quinta-feira, 9 de junho de 2011

Las aventuras y desventuras de Joaquín Murieta




El abuelo Victoriano me contaba de vez en cuando algunas historias insólitas; y yo pensaba que se trataba de sus propias aventuras; algo así como ocurre ahora con mis cuentos "basados en hechos reales", como dicen mis hijos, incrédulos, cuando se los relato. Muchos años después, hablando con el tío Pibe y el otro abuelo, don Samuel, supe que no, que eran historias verdaderas, aunque a veces suenen a pura leyenda. Como la del hombre que parece que inspiró las historias de El Zorro.


La de Joaquín Murieta también parece casi un cuento, de tan legendaria y popular. Y es que se trata de la audacia y la dignidad de aquellos despojados de su trabajo, del suelo en el que habitan, y de todos sus derechos.


Algunos se lo imaginan a Murieta como chileno, "un honrado mozo natural de Quillota". Otros lo quieren pintar como a un mejicano de Sonora. Es que sus huellas se pierden como el agua en la arena, casi en el momento de su propio parto. Pero de algo sí estamos seguros: era latinoamericano y un rebelde.
Cuando la California dejó de pertenecer a la corona española, pasó a ser por derecho, mejicana. Pero como ya era rica y extensa, fue anexada por los Estados Unidos en 1848, bajo el garrote de la Doctrina Monroe. Luego seguirían las anexiones de Texas, Sonora, Nuevo México y un pedazo de Arizona. Así fue que el antiguo Méjico -o México- perdió 55% de su territorio original.


Ese mismo año, 1848, se descubre la primera pepita de oro en Yerbas Buenas, territorio de Los Angeles. La noticia se desparrama por toda América, llega a Chile y desde los puertos salen barcos con centenas de los mismos ilusionados de siempre, aventureros más o menos inocentes, pícaros y bandidos, eternamente atrás de los frutos aparentemente fáciles de unas minas casi vírgenes. En California pronto la xenofobia y el racismo en contra del inmigrante latino se fueron convirtiendo en persecución y muerte. Muchos de ellos se volcarán decididamente al bandolerismo, entre los más conocidos estaba nuestro héroe, Joaquín Murieta.
Desde 1848 en adelante, parten miles de inmigrantes hacia California llamados por la fiebre del oro. Los "lavaderos" del metal son trabajados por chilenos, peruanos y mexicanos, sobre todo. Los yanquis ven que algunas de las mejores vetas son explotadas por los “greasers”, como llamaban a los latinos antes de darle el todavía más despectivo mote de "cucarachas".


La persecución legal e ilegal no tarda en aparecer. El Gobernador Militar de California, general Persifor Smith, acusa duramente a los extranjeros y anuncia su expulsión. La violencia de los mineros y comerciantes norteamericanos se lanza sobre los campamentos de los latinos.


En el centro y norte de California, a los mineros perseguidos -peor que cuando los Reyes Católicos expulsaban a los judíos que no querían convertirse al cristianismo, allá por 1492- les daban tres horas para que se fueran sin llevarse nada: ni las miserables pertenencias ni sus aperos; entonces muchos se esconden en San Francisco y van hacia las minas del sur. Luego les imponen una tasa de veinte dólares mensuales por lavar oro, y los persiguen con otras formas de hostigamiento.


Murieta, según dicen, tuvo su hermano asesinado, le incendiaron la casa y su mujer fue violada, logrando él escaparse y después sobrevivir a duras penas. Las rigurosas leyes del más fuerte aumentan la xenofobia y las acusaciones infundadas de robo o asalto contra los latinos. Los juicios son sumarísimos e ilegales, y en cualquier saloon se forma un sospechoso “jury” que condena en el acto al acusado a la pena de azotes o directamente a la horca.

El caso de Murieta es parecido: había llegado a San Francisco para juntarse a su hermano Carlos y su nombre y su vida habrían seguido en el anonimato si la espantosa afrenta que le hicieron no hubiera torcido su destino. Estaba un día con un grupo de otros chilenos trabajando en el lavadero que habían descubierto, cuando repentinamente llegaron los "reguladores" con sus rifles, y sin vacilar robaron a los mineros, y dieron muerte a los que no pudiron huir. Impotente, Murieta vió el asesinato de su hermano y el de su esposa, cayó con graves heridas y se salvó tan sólo porque lo dieron por muerto.


Aquel horror lo transformó de un día para el otro: de "honrado mozo" pasa a ser el hombre que aparece de pronto en los caminos encabezando la banda de asaltantes más numerosa y sanguinaria que registra la historia del Golden State. Una caballería de trescientos chilenos y mejicanos, lo seguía como a un condotiero.


Es la época en que miles de latinos dejan California, mientras los que aguantan quedarse tienen que asumir el trabajo más duro en la explotación de los "lavaderos" marginales, siempre perseguidos. Y muchos se vuelcan al bandolerismo como reacción a la injusticia. Aparecen bandas como la famosa Guadalajara o la de Mariposa, la de Narrato Ponce, la del bandido Leiva o la de Tiburcio Vásquez. Entre ellas la de los Joaquines: Carrillo, Valenzuela, Ocomorenia, Botellellir y la del legendario Joaquín Murieta junto a “Juan Tresdedos”.
Desde las minas, el bandolerismo baja al valle, y de allí se desparrama hacia los caminos. Primero es el cuatrerismo -como se le llama al robo de ganado- en la etapa inicial, y los rancheros californianos son asolados en 1851. Luego caen sobre los arreos de vacas, se extienden al robo de caballos, y al asalto a ranchos y a diligencias. El gobierno impone la pena de muerte al bandolero: quién sea sorprendido será ejecutado en el acto. Los bandidos se juegan la vida: no pueden caer vivos en manos de los “galgos”.


De pronto, sin que se sepa bien cómo, todas las acciones armadas de los bandoleros empiezan a ser atribuidas a Joaquín Murieta, el más audaz de toda California; y así se va tejiendo su leyenda y su cabeza pasa a valer 1.000 dólares, vivo o muerto.


Contaba Victoriano Unzaga que los gobernadores de California contrataron a Harry Love, un hampón veterano, para que formase una compañía de “Rangers” que, en tres meses de plazo, le diera caza a Murieta. En mayo de 1853 sale la cabalgata, mientras los rastros de Joaquín Murieta desaparecen y se borran como la arena en el viento. Días antes de vencerse el plazo, caen sobre un grupo cualquiera de mexicanos -no el de Murieta- que descansan junto a una fogata, y mientras algunos de ellos logran escapar, dos mueren. A uno de los muertos lo decapitan como prueba de que Joaquín está terminado. Un cartel llama a la exhibición como trofeo de un bandido del cual no tienen ni siquiera la certeza del apellido.
 
Leia mais em "De Utopías y Amores, de Héroes y Demonios de la Patria" (JV, 2006)

Um comentário:

  1. El sheriff estaba colocando en la muralla de un burdel local el dibujo tosco de un tal Joaquín Quintanilla, de ojos torvos y piel manchada, unas mejillas que nadie había afeitado en varias jornadas, un bandido por el que se ofrecía una opípara recompensa. Apenas había finiquitado el policía sus labores cuando, dándose vuelta, ¿a quién encontró escrutando ese dibujo por encima de su hombro? Un foráneo alto,moreno y sarcástico que en nada se parecía al bosquejo que adornaba el burdel. Después de examinar aquella semblanza, había preguntado, en castellano, si algún vecino entre aquel gentío no tendría, por piedad, un pedazo de carbón. Un pequeño accedió a su amable petición, recibiendo como recompensa una moneda de cinco centavos, y enseguida el hombre, el mismo Murieta, pero quizás otro Joaquín –¿o sería al revés?– enmendó el afiche que gritaba WANTED, incrementando el bigote encima de esos labios y agregando pelos más traviesos en la barba. (El retrato esquivo de Joaquín Murieta, por Ariel Dorfman)

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