El boxeo y la invasión del desierto.
Por fin había
logrado mi oportunidad. Fue después de siete años en el circuito amador de
boxeo, deporte que había practicado desde los catorce, por influencia de mi
abuelo -el negro José, que de chico me llevaba a ver las peleas en el Luna Park.
Siempre fue mi mayor incentivador, aunque a distancia, porque él vive en Córdoba
y yo, desde hace años, en São Paulo. Ahora veo que en su mayor parte fue por él
que elegí este deporte como forma de vida; me acuerdo de su imagen, hoy con
ochenta y siete años, cuando me subía a upa y me hablaba de los íconos del arte
noble, siempre con un enfoque nacionalista, porque los nombres que recuerdo que
más salían de su boca eran los de Nicolino Locche, Víctor Galindez, Ringo
Bonavena y Monzón. Realmente ¡qué época
para el boxeo argentino!
En
Brasil tuve destaque en los torneos amateurs: fui campeón paulista, después brasilero,
sudamericano y llegué hasta el mundial, dónde quedé en segundo lugar antes de
mi oportunidad de profesionalizarme. Fue todo muy rápido, dos semanas después
del primer contacto con el agente, firmé el contrato y empecé inmediatamente a
entrenar. Me mudé a la ciudad de Rio de Janeiro, y en menos de un mes ya tenía
una pelea.
Mi debut fue
de lo mejor. El contrincante era un bahiano ya con una cierta fama construida a
lo largo de algunos knock-outs en su carrera, lo que no me
amedrentó; en aquél entonces nada lograba asustarme.
Al
segundo round, y con pocos golpes que él realmente pudo conectarme, le encajé
un upper-cut bien en la puntita de la pera, y vi de inmediato su
cara de tristeza, seguida de una mirada perdida, a medida que se desplomaba
hacia la lona. Me levantaron el guante y sentí en la boca el gusto de sangre
mezclado al de la gloria.
Y este
mismo gusto sentí, con esos mismos dos principales componentes, pero en
distintas proporciones, al cabo de todas las otras nueve peleas que tuve. Hasta
que llegó la invitación para desafiar al campeón mundial de mi categoría -medianos,
72,6 kg. El Puma Uálter, de Buenos Aires.
¡Qué ironía! Yo,
un argentino radicado en Brasil y de cierta forma representando a mi nuevo país,
iba a intentar sacarle el cinturón de campeón a un argentino…y en Argentina. La
pelea sería en el estadio Ingeniero Huergo, en Comodoro Rivadavia, provincia de
Santa Cruz.
Llegamos con mi agente y el equipo, en avión, desde Rio de Janeiro. El vuelo,
con conexión en Buenos Aires, fue relativamente tranquilo y rápido; salimos el miércoles
por la noche y ya estábamos allá el jueves temprano para el pesaje, que sería a
las once de la mañana.
Estaba
tranquilo; en las dos semanas previas había secado cuatro de mis setenta y
siete quilos, para ceñirme en el límite; sería suficiente con que no tomara más
agua hasta subir a la balanza. Y así fue; el evento del sábado a la noche era
algo que alteraba la rutina de la ciudad, y en el pesaje hasta el intendente de
la ciudad se hizo presente. El Puma se mostró muy disgustado con mi presencia,
y yo, que normalmente no tengo ningún impulso de antipatía por mis
competidores, esta vez sentía que no era la primera vez que iría a combatir
esos ojos claramente ibéricos, de soldado conquistador del desierto.
Después
de dos semanas de privaciones viene lo que todo luchador espera con ansiedad,
el “después del pesaje”, cuando se puede comer y beber como un rey. Por la
tarde una comitiva me llevó a dar una vuelta por la ciudad y los alrededores.
Hermosa ciudad, pensé -¡qué increíble que nunca hubiera tenido ganas antes de
conocer la Patagonia argentina!- lugar tan misterioso y fascinante. Fue
entonces que me pasó algo curioso: cuando nos dirigíamos a una ciudad muy
cercana a Comodoro, llamada Caleta Olivia, me llamó la atención una imponente
meseta que se levantaba al costado de la ruta, no muy lejos del mar, que ya
alcanzábamos a ver a lo lejos. Lo curioso fue que al mirarla ya sabía que allí,
por el otro lado, el que no se veía desde donde estábamos, había una senda que
conducía en menos de quince minutos a la cima plana desde donde se podía ver kilómetros
de mar adentro.
Me
pareció una idea tonta que me habría inventado y me la hice creer a mí mismo, y
para disiparla le pregunté al chofer el nombre de aquel cerro –Pan de Azúcar, acá
le decimos la tumba de Paturuzú. Hoy está cerrada, pero existe una senda
centenaria que usaban los indios para llegar a su cumbre; ahora está tapada.
Queda del otro lado del cerro-. Realmente me quedé sorprendido con aquello que
escuché y confirmó lo que me había parecido una idea disparatada. Los Teushen -genuinos y autóctonos habitantes Tehuelches de la tierra
los vientos- hoy ya no existen, me dice el chofer.
Finalmente
llegó el sábado; la ansiedad empezó a manifestarse ya en la mañana, pero me
acordaba lo que me decía mi abuelo: gana el que primero le gana a uno mismo.
Eso es lo que aprendí y más valoro en todos los conocimientos del boxeo que
tengo. Estaba entrenado y motivado; era un borrego de veintidós años ya con
nueve victorias seguidas en mi carrera, cero derrotas. Iba a ganar. El “no” ya
lo tenía, siempre lo tuve; en instantes iba a salir a traerme el “sí”.
Aunque
uno se entrene física y mentalmente durante años, no creo que exista boxeador
que no tenga la típica impresión, al subir al ring, de que su
contrincante es mucho más grande y musculoso que uno. Pero el que es experimentado
sabe que eso es un truco más de la mente; el último intento desesperado del
instinto de autopreservación de hacerte ponderar sobre esa irracionalidad y
desaparecer de allí. Claro que ignoré ese pensamiento, combatiéndolo con la
recíproca: para un campeón es mucho más fácil que le ganen, él entra al ring
sabiendo que es el único de los dos que realmente tiene algo importante a
perder; si yo lo veo el doble, él me ve el triple de su tamaño.
El
árbitro nos llama al centro y mientras nos habla las cosas que todo árbitro
siempre habla y que todo boxeador nunca escucha, no puedo dejar de pensar que
con éste conquistador yo ya había
luchado antes. Suena el gong. La pelea está programada para
ocho rounds de cinco minutos, y los tres primeros tuve una leve ventaja sobre
El Puma, pero era realmente muy duro y golpeaba fuerte de verdad. No estaba tan
bien para mí cómo pensé que me iría; aunque él había recibido unos buenos
golpes míos y su ceja derecha ya empezaba a escupir chocolate, sentía que sus
piñas venían cada vez más fuertes y furiosas.
Era el
séptimo round cuando en una secuencia -en que le aplicaba jab, cross,
jab y upper-cut- me
sorprendió con un gancho de izquierda; yo, cómo zurdo que soy, tendría que haber
estado más atento a lo que viene de siniestra, pero tal cual un diestro, me
distraje. El golpe entró limpio en mi oreja, sonando para los de afuera como un
tambor, y para adentro como todo un corso haciendo batuque al unísono. Pero fue
en ese momento que todo ocurrió, no estaba más allí, si no muy cerca, al pie del
cerro Pan de Azúcar, y ya no era el Lucho, era un indio Tehuelche que acababa
de sucumbir ante la afilada espada de un soldado de la tropa de Julio Roca; a
medida que caía, veo nítidamente los resplandores de las hebillas de su uniforme
y los detalles entallados de las espuelas y sus botas. Brillan los dos soles en
las charreteras del teniente Liborio Bernal, que después comandaría la tercera
brigada. Miro hacia atrás y veo mis hermanos caídos y otros soldados que siguen
avanzando, les grito en mi lengua teushen:
¡En nuestra tierra nos quedamos! ¡Huanacos!
Y en un
segundo me acuerdo de 1872 y del ejército de 6000 lanceros combatientes del
cacique Calfucurá que los lanzó a la invasión grande a la provincia de Buenos
Aires. Juntó sus 1500 lanzas de escolta, a otras 1500 de Pincén, indios
argentinos de Neuquén y 1000 chilenos de Alvarito. Los ranqueles de Mariano
Rosas no fueron al mando de Namuncurá, y pelearon por su cuenta.
Pero, después de la rendición de los araucanos ante el
coronel chileno Gregorio Urrutia en Villarrica en 1883, el cacique Manuel
Namuncurá volvió a la Patagonia para entregarse al ejército argentino, sometiéndose
a las tropas del general Julio Roca el 5 de mayo de 1884. Los otros jefes
indios, Inacayal y Sayhueque, siguieron realizando ataques, hasta que, temiendo
la destrucción total de sus tribus, se rindieron en 1885.
Entonces todo volvió a lo que era: en lugar de los cuerpos de mis hermanos indios,
vuelven las caras de un público que nada más son que lobos hambrientos esperando
que les arrojen trozos de carne desgarrada. Escucho que desde arriba alguien
cuenta, uno, dos, tres!…miro y reconozco a mi bisabuelo, el papá de mi abuelo
negro, que sentado me hacía gestos para que me levantara y le diera un zurdazo
en la pera, igual al que él mismo le había puesto, ya pasados los ochenta años,
a un atrevido de menos de treinta, rompiéndole la quijada…cuatro, cinco!…y noto
que de esta forma voy a vengar a una parte de mis antepasados…seis,
siete!…entonces me doy cuenta que esos números eran dichos por el árbitro,
y que si llegaba hasta el ocho sin que me hubiera levantado, estaría todo
perdido.
Una vez
sobre mis pies, el árbitro me pide que levante los brazos, que me ponga en
guardia y dé dos pasos hacia él; me limpia los guantes, nos llama al centro y
reinicia el combate. El Puma se me encimó con toda la furia y hambre de quien
ya la tiene casi ganada, tirándome un cross que seguramente
terminaría su trabajo, pero un ágil reflejo -claramente para mí después de mi
revelación, Tehuelche- me hizo dar un
pequeño paso a la derecha desviándolo, y tirarle un jab, que en mi
zurdez es con la derecha, un cross de diestro que, tal como mi
bisabuelo esperaba, se frenó en lleno en la pera del Puma, llamándolo a la
siesta. El familiar gusto se repitió, con su componente rojo más presente que
nunca, en aquella que para el mundo fue una batalla épica y para mí la revancha
de mi pueblo.
El 21 de enero de 1879,
el diario “La Nación” publicó esta breve crónica: “Llegan los indios
prisioneros con sus familias a los cuales los trajeron caminando en su mayor
parte o en carros, la desesperación, el llanto no cesa, se les quita a las
madres sus hijos para en su presencia regalarlos a pesar de los gritos, los
alaridos y las súplicas que con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias.
En aquel marco humano los hombres indios se tapan la cara, otros miran
resignadamente al suelo, la madre aprieta contra el seno al hijo de sus
entrañas, el padre indio se cruza por delante para defender a su familia de los
avances de la civilización”.
Fin
Luciano
Barrionuevo, São Paulo, 27 de junio de 2013.
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