quinta-feira, 23 de junho de 2011

El día en que el Malo lo visitó a Victoriano


Siento que la enfermera me pone el termómetro debajo del brazo; es una sensación suave y casi desconocida, porque es la primera vez en un largo tiempo -¿semanas, meses?- en que puedo estar seguro de haber sentido un roce firme en la piel. Pienso en moverme, pero ni siquiera hago el intento. Me canso, el esfuerzo mental debe haber sido más grande de lo que me imaginé; sigo en coma, me adormezco otra vez:


“––Al abuelo Victoriano le gustaban los cuentos de almas en pena, historias de espantos y de duendes–– me dice mi primo, bajito, casi al oído, después de un buen tiempo de haber terminado su relato de los mapuches y los bravos españoles que luchaban contra Lautaro. Mis hermanas ya habían salido, y parecía que Raúl me hablaba directo al subconsciente, como queriendo sacar algo de mis memorias profundas. Después Raúl salió también, y el viejo se movió un poco en su hamaca de mimbre en el rincón del cuarto del sanatorio, y entonces me di cuenta que había estado todo el tiempo allí, armando su chala con semillas de anís, muy despacio, esperando que llegara la hora de la oración para irse a buscarla a Eufemia a San Antonio. Y empezó a contarme:

––Una noche el diablo vino a mi casa– me largó de pronto, sin aviso previo y calculando el impacto, mirándome con sus ojos de viejo pícaro, mi abuelo Victoriano. El atardecer era la hora ideal para cuentos de espantos, y al viejo el tema del diablo le encantaba.

––No recuerdo bien el año, 35 ó 36; creo que el diablo vino a las Chacras durante un otoño frío de tiritar, después de un verano largo, seco y caluroso, con un viento ardiente y sofocante. Durante esa primera visita de Mandinga sólo me limité a abrirle la puerta, hacerlo pasar hasta la galería, y tratar de cumplir con lo que me él me pedía, o mejor dicho, lo que me exigía su alma en pena: nunca jamás debería hablarle–– agregó con voz misteriosa el viejo. ––Tal vez ese haya sido un gran error mío con el que me jugaría la suerte más tarde. Pero, ¡la yeta puta! ¡Si no era cosa que algo me saliera bien, carajo!
––Me acuerdo clarísimo de aquel encuentro: no me puedo olvidar de cómo los gallos y los pájaros cantaban, como enloquecidos, y revoloteaban en las quintas de los vecinos, cómo cacareaban las gallinas, y ladraban los perros, y el repicar de las campanas de la capilla de San Antonio. Las ramas de los árboles crujían con violencia, agitadas al viento, y tuve la impresión de que aquella visita iba a cambiarnos las vidas a Eufemia y a mí para siempre.

El único equipaje del diablo era una bolsa de las compras y un librito viejo que cargaba en la mano. ––Pero no me animé a preguntarle de dónde venía ni hacia dónde iría después; no podía hablarle, pero durante esa noche las horas pasaron tan rápido que, recién terminaba de servirle un mate cocido y unos bizcochos de grasa, allá en el galpón, cuando sonaron los redobles de las seis en el campanario de San Antonio––.

––Después de una larga semana conviviendo a la fuerza con el Mandinga, a veces yo esperaba que el Malo saliera de la finca un rato, y en seguida me iba corriendo hasta su pieza a hurgarle entre las cosas. Fue así que tuve la sorpresa de ver que, aunque había llegado a las Chacras sin equipaje, el Diablo se cambiaba de ropa todos los días. Sus pantalones, alpargatas y camisas eran siempre diferentes, tanto las que se ponía a diario, como las que le encontraba cada vez que le revolvía sus cosas, de distintos colores y tamaños, muchos tipos de botines y ropas, todos los que te podás imaginar–– me asustaba Victoriano con una voz que resonaba cada vez más gruesa y lenta.

––Así es que un buen día decidí tenderle una trampa al Diablo, para tratar de sacarle la máscara, para saber a qué se dedicaba y por qué no hablaba, adonde se iba cuando salía, o qué carajo hacía en todos esos misteriosos paseos, en los que nadie más lo veía. Pero a él se le volvió una especie de juego la trampa que quise armarle. El Malo tenía los pensamientos y la mente más cínicos, perpicaces e inquisitivos, y las actitudes más sagaces que yo hubiese conocido hasta entonces. Mi astucia campesina no me sirvió de nada, al contrario, me enredó cada vez más en mi propio juego; a tal punto que creo que llegué a pensar que él ya se lo traía todo planeado desde su aparición–– prosigue el cuento. ––Aún a sabiendas de esto decidí jugármela a fondo, porque, al final de cuentas, ¿qué podría perder, no?–– me mira mi abuelo, como desafiante, y a la vez orgulloso de su historia.

––Me senté en el sillón de mimbre de la galería a esperarlo al Mandinga. Tomé unos mates y armé dos chalas, mientras contaba las horas, cada minuto y cada segundo, porque de un momento al otro, el colectivo de La Falda iba a pararse, y él entraría por el portón. Cuando ya estaba muy oscuro, como no llegaba, y el otoño de Catamarca es muy frío, fui al salón y me senté en la hamaca, tapado hasta la nariz con una colcha gruesa de alpaca–– prende el cigarro de anís, le da unas pitadas y tose.

––Me fue viniendo el sueño y cerré los ojos, pero pocos minutos después escuché el chirrido agudo de los frenos del colectivo y seguí los pasos de las alpargatas arrastradas del Mandinga pasando la tipa, por debajo de la santa rita, y cuando rozó la hamaca en la galería. Luego percibí la llave que iba girando en la cerradura de la puerta verde del salón. Abrí despacio los ojos y observé la manera lenta de las dos vueltas de la llave. Ví la hoja pesada de algarrobo, que al abrirse dejaba filtrar un rayo de luna reflejándose en las baldosas de cerámica, y se vino el Malo cruzando el salón, derecho hacia mi reposera. Me quedé muy quieto, casi sin respirar. El diablo se me acercó y de entre sus ropas lujosas sacó lo que yo pensé que era un fierro, y recé por mi suerte–– prosigue Victoriano.

––El Malo dejó entonces alguna cosa al lado de la reposera, al costado, y arrimó un banco para sentarse bien adelante mío. Me miró derecho a los ojos, como si estuviéramos en un juego de chinchón o de truco. Yo no quería hacer el primer movimiento, y pensaba que algún otro, más churo que yo, en mi lugar ya se le hubiera tirado encima, pero no, yo no, ese no era mi estilo. Preferí esperarlo, alerta, listo con el facón por debajo de la colcha, para defenderme, por si acaso el Mandinga me atacara–– cuenta mi abuelo.

––De pronto el condenado hizo un movimiento corto pero muy ligero en mi dirección, como si fuera a arrancarme la colcha de un manotazo; y ahí mismo le vi las garras, las manos enormes y peludas, y debo haber dado un grito ¡carajo!, porque él soltó una carcajada. Es que yo, sin querer, había roto mi promesa, ya no podría continuar el juego peligroso y fatal con Satanás–– terminaba su relato mi abuelo, mientras yo me moría de miedo.

––Me levanté muy despacio y le devolví su pago al diablo: eran trece billetes nuevitos, recién salidos del banco, de mil pesos cada uno; trece “fragatas” que el demonio había colocado a mi costado, al lado de la hamaca reposera. No sé si fue un castigo divino o si lo soñé; sólo sé que esa noche el diablo visitó mi casa, y yo creo que para no irse más, porque de vez en cuando escucho, allá al fondo de la quinta, entre las higueras, la misma carcajada irónica, cínica y amenazadora; y siento el hedor del azufre que marca el paso y las huellas del Mandinga––. Hasta el día de hoy recuerdo la cara seria en contraste con la mirada pícara del viejo. Mi abuelo Victoriano enrolla el chala, pasándole la lengua lentamente por el borde, y prende el fósforo en la suela de la alpargata seca, antes de irse, despacito, hacia los cañizos, y las chapas de zinc donde se secan y se tuestan al sol las pasas de higos, un poco antes de llegar a los tunales del fondo de la quinta”.

capítulo treinta y cuatro

Al final de la lectura de la página 129 del quinto cuaderno “Laprida” me salteo casi dos carillas enteras; tengo que reconocer que lo de los diablos me dejó medio confuso y hasta diría que un poco atontado. Quisiera poder salir del aturdimiento con algo más concreto y real. Me saco los lentes de cerca, me refriego los ojos; estoy cansado pero prefiero leer sin anteojos:

BsAs, 20 de junio de 1973.
“Ezeiza: debido al luctuoso saldo de los disturbios, el ejército dispuso un acuartelamiento parcial de sus efectivos hoy. Incidentes muy graves ocurrieron cerca del palco dónde se esperaba que llegara Perón. Los desórdenes fueron vistos por nuestros informantes desde ese lugar.

“Decidióse no bajar en Ezeiza. Enfrentamientos entre grupos antagónicos. La repercusión en el exterior”. (La Vanguardia, La Plata, 20/6/1973): “El panorama argentino es hoy una mezcla de esperanza y confusión. Grupos de tendencias opuestas del propio movimiento justicialista han desencadenado una oleada de ocupaciones de establecimientos públicos: los derechistas invocan la necesidad de proteger a las instituciones de los marxistas, y los izquierdistas exigen la sustitución de los responsables de esos establecimientos. La guerrilla de la izquierda no peronista se ha convertido ya en el juez más severo del nuevo gobierno. Los secuestros no cesan.” (La Razón 20/6/1973)

“Luctuoso saldo de los disturbios. Un acuartelamiento parcial dispúsose. Incidentes graves cerca del palco. Los desórdenes vistos desde ese lugar. Una exhortación de Leonardo Favio: “Les pido a los integrantes de uno y otro bando que tengan compasión y una cuota de humanidad para con los prisioneros. Que tengan asistencia médica, creo que la vida humana tiene que ser respetada sin tener en cuenta las ideologías. Estos hechos podrían haberse evitado si no tuviéramos un inconsciente como ministro del interior.”(La Nación 21/6/1973)

“Hubo muertos, heridos y confusión. Tiroteos aislados causan muchas víctimas. Cámpora dirigió un mensaje desde Morón: “...les pido disculpas por las molestias, pero debemos tener, en definitiva, una inmensa alegría: el general Perón ha puesto nuevamente sus pies en el suelo patrio, y ya en forma definitiva, para conducir a este país y hacer una Argentina Liberada.” (La Prensa 21/6/1973)

Leia mais em: "Crónicas de Utopías y Amores, de Héroes y Demonios de la Patria" (J.V. Córdoba, 2006)

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