Mario Vargas Llosa habla de Flora Tristán y Gauguin
El XIX no fue sólo el siglo de la novela y los nacionalismos: fue también el de las utopías. Tuvo la culpa de ello la Gran Revolución de 1789: el cataclismo y las transformaciones sociales que acarreó convencieron tanto a sus partidarios como a sus adversarios, no sólo en Francia sino en el mundo entero, de que la historia podía ser modelada como una escultura, hasta alcanzar la perfección de una obra de arte. Con una condición: que la mente concibiera previamente un plan o modelo teórico al que luego la acción humana calzaría la realidad como una mano a un guante. Huellas de esta idea se pueden rastrear muy lejos, por lo menos hasta la Grecia clásica. En el Renacimiento ella cristalizó en obras tan importantes como Utopía, de Sir Thomas More, fundadora de un género que se prolonga hasta nuestros días. Pero nunca antes, ni después, como en el XIX, fue tan poderosa, ni sedujo a tanta gente, ni generó empresas intelectuales tan osadas, ni inflamó la imaginación y el idealismo (a veces la locura) de tantos pensadores, revolucionarios o ciudadanos comunes y corrientes, la convicción de que, teniendo las ideas adecuadas y poniendo a su servicio la abnegación y el coraje debidos, se podía bajar a la tierra el Paraíso y crear una sociedad sin contradicciones ni injusticias, en la que hombres y mujeres vivirían en paz y en orden, compartiendo los beneficios de aquellos tres principios del ideal revolucionario del 89 armoniosamente integrados: la libertad, la igualdad y la fraternidad. Todo el siglo XIX está constelado de utopías y utopistas, entre los que coexisten, junto a sectas entregadas al activismo violento semejantes a la formada por los discípulos de Noël Babeuf (1746-1797), pensadores notables, como Saint-Simon (1760- 1825) y Charles Fourier (1772-1837), empresarios audaces tipo el escocés Robert Owen, hombres de acción y aventura, entre los que descuella el anarquista ruso Mikhail Bakunin (1814-1876), soñadores más llamativos que profundos, tal Étienne Cabet (1788-1856), o delirantes del género Jules-Simon Ganneau (1806-1851), mesiánico fundador del Evadisme. El más importante de todos los utopistas decimonónicos, en términos históricos, fue sin duda Carlos Marx, cuya utopía "científica" absorbería buena parte de las que la precedieron y terminaría por cancelarlas a todas. A esta dinastía de grandes inconformes, objetores radicales de la sociedad en la que nacieron y fanáticamente persuadidos de que era posible reformarla de raíz para erradicar las injusticias y el sufrimiento e instaurar la felicidad humana, pertenece Flora Tristán (1803-1844), la temeraria y romántica justiciera que, primero en su vida difícil y asaeteada por la adversidad, luego en sus escritos y finalmente en la apasionada militancia política de sus dos últimos años de vida, trazaría una imagen de rebeldía, audacia, idealismo, ingenuidad, truculencia y aventura que justifica plenamente el elogio que hizo de ella el padre del surrealismo, André Breton: "Il n'est peut être pas de destinée féminine qui, au firmament de l'esprit, laisse un sillage aussi long et aussi lumineux." ("Acaso no haya destino femenino que deje, en el firmamento del espíritu, una semilla tan larga y luminosa.")
La palabra "femenino" es aquí imprescindible. No sólo porque, en el vasto elenco de forjadores de utopías sociales decimonónicas, Flora Tristán es la única mujer, sino, sobre todo, porque su voluntad de reconstruir enteramente la sociedad sobre bases nuevas nació de su indignación ante la discriminación y las servidumbres de que eran víctimas las mujeres de su tiempo y que ella experimentó como pocas en carne propia.
M.V. Llosa, 2003.
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