terça-feira, 6 de dezembro de 2011

El loquito

satanandsundaes:

One of my new favorites. ‘El Loco’ Picasso, 1904, Blue Period
Picasso Museum, Barcelona, Spain
El Loquito


No sé por qué extraña relación de un pensamiento que lleva a otros, o quizás porque los sueños y los recuerdos surgen sin hilación, de repente me vino a la cabeza "el Loquito"; es el personaje de un cuento, inspirado en otro, de Pilar Aguarón, la poetisa española que contó las penas de su "Loquita" original. 
Consuelo, la de Pilar, deambula por las calles, alienada por un amor no correspondido; y a mí se me ocurrió que habría una causa simétrica, paralela y desconocida por la "Loquita" de Pilar, y que podría verse en el espejo de un personaje masculino: "el Loquito".

El enfermero de la tarde llega para cambiarme las sábanas y me interrumpe los recuerdos, pero la imagen de "la Loquita" y "el Loquito" son más fuertes, y enseguida retomo el hilo del pensamiento:

Cuando llegó a la esquina no podía creerlo, ¡Era ella! Durante nueve semanas seguidas había caminado sin rumbo, desde su casa en San Isidro, siguiendo a lo largo de las alamedas, repletas de hojas secas, soleadas glorietas, rebosantes de santarritas en flor; pero él ni las había mirado; sólo las recordaba después de cada viaje cansador y deprimente de vuelta a casa. 
Se acordaba con precisión del ruido de las hojas secas de los plátanos, crujiendo bajo los zapatos hacia el final del invierno; pero se le borraban las imágenes de las flores brillantes de las enredaderas, a mediados de septiembre, cuando el calor empieza a anunciar la primavera.

La vio y casi no pudo reconocerla; flaca y descarnada, como en el tango, la vio llegar como el enamorado que ve a la antigua amante salir del cabaret y casi no la reconoce. Le habían dicho que Consuelito parecía una loca en sus paseos afligidos, con su andar apresurado y la mirada perdida; él la buscaba hacía cuatro años desde que ella, una niña casi, veinticinco abrilesrecién cumplidos, lo había dejado. 
Mejor dicho, el último día en que la vio, ella le contó cómo se había enamorado locamente de su profesor de literatura en el último año del secundario y que después, mucho después, lo había visto pasar por la vereda de Callao; en aquella época ella estudiaba en la universidad de Buenos Aires, y se encontraban en Córdoba cada tres semanas, lo que le costaba algunos mangos, y un par de noches mal dormidas en los micros de la Chevalier.

El corazón se le había saltado del pecho, le reconoció Consuelo; “no puedo serte infiel ni con el pensamiento”, le juró; “no quiero herirte pensando en él mientras corro a encontrarte. Por eso, no voy a volver más a verte”, le dijo, dos días después del fatídico encuentro con el viejo profesor. 
Sí, porque el otro era un hombre de cincuenta y seis años, y a él le parecía que Consuelito no se merecía un viejo. Pero ella no dejó de pensar en el profesor; y él se fue una tarde, se alejó callado; no la llamó más por teléfono, ni le dejó tampoco ningún mensaje y se fue triste, sin despedirse; la dejó, resentido y muerto de celos; ella no lo quería más.

Y ahora la ve llegar; durante semanas la buscó. Cada mañana, en vez de escribir abúlicos trechos de su vieja novela inacabada, se bañaba y se arreglaba lo mejor que podía. Se ajustaba el nudo de la corbata roja y alisaba las solapas del saco azul marino; estiraba con la punta del pulgar y el índice la raya arrugada del pantalón gris. 
Le pasaba pomada negra a los mocasines, y salía al paso rápido, como un novio que no quiere perder la hora del registro civil, como un tonto que se olvidó del profesor de literatura, un imbécil que borró de su memoria los ojos enamorados de Consuelito al contarle que se había reencontrado con su viejo maestro, y que habían tenido una tarde de amor y de locura en un hotelucho de Caballito.

Un arrebato de lucidez le devuelve la cordura cuando tocan las campanas del mediodía y se da cuenta de que ella no viene, que no vendrá más; pero el dolor es enorme, desgarra el alma pensar que la perdió para siempre, que a esta hora estará con su profesor, quién sabe, hasta leyendo la novela que tal vez él sí haya terminado de escribir. Se va, y se promete que va a enterrar ése fantasma y empezar una nueva vida.

Pero no, ¡pobre loquito! Nunca logró enterrar el fantasma de Consuelito; y de a poco se fue volviendo más taciturno y hosco. 
Pasados los años, algunos ya le decían "El Loco", unos pocos lo llamaban "Sebastián el Loquito", como el del cuadro azul de Picasso, porque era alto y flaco como él.

La mayoría de la gente del pueblo, sin embargo, sabía que era inteligente y ardiloso, aunque a veces resbalaba hacia un delirio momentáneo, desesperándose por su suerte y maldiciendo al mundo que lo había parido. Pero, eso sí, loquito o no, nunca dejó de decir y contar la verdad. La pura verdad.

En sus ataques de insanidad le arrojaba las verdades más duras a la cara de quién quiera que se le cruzara. Y así fue con Jorge Salas, mi amigo que, impávido, le oyó cantarle cuatro verdades bien plantadas y se las tuvo que aguantar callado: que nunca había aceptado la “culpa” de seguir vivo mientras decenas de sus compañeros habían caído, muertos o prisioneros; le dijo que jamás asumió que el exilio le dolía, y mucho; y que lo disfrazó de “emigración”, para sufrir menos; le gritó que nunca había conocido el amor hasta construirlo él mismo, haciéndolo con las propias manos, de abajo hacia arriba, como se hace una estatua; y tuvo que oírle decir que siempre despotricó contra el destino de ser padre, pero que en el fondo, como ocurre con la patria y según decía el poeta, los hijos también son “un dolor que nos gusta”, y a Jorge le gustaba, pero no lo admitía.

El “Loquito” le tiró en la jeta estas y otras verdades, que eran poco menos que las columnas de la personalidad, la historia y el alma misma de Joege Salas. Y Joege pensó, repensó, tragándose la rabia y el orgullo; y al final, pasados los años, admitó que había aprendido bastante esa tarde, cuando Seba, el "Loquito" había llegado, acompañado por su padre, un pobre viejo, siempre muerto de miedo y de vergüenza. 
Más que miedo, lo que el viejo sentía era terror de una reacción inesperada, o incluso violenta, pero siempre desagradable e inconveniente de parte de su hijo. Vergüenza, pobrecito el viejo, porque su hijo el “Loquito” siempre lo humillaba con su manía de decir verdades innecesarias.

Pero Jorge Salas ni se preocupó esa vez con el viejo, pobre viejo, padre del loco flaco y alto, que sólo decía sinceridades y que le había largado a él todo lo que nadie nunca había acertado a decirle. Y mientras el viejito miraba avergonzado al piso, muerto de miedo y de falso pudor, Jorge reflexionaba sobre las cuatro veracidades que el flaco, loco y alto le había expuesto tan crudamente como su insanidad le permitía.

Javier Villanueva, São Paulo, 2001.

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