quinta-feira, 20 de agosto de 2020

La piecita del sur.

 

La piecita del sur

Los golpes en la pared fueron casi imperceptibles al principio. Era más o menos las dos de la mañana, calcula Rodrigo, porque había entrado a la cama a la medianoche y se durmió profundamente después de hojear el libro de Amado Nervo que la tía Gringa guardaba hacía décadas, desde su adolescencia. "El día que me quieras tendrá más luz que junio; la noche que me quieras será de plenilunio, con notas de Beethoven vibrando en cada rayo sus inefables cosas, y habrá juntas más rosas que en todo el mes de mayo". Rodrigo no le dio importancia a los ruídos, y se durmió.

Era un domingo de fin de agosto de 1975 y Rodrigo trataba de descansar. Se había acostado en la piecita "del sur", - como le decían sus abuelos, la última a la derecha de quién mira de frente a la Cuesta del Portezuelo-, que era la más fría, y también la más aislada del resto de la vieja casona.

Una hora después, cuando los golpes en la pared se hicieron más fuertes y Rodrigo se despertó asustado, lo primero que le vino a la mente fue la vieja historia de los abuelos, que al principio del casamiento dormían en esa piecita, y una noche se despertaron, también por causa de ruidos; ruidos de cadenas que se arrastraban, contaba el abuelo; y cuando prendieron el farol, se estremecieron con el susto, porque el piso estaba manchado de sangre, con pisadas marcadas alrededor de la cama y saliendo por la puerta, que seguía trabada, sin que nadie la hubiera abierto. Nunca pudieron explicarlo, porque al abrir la puerta las pisadas sangrientas habían desaparecido del lado de afuera, como si quién las produjo se hubiera elevado por los aires, o hubiera desaparecido dentro de las paredes de la piecita.

Pero enseguida volvieron los golpes, cada vez más fuertes, y un escalofrío le corrió a Rodrigo por el espinazo.

Al día siguiente, a pesar de sus temores, Rodrigo pasó una noche tranquila. Y ya casi se había olvidado del incidente cuando, cuatro días después, a la hora tíbia y lenta de la siesta, recostado con una revista en la cara, y ya casi dormido, se sobresalta y despierta, con todos los pelos de la nuca erizados porque, aparte de los golpes, puede sentir que alguien se le ha sentado al borde de la cama, siente el peso y el calor de un cuerpo, y cuando se da vuelta, lo único que ve es una sombra rápida que desaparece en la esquina de la pequeña habitación.

Y dos días más tarde, a la hora de dormir, busca el libro de Amado Nervo, que había dejado con llave dentro de su valija, pero ya no está más allí, y va a agarrar la mochila, para ver si no se equivocó y lo dejó en  otro lugar, y otra vez la sombra pasa a su lado, y un viento zonda seco y caliente se levanta de repente, en pleno agosto, y entonces empieza a oír, como viniendo de dentro de la pared, a lo lejos, la voz grave y ronca de un hombre:

¡No!, no disparen! ¡No disparen, cobardes! Ya nos rendimos, ¡no disparen! ¡cobardes! —, y de pronto...silencio; paran los golpes y las voces en la pared. Rodrigo no sale de su espanto, pero se calma, se relaja de a poco, piensa que debe haber sido una pesadilla, la comida fuerte y sustanciosa de la tía Gringa, piensa, respira hondo para relajarse y se duerme.

Rodrigo sueña. El universo pulsa. Sueña Rodrigo que las paredes respiran. El aire se le escapa del cerebro que se convierte de pronto en un prisioneiro de una torre; está emparedado, preso entre muros que a veces se parecen a un cuerpo como el suyo, limitado, frágil e ilusorio. Sueña o se alucina: ve unas emanaciones magnéticas que reflejan la aurora boreal de sus miedos más profundos. Imagina monstruos con uniformes verde-oliva que se valen de bioluminescencias. Los fantasmas de su sueño no quieren tocarse ni tantearse, andan  espasmódicamente, porque no pasan de vanos reflejos en la superficie de una caverna. Y sueña Rodrigo con el hombre de la voz grave que surge de la pared, que le dice que acá es mi refugio, mi celda y mi tumba. Sueña – ¿o delira?- Rodrigo que la realidad clama, haciendo el perfecto contrapunto al ensueño que lo empuja hacia direcciones impredecibles. ¿Qué importa?, dice el hombre de la pared.  Nada importa, —Sí, sí, todo importa, le contesta Rodrigo en sueños. Y se despierta, mojado de transpiración, en pleno mes de agosto y temblando en el frío seco de los Valles Calchaquíes.

Yo estuve en la masacre de Capilla del Rosario, acá cerca. Fuimos asesinados dieciséis guerrilleros- escucha Rodrigo sin poder creerle a sus oídos. La voz gruesa y firme sale bajito, como viniendo de lejos, pero nítidamente de dentro de la pared de la piecita del sur. Es el muro que da al fondo de la casa, para los lados del gallinero. El abuelo de Rodrigo, don Victoriano, lo reforzó con una columna gruesa, de forma piramidal, y es la pared más ancha de toda la casa.

Se sienta en la cama Rodrigo, con las manos se agarra la cabeza, como si quisiera taparse los oídos, pero no, también quiere escuchar. El terror lo hace temblar, y llora despacito al escuchar la voz grave del hombre en la pared. Todos los pelos de la nuca se le levantan y parece que le dicen a Rodrigo que salga corriendo. Pero no, él quiere oír al hombre de la voz firme pero melancólica, gruesa y triste pero decidida, la voz de un valiente, de aquellos que son los más necesarios, los imprescindibles.

— Sí, sí, fue después de la operación fracasada del Ejército Revolucionario del Pueblo, en Catamarca. Queríamos tomar el Regimiento 17º pero nos descubrieron antes.

— Al mediodía de aquel 11 de agosto llegaron 60 soldados y un oficial, apoyados por cuatro aviones- dice la voz grave desde dentro de la pared, y Fernando se estremece de miedo, pero al final, la curiosidad vence al terror. — Resistimos en varios combates, pero finalmente fueron muertos todos los guerrilleros. Según los militares, nuestros combatientes murieron luchando. Pero no, nos defendimos hasta quedarnos sin municiones, y entonces decidimos rendirnos, pero fuimos golpeados por los soldados y enseguida fusilados. Soy el Negrito Antonio del Carmen Fernández—. Rodrigo tiembla como una hoja de papel; claro que conocía bien la historia de los hechos de la Capilla, ocurrida pocos días atrás; sabía que cuando fueron descubiertos, el mando del ERP había ordenado la retirada, y el grueso del grupo principal logró replegarse, aunque quedaron aislados, en distintos grupos, un total de 28 guerrilleros.

— El domingo 11, después una intensa búsqueda, fueron apresados nueve de nuestros guerrilleros. Otros se replegaron hacia Tucumán— retumba la voz del Negrito Antonio del Carmen Fernández desde dentro del muro, pero Rodrigo ya no se asusta tanto, se le pasa el miedo atroz del principio y escucha, y trata de entender.

Los 19 guerrilleros restantes acampamos cerca de la quebrada de los Walter, a 3 km de la Capilla del Rosario, en Piedra Blanca. Cinco compañeros salieron a traer alimentos, vigilar los movimientos de las tropas enemigas y conseguir vehículos para el repliegue, pero todos fuimos apresados. ¡Y fusilados! —. Levanta la voz el Negrito, y Fernando casi se desvanece de miedo, otra vez.

¿Y qué puedo hacer yo? ¿Por qué me contás todo esto, que yo ya sé, si medio país ya lo sabe?

— Quiero que le avises al Capitán Santiago. Que le cuentes lo que nos pasó. Que le digas que los militares los van a buscar a los montes de Tucumán, y que se viene un golpe, el peor de todos los que conocimos.

 

Cuatro días después, Fernando separó su escasa ropa en una mochila vieja y una hora más tarde estaba en la estación de colectivos de Catamarca. El viaje a San Miguel de Tucumán fue lento y lleno de cortes de ruta por el ejército y la policía federal. Pero no lo molestaron y llegó al anochecer al pueblo de Los Dulces, y en menos de media hora subía con dificultad los senderos que el Negrito le había explicado que debería seguir para encontralo al Capitán Santiago.

Los dos primeros impactos fueron en el hombro y antebrazo izquierdos. Fueron un poco más que raspones y no sintió mucho dolor. Con el brazo derecho se sostuvo entre las sombras, escondido atrás de un árbol grueso.

El tercer tiro fue en el pecho. Pero ni siquiera escuchó el disparo porque de repente se quedó sordo. Se encendieron las luces de dos reflectores, dejando esa parte del bosque de un blanco lechoso que no le permitía sentir el dolor ni pensar en otra cosa.

Se dejó deslizar hacia abajo y por detrás del tronco, y fue entonces que empezó el viaje:

— Eso es lo que escribí mañana por la mañana, pensaba Rodrigo. Sí, eso fue así mismo, porque ya lo había pensado varias veces el próximo año. Y se acordó de Johnny, el personaje de Cortázar en "El Perseguidor", el que tocaba el saxo: — Ya toqué eso mañana, repetía Johnny, y decía que había descubierto algo que él -Rodrigo, ahora en medio del tiroteo en la selva tucumana-, ya sabía. Mucho antes que Cortázar, ya sabía Rodrigo que el tiempo es elástico y arrugado; el tiempo tiene una cuarta dimensión con pliegues, y a veces el pasado se une en una curva con el futuro, y así es que ocurren cambios que pueden ser fatales.

Y mientras Rodrigo caía y las luces se acercaban a él, y ya podía escuchar las botas rompiendo las ramas secas a menos de cien metros de distancia, vio a la tía Gringa dando de comer a las gallinas y después la vio cebando un mate dulce, y ofreciéndole pan casero, y finalmente llegaron las botas y sintió el escalofrío de la punta de una pistola apretando su sien, y un estallido que desparramó sus ideas y recuerdos por el bosque frío, y sus sueños se esparcieron entre los árboles, su imaginación sembró las hojas amarillas y los hongos, y sus mejores deseos de paz y amor se convirtieron en polvo de estrellas que cubrían la hierba, y sus fantasías lo devolvieron a Roberta, su amor inconcluso, su sueño recurrente.

Los uniformes y las botas se fueron, pero antes de eso hubo una voz marcial que mandó cavar un hoyo y ordenó dejar el cuerpo ahí mismo, que nada más que eso se merece ese rojo de mierda.

Fin

Hugo Irurzún el Capitán Santiago— al que Rodrigo nunca pudo encontrar, y que había comandado el frustrado ataque en Catamarca, continuó la lucha contra el ejército en los montes tucumanos. En julio de 1979, después de luchar en las filas del Sandinismo contra la ditadura de Somoza, entra a Managua cuando el FSLN toma el poder en Nicaragua. En 1980 dirige el ataque en Paraguay que acaba con Somoza. Enseguida es detenido y desaparece.

 

J.V. Piedra Blanca de Fray Mamerto Esquiú. Agosto de 1993


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