sábado, 29 de junho de 2013

Cortázar, el negro Dardo y la Muñeca Sánchez.



Cortázar, el negro Dardo y la Muñeca Sánchez.

Yo había ido al cine “Luz y Sombras”, en la avenida Vélez Sardfield, a ver Godart, con una noviecita, y ni ella ni yo habíamos entendido nada. Al darme vuelta, aburrido, vi que Cortázar estaba sentado justo atrás de mí. Hablamos, pero poco...la verdad es que me intimidaban sus ojos bovinos, tan separados, su mirada de niño cruel, sus facciones de muñeco. 

Nos volvimos a encontrar en el bar “La Paz”, en 1978, mientras yo lo esperaba al negro Dardo, y él garabateaba unos dibujos extraños en la servilleta, en forma de una rayuela. 
Hablamos unos diez minutos, y nos dimos cuenta que teníamos un par de amigos argentinos en común que vivían en São Paulo. Era un hombre de unos 65 años, cuando yo apenas había llegado a los 27. No tenía diploma universitario, pero a mí me parecía que lo sabía todo, un poco como el viejo Ismael Viñas, al que nada de lo humano le era ajeno; y hasta usaba unos anteojos de vidrio sin necesitar lentes, para parecer más el intelectual todavía, supongo. Más tarde, Aurora Bernárdez, su mujer, me contó que lo obligó a dejar de usarlos; no los necesitaba. 

Muñeca Sánches, mi prima, me cuenta que también se lo encontró una noche en París, en el cementerio.

––Era un un atardecer frío y me lo topé a Cortázar en el cementerio de París; o al abuelo de Cortázar, no sé. Debería tener por entonces unos 85 o 90 años. Si bien que te cuento que me pasó lo mismo que a aquel escritor peruano, Bryce Echenique, que creyó haber visto al padre o al abuelo de Cortázar, porque el argentino no representaba más de 28, y cuando por fin se lo presentaron pensó que no, que al que había visto antes era el hijo del escritor––

Bueno, en fin, el caso es que a Muñeca se le apareció entre las tumbas de Montparnasse un señor muy alto, que a cada cien metros de recorrido le parecía más y más alto; con una cara de chico perverso, metido en un largo sobretodo negro; y cuando Muñeca se topó con el viejito que, en pleno invierno, en un atardecer oscuro le hablaba en un diáfano castellano matizado por un lejano acento francés notó que, como contaba García Márquez del escritor argentino, el misterioso anciano también tenía unos ojos “muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo”. Pero Muñeca no tuvo tiempo de asustarse porque de pronto el viejito le mostró con una gran reverencia la tumba de Cortázar, y desapareció entre las sombras.

––Y, sí Javi–– me dice Muñeca ––por eso y por otras tantas cosas que cuentan que pasan en París es que cuando uno anda por la calle, en cualquier esquina se atraviesa el espejo de Alicia, y uno continúa hasta un café en Córdoba, donde nuevamente cruza el espejo, ¿el retrovisor, tal vez?, que te trae de vuelta al punto de partida––.

––Las historias verdaderas se nos mezclan con las de los escritores que nos habitan, y siguen su recorrido perfecto, rotundo, perplejo–– me dice, y yo pienso que tiene razón.

Pero me contaba también mi prima Muñeca que muchas de sus historias, como lo de la Maga, o lo del entierro del paraguas, es cierto que ocurrió, de verdad. 

––De vez en cuando insistía en que tenemos que ponerle poesía a la vida de la gente. Y escribía esa frase en un montón de papelitos que después los iba colocando en las puertas de las casas–– me dice mi prima, se levanta, paga el cafe y se va, dejándome pensativo.

Con el negro Dardo, o con Violeta, también nos encontrábamos por casualidad, siempre; podía ser en la avenida Paulista, o en el colectivo 60, entre el Tigre y la avenida Corrientes, o en la estación Jardim São Paulo del metrô. Lo mismo me ocurría con Cortázar, y entonces él me explicaba pacientemente que los surrealistas le daban mucha importancia a esos encuentros así, al azar.

Julito hablaba francés con un leve acento argentino, pero no pronunciaba bien las erres, ni en francés ni en castellano. Ya casi me había olvidado de él por completo, hasta que un día lo volví a encontrar en la Vila Mariana, en São Paulo. Fue muchos años después, en la librería de seu Xunqueira; pero tampoco fue la última: en mi cumpleaños de sesenta, yo estaba en otra librería, una de publicaciones usadas y raras, en el Boulevard Saint-Germain. Lo vi de lejos, y noté que estaba pasándole el dedo, de un modo excesivamente sensual, a un libro viejo que miraba muy de cerca, como quien observa el plato que se va a comer y lo saborea de antemano...o, perdónenme la comparación, como quien está de bruces en la cama, entre las piernas de la mujer amada y sabe que no hay ningún lugar ni momento mejor que ese en todo el universo.

Yo era muy joven entonces -en 1950, digo- y viajaba en el “Conte Biancamano”,  el mismo barco que lo llevaría a Julito a París por primera vez. Después conversamos un par de veces en lo de Mika Etchebéhère, y más tarde, durante la guerra de las Malvinas, nos volvimos a encontrar, al azar como siempre, y discutimos sobre los “contras” en Nicaragua.

A Julito Cortázar no me ló encontre nunca más, pero al negro Dardo y a Violeta sí, siempre de casualidad, al voleo, en El Rodeo de Córdoba, o en la avenida Santa Fe de Buenos Aires. 
Los cronopios y las famas nunca se le separan al negro Dardo, ni a Violeta, y cuando nos topamos por ahí, al azar, siempre se me pega alguno, y solo me doy cuenta al llegar a São Paulo y empezar a deshacer las valijas.

FIN
Lea un poco más en “Relatos de utopías y amores, de demonios y héroes de la Patria", J.Villanueva, S.P. 2006.


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