quinta-feira, 25 de junho de 2020

Mar del Plata, la Perla del Atlántico, 1959-1963.



                                                                                  



Mar del Plata, la Perla del Atlántico, 1959-1963.

           "El socialismo democrático, el socialismo de verdad, la obra de Bonzini, Lombardo  continuará.                  
           Por Lombardo, por Lombardo, marplatense votará".

Los acordes del jingle llegaban por la radio de la Estanciera del trabajo de papá, y Graciela y yo la repetíamos mientras él nos llevaba de la escuela al Barrio La Perla.
Habíamos llegado a Mar del Plata a fines del 58, después de un corto período en San Martín, Gran Buenos Aires.
Nos instalamos en un hermoso chalet de piedra y ladrillos, en una esquina de la calle XX de Septiembre, en el número 101, haciendo cruz con el monumental Hogar Unzué, donde poco después nos prepararíamos para la primera comunión.

La Hermana Ethel nos guiaba espiritualmente, lo que debe haber sido toda una ardua tarea evangelizadora, y no solo catequizadora ya que, yo por lo menos, seguía con la cabeza más en el Cisco Kid, el Llanero Solitario, RinTinTín, y siempre tomado el partido de los indios, y de mi nuevo ídolo, Patoruzú, el cacique de media Patagonia.
El barrio La Perla viene con los recuerdos inseparables de Mónica y Carlos Chavez, amigos y hermanos de nuestra primera infancia. Graciela ya había tenido una amiguita, mayor que nosotros, Raquel, de la que mi mamá se inspiró al llegar la otra hermana, una decada después, ya en Córdoba. Pero yo, no, yo era huraño y sin ningún amigo hasta llegar a Mar del Plata y conocer a los Chaves, y a Perlita, claro.
Mónica y Carlos, hijos de dos hermosos padres -él español con seguridad, de ella no me acuerdo-, eran trabajadores y llenos de humor. De los dos tipos de humor, digamos, ya que mientras la mamá era más alegre y divertida, el papá era más serio y a veces malhumorado. Pero bueno, yo era nieto de don Victoriano Unzaga, que solo se reía y conversaba durante horas conmigo, así que no me iba a andar preocupando mucho con esas cuestiones de humor.
Graciela jugaba con Mónica -todos los días, las 24 horas y a veces un poco más-, mientras Carlos y yo nos dedicábamos a la exploración de las terrazas de las casas vecinas que en la larga temporada de otoño e invierno estaban vacías y sin ningún tipo de protección contra los intrusos como nosotros, que saltábamos de los terrenos baldíos a los patios, subíamos a los techos y nos quedábamos horas conversando de quién sabe qué, debajo de los tanques de agua de las casas sin ocupantes.
Muchas veces el grupo femenino y el masculino se juntaba, en una época en que el bullying no era políticamente incorrecto y nuestra amiga Perla, - hija de un gordito simpático y rubicundo, plomero de profesión, del cuál ella había heredado las mejillas rojizas y los rulos en cantidades- era nuestra víctima preferida para las bromas más o menos pesadas.
La más famosa, inolvidable, fue la que planeamos durante días seguidos con Carlos, y que culminó con un pulpo en la cabeza de la pobre Perla, y por la que nos merecimos una bronca completa y retos en secuencia, primero de don Chaves, después de doña Chaves, más tarde de mi papá (en este caso, acompañada de un par de tirones de orejas y coscorrones, a mí, claro), y mi mamá, además de la bronca culminante del papá de Perla.
Santo remedio: nunca más cometimos el pecado del bullying, aunque el aquellas épocas primitivas poco y nada se supiera del tema. La pedagogía de la época lo resolvía todo bien rápido y, además, definitivamente.

La otra gran anécdota foi el día en que, después de horas de alegre tertulia y edificantes lecturas del Billiken y el Patoruzito, Carlos Chaves decidió invitarnos a Graciela y a mí a cenar esa misma noche en su casa, a pocos metros de la nuestra.
Nos bañamos y perfumamos, nos peinamos y vestimos la mejor ropa de fiesta y salimos, ante la mirada todavía desconfiada de mi mamá: - Están seguros que los invitaron y que los padres saben?.
Bueno, y nos fuimos nomás: era una época en la que los chicos de 9 y 7 años podían salir tranquilos y caminar al anochecer, sobre todo si iban cerca y a la casa de amigos.

Ocurre que, apenas pusimos pie en el jardín de la casa de los Chaves y empezamos a subir las escaleras que llevaban al hall, vimos por las amplias ventanas las siluetas de don Chaves y de Carlitos, uno -el mayor- dándole sistemáticas palmadas en el trasero al menor.
El tiempo pasó lento, pero Carlitos salió a la puerta y, con una lágrima todavía colgada de un ojo, nos mira y nos dice:
- Esteeeee, (era costumbre de mi amigo Carlos empezar casi todas sus frases con "esteeee", aparte de pedir permiso y dar las gracias cada diez minutos), bueno, chicos, vamos a dejar la cena para otro día? Mi papá está un poco nervioso hoy!. Pobre Carlitos, la cola le debía estar ardiendo todavía, pero tuvo la entereza suficiente para explicarnos con toda calma los motivos del cancelamiento irremediable.

Mónica era la dueña de la carita más ingenua y dulce de la que me acuerdo en toda mi vida. Mi papá solía decirle "Mónica, la santa", porque realmente su mirada era de estampita. Y de vez en cuando, para recordarles a ambas niñas que tenían que portarse siempre bien (conmigo ya estaba resignado), les decía que "una manzanita podrida contagia a las otras" y se reía con su risa ancha y contagiosa.
Años felices los de La Perla, Mónica, Carlos, los Chaves y la Perlita.
El Hogar Unzué quedó poco después para atrás, cuando a mi papá lo mandaron a un departamento en la calle Tucumán, esquina con San Martín, en pleno centro, y allá nos fuimos, a oler el perfume de los Havanna.
Luego llegó Alfredo, y nuestra historia siguió tejiéndose, entre helados Laponia y cafés y chocolates Águila.
Años dorados, los años 60.


JV. Catamarca, abril de 2024.


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