Un hombre distraído, audaz y bueno
Dos meses,
viejito. ¿Dos meses ya? ¿Sabés? cada vez que me acuerdo de vos, es de un modo
diferente; hoy, por ejemplo, me acordé de tus distracciones y despistes. ¿Te
acordás del día en que me encontraste comiéndome una caja de chocolatines
debajo de tu escritorio? Fue en tu oficina de Águila-Saint de San Martín, ¿te
acordás? ¿Y cuando Luli, Seba y Pablo se comieron una lata de helados de diez
litros y una caja entera de palitos Laponia, y después dieron un show de
vomitonas y pasaron una noche de reyes, sin salir del trono? ¡Já, já!...vos no
te dabas cuenta que la tentación de los chocolatines y helados era irresistible
para nosotros, que éramos chicos. ¿No fue la misma noche en que se desmayó
Raquel y vos diste un grito que casi nos mata a todos del corazón?
¿Ya pasaron dos
meses, papá? ¿Y aquel día en que viniste a Brasil y te metiste en una autopista
a contramano? ¿No fue en el mismo viaje en que paraste a un chico en la ruta,
en Paraná, cerca de Foz do Iguaçu, creo, y le dijiste “che, pibe, ¿cuánta gente
cabe en esa aerosilla?”, sin darte cuenta de dos detalles: que no se trataba de
sillas aéreas o funiculares, sino de aquellas pelotitas amarillas o naranjas
que se les ponen a los cables para poder verlos de lejos; ese era uno de los
detalles, porque te gustaba manejar sin anteojos, claro; el otro era el hecho
de que el chico de la ruta no te entendía nada, porque era brasileño, y vos le
hablabas rapidito en castellano -con tu tonadita, mezcla de catamarqueño y
cordobés que vivió en Mar del Plata, y en la Capital Federal, y en Concordia y
Mendoza, y ya no sabe con qué acento se expresa- pero eran todos de un
castellano muy del interior, y el pibe también era muy del campo, pero
brasileño. El pobre chico no te entendió nada, y todos en el auto nos moríamos de
risa, pero vos te fuiste feliz, porque siempre te comunicabas, y eras simpático
y entrador, aunque a veces no te entendieran nada.
¿Y eso no fue en
el mismo viaje en que te dieron una banderita en la ruta, de esas que dan acá
en Brasil cuando hacen un arreglo en el asfalto, para que los autos pasen uno a
uno por una sola mano- y vos te llevaste la bandera? ¡pensaste que era un
regalo! ¡no, viejito! ¡qué distraído que eras, che! la banderita tenías que
dársela al tipo que esperaba en la otra punta del camino, para que supiera que
podían seguir pasando los vehículos en el sentido contrario.
¡Já, já! ¿Y
aquella otra vez que llegaste al aeropuerto a dejarla a mamá y te habías
olvidado las llaves del baúl -y el baúl con las valijas adentro, cerrado- y
tuviste que volverte a mil por hora para no perder el avión?
Y me quedo
pensando que siempre estuviste presente en mi vida, con tus genialidades y tus
distracciones, con tu audacia y valentía, pareja con tus despistes. Y me
acuerdo del día de la llegada de Mar del Plata a Córdoba, en que mi afición por
diligencias y vaqueros me llevó a llamar un sulky para que nos llevara de la
estación de trenes hasta la calle Ovidio Lagos. Nunca voy a olvidarme de tu
cara de sorpresa, y la de los empleados de Águila-Saint cuando nos vieron
llegar, más parecidos a personajes de Bonanza o del Cisco Kid, que eran mi
mundo de sueños y fantasías por aquellos años. Siempre pienso y me pregunto: ¿qué
pensabas de mí, viejo? ¿Cómo me veías?
Eras tan
distraído, viejito, que a pesar de todo lo que me enseñaste, no te diste cuenta
de contarme que no eras inmortal; te olvidaste de decirme cómo se hace para
entender que somos “finitos” y que de infinito solo tenemos el recuerdo, la
“saudade” que nos queda para siempre.
Pero al final,
pensándolo mejor, me doy cuenta que la vida es así nomás, simple y complicada
al mismo tiempo; que el mensaje genético de la longevidad nos obliga a
comprender que somos eternos mientras duramos, universales aunque frágiles, inmortales
–como vos, viejito- porque nos entrelazamos, como las espirales del ADN, en las
vidas de nuestros antepasados.
JV, São Paulo, 7
de octubre de 2013.
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