y al mismo tiempo, tratar de sublevar la
población. Sin embargo, los españoles supieron con antecedencia las intenciones
del corsario porque el 6 de octubre la nave estadounidense “Clarion” les había informado que dos barcos
corsarios se preparaban para atacar las costas californianas.
Es que, en una reunión del capitán de la nave con
los oficiales corsarios en las islas Hawai, uno de ellos dejó escapar las
intenciones de atacar a los realistas en la Alta California, por lo que la “Clarion”, comandada por el capitán Henry
Gyzelaar, partió de Oahu y se dirigió a Santa Bárbara para intentar vender el
cargamento de 12 cañones que transportaba, previniéndole al comandante del
presidio local, José de la Guerra, sobre los planes de Bouchard, al que
precedía en 4 o 5 días. También le informó que los barcos corsarios tenían 34 cañones y unos 250 hombres.
De la Guerra avisó al gobernador y envió una orden
urgente a las misiones jesuitas para que tomaran sus precauciones. El
gobernador Pablo Vicente Solá, que vivía en Monterrey, retiró de la ciudad
todos los objetos de valor, y se llevaron a una distancia más segura dos tercios
de la pólvora y los pertrechos de guerra. Además pidió refuerzos de tropas y armas,
y aumentó la artillería con 18 cañones. En 25 lugares de la costa puso vigías y
dos mensajeros indígenas. El ganado fue retirado hacia el interior, y ordeno
que las mujeres y los niños deberían partir al primer aviso de peligro.
Pasado un mes de alarma, Solá hizo volver a la
población a sus pueblos de origen.
En la Alta California los españoles ya habían empezado
a tomar precauciones con los posibles ataques corsarios desde que Solá recibiera
un aviso desde Mazatlán, en junio de 1816, avisándole sobre el avistamiento de naves
corsarias en las costas del norte de México.
Poco antes, José de la Guerra había recibido correspondencia
de un armador de barcos mercantes de Lima avisándole que las costas peruanas también
estaban bloqueadas por corsarios.
Las medidas de seguridad se aumentaron al conocerse
los ataques del Almirante Brown -siempre a servicio del govierno revolucionario
argentino- a Guayaquil y al Callao, y el avistamiento de otras naves -posiblemente
de corsarios chilenos- vigilando los puertos de San Blas, Acapulco, Teacapán,
Ventanas y Tomatlán.
Los corsarios argentinos
toman Monterrey
toman Monterrey
El 20 de noviembre de 1818 desde uno de los
extremos de la bahía de Monterrey, el vigía de Punta de Pinos avistó las dos
embarcaciones corsarias argentinas. Según otros archivos de California, las
naves fueron primero avistadas desde los muros del presidio de San Francisco, antes
que se acercaran más a la costa.
Después de avisar al gobernador, se prepararon
los cañones costeros, se puso en armas a la guarnición de 40 hombres -25 de
ellos eran soldados del presidio, 4 artilleros de línea y 11 artilleros de las
milicias- y se mandó a la misión de Soledad, aunque en otras fuentes se asegura
que fue al Rancho del Rey, a todas las mujeres, los niños, ancianos y otras personas
que no estaban capacitadas para el combate.
El sargento Manuel Gómez -que casualmente era tío
del oficial Gómez, que estaba en la expedición corsaria argentina- era el encargado
de las fuerzas de resistencia al ataque argentino.
Una batería de 3 cañones fue improvisada en la
playa, dirigida por el cabo José Vallejo.
Bouchard juntó a sus oficiales para planear el
ataque, que consistía en hacer que la “Chacabuco”
entrase al puerto con bandera estadounidense, para lograr información sobre las
defensas, para después ingresar “La Argentina”
y realizar el desembarco para el ataque.
Como el oficial Peter Corney ya había estado dos
veces en Monterrey y conocía la profundidad de la Bahia, resolvieron usar para
el ataque la corbeta “Chacabuco”, porque
el gran calado de la fragata “La Argentina”
podría hacerla encallar, y concentraron en ella la tropa de desembarco.
Por causa de la calma marina, la fragata tuvo
que poner en el agua varios botes que la remolcaron a una buena distancia del
alcance de la artillería española, y anclar en menos de quince brazas de agua.
Una vez que “La
Argentina” fue remolcada, Bouchard mandó en los mismos botes hacia la “Chacabuco” al capitán Sheppard con 200
hombres armados de fusiles y lanzas con la orden de desembarcar de inmediato.
La corbeta “Chacabuco”,
al mando del Corney, ancló a medianoche cerca de una elevación del terreno, ignorando
que allí cerca, Solá había instalado 2 baterías de 6 cañones que podrían
alcanzar al barco. Por el cansancio de los hombres, después de remolcar la
fragata y remar hacia la corbeta, Sheppard decidió no atacar de noche. Desde
tierra, mientras tanto, otros oficiales trataban de comunicarse con él con una
bocina.
Corney hizo creer a los españoles que a la
mañana haría algún tipo de acuerdo con ellos, para no ser atacado durante la
noche. Al amanecer el día notó que había anclado muy cerca de la costa, y que a
pocos metros se encontraban la artillería española lista para atacarlos.
El capitán decidió abrir fuego primero, y fue
respondido por las 2 baterías; tras quince minutos de combate la corbeta arrió
la bandera en señal de rendición, con el puente lleno de muertos y heridos, y a
la vista de Bouchard que no podía avanzar por causa de la calma marina. Por
causa de esto, Bouchard envió seis botes, pero el cabo Vallejo los atacó desde
la playa con la batería improvisada, y debieron regresar sin conseguir el
desembarco.
Como Corney estaba con su barco inmovilizado,
ordenó que sus hombres bajaran a los botes. Los españoles exigieron que el
capitán también bajara a tierra, pero solo salió a parlamentar el segundo
comandante de la “Chacabuco”, Joseph
Chapman, y dos marineros, que quedaron encarcelados de inmediato.
Desde la fragata, Bouchard vio cómo sus hombres
eran derrotados, pero también observó que, a pesar de haber ganado la batalla,
los españoles no intentaron tomar la “Chacabuco”
ya que no tenían embarcaciones para esa acción.
Solá mandó entonces que se continuara el fuego,
pero Gómez se negó, puesto que ya se había rendido la “Chacabuco”, por lo que Vallejo lo supuso en complicidad con su
sobrino en eEl outro bando, y continuó manteniendo el fuego hasta que su padre
se acercó a convencerlo de parar.
Algunas versiones dicen incluso que Gómez ordenó
disparar sobre la batería de Vallejo para impedir que se exterminara a la tripulación.
Durante la noche, cuando empezó a soplar de nuevo el viento, Bouchard ordenó
levantar anclas y dirigirse en dirección al puerto, aunque solo llevaba 40
hombres a bordo.
Sin embargo, sabía que, por causa del gran calado
de la fragata, no podría aproximarse lo suficiente como para disparar con sus
cañones, aunque sí para cubrir a la corbeta. Para tratar de ganar tiempo, mandó
un negociador a pedir al gobernador que permitiera salir a la corbeta pero,
según cuenta Bouchard el español le contestó que tan solo lo haría a cambio de un
rescate en dinero vivo.
Solá dice, sin embargo, que el parlamentario
exigió la rendición de toda la provincia californiana y que él le respondió que
iba defenderla hasta su último soldado en nombre del rey de España.
A las nueve de la noche empezaron los trabajos
para transportar en botes a los sobrevivientes de la corbeta y llevarlos a la
fragata. Esto se hizo en sigilo mientras en tierra ocurrían festejos; sin
embargo, fueron dejados a bordo todos los heridos para no alertar a los realistas.
En las primeras horas del dia 24 de noviembre,
Bouchard mandó a sus hombres al mando de nueve botes, cuatro de ellos armados con
cañones a bordo. Había además, una tropa de 200 hombres, 130 de ellos armados
con fusiles y 70 con armas blancas y de fuego de corto alcance destinadas al
combate cuerpo a cuerpo.
Los nueve botes desembarcaron en Punta Potreros,
a corta distancia del fuerte, en una pequeña ensenada oculta por el monte,
quedando el teniente Burgen encargado de las embarcaciones. Ya estaba la
infantería subiendo un desfiladero estrecho, cuando los atacó una tropa de
milicianos realistas a caballo comandados por el alférez José Estrada, que fue
dispersada por los argentinos, retornando enseguida los españoles al presidio
de Monterrey.
Bouchard cuenta que eran más de 300 hombres a
caballo, mientras Solá afirma que eran solo 25. Estrada dijo haberse retirado
al ver 400 corsarios con 4 cañones. Al mismo tiempo, la “Chacabuco” abrió fuego sobre la batería costera de los realistas,
que recibió órdenes de destruir los cañones y organizar la retirada en
dirección al presidio.
La resistencia de los españoles en la fortaleza
fue muy débil; y finalmente, los defensores abandonaron las fortificaciones
antes de ser asaltadas por los argentinos. Los atacantes empezaron a escalar la
muralla mientras los defensores huían por la puerta del fuerte y luego de una
hora de combate fue enarbolada la bandera de la Argentina en la fortificación.
En su diário, Bouchard cuenta que, tras una hora
de combate en Monterrey, “un cobrizo
guerrero hawaiano fue quien arrió la bandera española e izó la celeste y blanca
ese día en California”.
Los corsários rioplatenses capturaron 22 piezas
de artillería, 12 de las cuales hallaron en la batería de los terrenos bajos, antes
de subir hacia la fortaleza; subiendo, vieron que había otras 8 piezas en esta,
junto con otras dos que parecían ser volantes.
Después de tomar el fuerte, las tropas invasoras
argentinas decidieron atacar la otra batería, que resistía con el refuerzo de varias
otras piezas de artillería volante, y que eran escoltadas por algunos piquetes a
caballo. Los hombres de la caballería española, que eran parte de la guarnición
de los presídios, ofrecían una dura resistencia; por todo esto, la batalla fue feroz,
a sangre y fuego, hasta que los corsarios argentinos lograron rendir finalmente
la fortaleza y rescatar a los prisioneros.
Las tropas realistas que habían sido dispersadas
en la batalla de Monterey se reagruparon en la población, pero ante el avance
de la infantería, el gobernador Solá se refugió en el Rancho del Rey, llevándose
los archivos provinciales, un cañón, dos cajas de pólvora y 6 mil cartuchos de
fusil. Recibió entonces un refuerzo de 200 soldados llegados de San José y San
Francisco, además de un considerable contingente de indígenas.
Así fortalecido, decidió retornar a Monterrey
luego de que el poblado fuera casi destruido y abandonado por los atacantes
argentinos.
Los corsarios rioplatenses tomaron la ciudad durante
seis días, en los que se apropiaron del ganado, y lo sacrificaron junto a los
caballos de combate y de carga que fueron encontrando. Después de destruir la
artillería, quemaron el fuerte y arrasaron la residencia del gobernador, el
cuartel de los artilleros y las casas de los españoles.
Solo perdonaron las iglesias y las casas de los nativos
americanos. Finalmente, apenas dos piezas de la artillería ligera española fueron
embarcadas, así como también algunos lingotes de plata que los argentinos encontraron
escondidos en un depósito de granos.
Otras acciones argentinas en California
La alarma generada por el ataque argentino hizo
que algunas missiones de los jesuitas fueran abandonadas. Y mientras tanto, los
corsarios de Bouchard, después de arreglar la corbeta “Chacabuco”, dejaron el 29 de noviembre la bahía de Monterrey con la
intención de repetir las acciones de desembarco en todos los puertos mexicanos
del Pacífico.
Se dirigieron entonces hacia una caleta cercana
a Santa Bárbara en la que había un rancho llamado “El Refugio” que pertenecía a
la familia Ortega que, según se había informado previamente Bouchard, había cooperado
con los españoles y se dedicaba al contrabando.
El 5 de diciembre desembarcó una tropa de 60
hombres cerca del rancho y, sin haber resistencia por parte de los ocupantes, tomaron
los comestibles y sacrificaron el ganado.
Pero un refuerzo español de 30 milicianos llegó
ese mismo día desde Santa Bárbara comandado por el sargento Carrillo, que los emboscó
en las cercanias, esperando capturar a algún hombre de Bouchard que se separara
del grupo y pudieran tomarlo prisionero. De este modo capturaron al teniente
Williams Taylor -nativo de Boston que había sido incorporado a la flota
rioplatense en Hawai- y a otros dos marinos, que habían salido a buscar un
carro.
Bouchard los esperó durante todo el día 6, pensando
que se hubieran perdido en el campo, hasta que partió hacia Santa Bárbara, para
donde también se dirigió Carrillo, no sin antes incendiar el rancho.
Así fue que, después de desembarcar en la isla
de Santa Cruz para abastecerse de madera y de agua, Bouchard y sus corsarios llegaron
a Santa Bárbara. Fue entonces el comandante le mandó un mensajero a José de la
Guerra proponiéndole un intercambio de prisioneros, a cambio de lo cual le
prometia que no iria a atacarlo.
Terminada la negociación, los tres hombres
capturados por los españoles volvieron a la “Chacabuco”.
Cuenta el anecdotario de la campaña, que Bouchard
entregó un prisioneiro realista, el soldado Molina capturado en estado de
ebriedad en Monterrey. El pobre hombre tuvo que aguantar la furia del
gobernador, indigado por el intercambio aceptado por De la Guerra. Finalmente,
el soldado alcohólico fue sentenciado a seis años de prisión y todavia le
dieron, de imediato, cien azotes.
Em la misma ocasión, extrañamente, cuatro
marineros de la flota argentina desertaron y se presentaron ante los españoles después
de la partida de los barcos. Estaba entre ellos el tambor irlandés John Ruse.
Continuará.
J.V. São Paulo, 8 de junio
de 2013.
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