Allá lejos y hace tiempo, en los primeros días de un otoño indefinido en São Paulo -trópico caliente y frío, seco y lluvioso, si los hay variables en los varios Brasiles que conozco- la Internet me impidió de vender mi alma en remate.
Ellos, el Dueño, o los Dueños de Internet, no me conocen todavía; no saben quién soy yo: cuando se me pone en la cabeza que quiero vender algo, mi alma por ejemplo, sea en remate abierto, universal y democrático, o en licitación cerrada y corruptible, siempre lo logro.
No es la primera vez que la vendo o la alquilo a terceros; sea con usufructo por tiempo limitado, a través de licencia de uso, leasing o franquicia, o con claúsula de reversión o retorno; ya la he puesto en el mercado un par de decenas de veces.
Pero ahora el Gran Hermano de la Internet se niega a que sortee mi alma, o que la ponga a remate en la red mundial de computadoras. Es un desafío; como dice mi mujer que le contaba un alumnito: si me prohiben algo, yo tengo que hacerlo...y lo hago!
Por todo esto, está dicho y consagrado, decidido y consumado: voy a vender mi alma al diablo. Tengo 55 años y, si el mundo sigue girando tan rápido como en la última década, en los próximos once otoños estaré al borde de completar dos tercios del código de satanás: ¡66!
Y ¿quién me garantiza entonces que el demonio no se apropie de mi alma sin darme la oportunidad de haberla negociado una vez más?
Queda dicho y repetido hasta mi hartazgo o el de mis oyentes y/o lectores: el diablo puede pasar a tomar lo que es suyo, siempre y cuando me deposite la cantidad que le comuniqué, hasta las dos y media de la tarde del 25 de abril de 2006.
Y advierto que esto no es un cuento ni una crónica; ni es un gancho para llamar la atención de la próxima novela que voy a lanzar el mes que viene en la feria del libro de Buenos Aires.
Es la más pura verdad.
J.V. Marzo de 2006, BsAires.
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