Julito, el Cortés, llega a Cuba y parte hacia Tenochtitlán
Mesoamérica,
abril de 1519.
Julito es alto, muy alto: 1,95m. Y esto, en una época
en que la mayoría de los hombres blancos, o por lo menos los españoles, no pasa
de 1,65 a
1,70m, es algo fuera de lo normal.
Julito parece un monstruo, o un dios. La mayoría de
los españoles y genoveses lo consideran un gentleman, por eso le dicen “el
cortés” desde que se enganchó como marinero en Cádiz. Los nativos, más altos y
fornidos que los marinos europeos, también lo tratan con respeto. Sus ojos
grandes y tan separados uno del otro; la barba, de un color miel, y su cara de
niño, asustan a los indios.
Algunos piensan que es un brujo. Además, se la pasa
el tiempo entero hablando de una Maga, una mujer que lo sedujo y lo dejó. Dicen
los pocos que lo conocen que fue en Paris que Julio y la Maga se habían
perdido, aparentemente de un modo definitivo y fatal. Fatal para Julio, que
pensaba que ella lo había abandonado, cuando en realidad tan solo se hubieran
desencontrado un par de veces y nunca más se volvieran a ver.
Julito la buscó durante veintiún días y ventidós
noches; porque fue en la nochebuena de 1518 que se perdieron, y ya en enero del
19 Julio embarcó rumbo a Cuba.
Desilusionado y triste, casi al borde de la
depresión, Julito el Cortés, se alistó en la expedición que - mal lo sabría él
después - en la primavera europea llegaría al reino fabuloso de Tenochtitlán.
Julito es muy alto y su mirada bovina, enmarcada por
una barba castaña, lo hace parecer una figura heroica ante los ojos de los
mexicas y toltecas. Indias e indios lo persiguen de día y de noche. Mujeres
cercanas al séquito de la que después sería conocida como la Malinche, no lo
dejan en paz. Le tienen miedo, lo respetan a Julito.
Antes, en los comienzos de la primavera cubana,
Hernán Cortés había zarpado desde Cuba con 11 navíos. A bordo estaban los 508
soldados y sus 16 caballos. Uno de los soldados era Julito. Julio, el Cortés
-así llamado por su elegante y fino trato, pero sobre todo por sus “erres”
afrancesadas- apenas conseguía ponerse la pechera de cuero, corta y rígida,
ajustada por un ancho cinturón que él atravesaba por el pecho a modo de
bandolera.
Las 20 esclavas que acompañaban a la que luego sería
la Malinche aún no habían sido llevadas de regalo al conquistador de
México; y mientras Hernan Cortés no
elegía a la que más tarde sería su mujer y le daría a América su primer
mestizo, Julito el Cortés ahogaba sus
penas por la pérdida de la Maga en los brazos de Cuaticlue, una morena linda y
dulce que lo entretenía, extasiada siempre con la barba de aquel gigante y su
cara de niño malvado.
Y cuando Cuaticlue se iba al río a bañarse, o salía a
juntar sus aguacates para Malinche, Julito el Cortés se olvidaba de la Maga, y
naufragaba feliz entre los senos morenos de Itzá, la hermana menor del
sacerdote Tenoch. La joven azteca era tataranieta de aquel otro Tenoch, el que
en 1325 había acompañado al Mago Colibrí – Huitzilopochtli - el feroz dios de
la guerra que condujo a los Aztecas desde los desiertos de Arizona y Chihuahua hasta el centro de Méjico; fue
allí que Tenoch, el tatarabuelo de la pequena Itzá, había visto el águila
devorando a una serpiente sobre un nopal, en una de las tantas islas de un gran
lago.
–Allí fundaron las Aztecas nuestra capital,
Tenochtitlán, sobre las islas y pantanos del lago – le cuenta orgullosa Itzá, y
se lo confirma Cuaticlue, cuando la pequeña se va, y Julito no tiene ni un minuto para acordarse
de sus morriñas por la Maga, porque en seguida la linda morena lo ahoga entre
sus piernas, y el triángulo oscuro del amor le ciega todas las nostalgias y el
dolor del abandono.
–Los Toltecas nos despreciaban – le cuenta Cuaticlue
cuando recupera el ritmo de la respiración y se tapa, pudorosa, con la piel de
jaguar en la que había estado recostada antes.
–Nos llamaban “el último pueblo en llegar”; o sino,
“todos los persiguieron”, o “nadie queria recibirlos”, y otros cien nombres
despectivos que servían para echarnos en cara a los aztecas lo que más nos
ofendía: que carecíamos de un rostro – dice Itzá que le había contado su
hermano Tenoch, y Julito lo anota todo en una especie de libretita que armó con
varios cueros finos, atados con tiento, y en el que él escribe con una
carbonilla que prepara quemando ramitas.
“Y la cara que no tenían, esa ausencia de rostro, fue
el contraste más notable con la cultura tolteca, el pueblo de Quetzalcóatl, el
dios que había desaparecido en una bruma de misterios”, escribe Julio el Cortés,
y agrega que los toltecas se consideraban a si mismos grandes artistas, y por
eso desdeñaban tanto a los advenidizos.
“El arte y la moralidad de los toltecas les dio de
préstamo, a los aztecas, el rostro que les faltaba”, escribe Julio en su
libreta tosca, mientras Coaticlue, la linda morena que había heredado su nombre
de la diosa de la tierra, madre de la Luna y las Estrellas, se desnuda
lentamente, y refriega sus muslos suaves y sus nalgas redondas en las piernas
largas y flacas de Julito, el Cortés. Y Julito larga su libreta y se olvida de
una vez por todas de la Maga, de su abandono inexplicable, de su dolor amargo y
latiente.
El mismo día en que Hernán Cortés - el que de a poco
se va perfilando como el gran conquistador - recibe el tributo de las 20
esclavas que le envía Moctezuma, el emperador miedoso, Julito sale de su
campamento e empieza a sumirse otra vez en la más profunda depresión.
Primero perdí a la Maga, piensa. Ahora me quitan a
Coaticlue y a Itzá...¿Qué más puedo perder? Piensa y fuma, mezclando las hojas
del tabaco, esa planta perfumada que no hay en España y que abunda en América,
con las semillas del cacau, que los nativos llaman chocolatl.
Pero, ¿quién es ese Hernán Cortez al que vengo
acompañando e estos últimos meses, se pregunta Julio?
¿Quién es ese hombre?
Los aztecas creían que vendría un gran dios por el
mar. Esperaban a Quetzalcóatl, el dios que había desaparecido, pero que
volvería un dia, siempre envuelto en una bruma de misterios; y cuando los
españoles llegaron, con sus carabelas que parecían grandes casas flotantes, con
sus caballos y sus armas que escupían rayos de fuego, ellos pensaron que eran
dioses. Por lo tanto, al principio Moctezuma, el emperador azteca - asustado y
refugiado apenas en sus superticiones y creencias religiosas - le ofreció
varios regalos a Hernán Cortés, pensando que así iría a calmar al dios
Quetzalcóatl.
Era común en la civilización de los aztecas el
sacrificio humano para celebrar a sus dioses, y aunque nos parezca bárbaro hoy,
esta actitud era común en la época, y mucha gente estaba feliz con los
sacrificios.
Pero entonces, los aztecas se dieron cuenta de los
intereses reales de los españoles y Moctezuma juró ante sus dioses no dejar a
los invasores con vida. Era demasiado tarde. Se produjo entonces una larga
batalla que duró días y noches, y Julito el Cortés presenció la muerte de
muchos de sus compañeros españoles y de centenas de nativos mexicas y toltecas.
Barcelona,
junio de 1936.
Santa es la primera película del cine sonoro de
México con un sonido perfectamente sincrónico a la imagen. Pero dicen que la primera fue "El Águila y el Nopal", de
1929, del director Miguel Contreras Torres; y la Maga, indecisa entre los dos
films mexicanos en cartelera, finalmente elige el más antiguo, y es allí, en el
cine anarcosindicalista que los obreros llamaban su pequeño Hollywood
proletario, que la Maga reencontró a Julito, y otra vez en circunstancias
increibles.
Continuará.
Javier
Villanueva, São Paulo, 31 de enero de 2014.
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