sábado, 30 de junho de 2012

El Fantasma y el caserón



Cuando Raúl Sánchez logró juntar la fabulosa suma de ciento cuarenta y dos mil pesos en su cuenta corriente del banco Israelita de Santa Fe, su alegría no le cabía dentro del pecho.
Raúl había soñado despierto y pensado mientras dormía durante muchas noches, por más de dos años y medio sin parar, en el fantástico castillo que quedaba enfrente al Parque de la Suerte. 
En realidad no se trataba exactamente de un castillo, era más su imaginación la que convertía la vieja casona de Ramos en una especie de sueño medieval de Raúl.
Así que, ni bien le confirmaron en el banco que la suma estaba disponible, se metió la chequera en el bolsillo trasero del gastado pantalón vaquero, se ajustó una corbata y salió en el viejo Fitito amarillo rumbo a la casa de don Manuel Arce, propietario del caserón del Parque de la Suerte.

– Mire don Sánchez – le advirtió muy serio el señor Arce – como ya se lo dije antes, en esta casona vieja habita un Fantasma, y dicen los vecinos que anda por aquí desde antes de la construcción de la misma.
– Yo no le digo que no compre la casa, más que nada por todo su entusiasmo y por el sacrificio que le costó juntar tanta plata. Pero le repito mi advertencia, cuidado con el Fantasma– concluyó, siempre serio y circunspecto, don Arce.
– No se preocupe señor Arce – le contestó Raúl. – Ud. sabe que no creo en aparecidos ni en almas en pena, pero si por acaso las hubiera, tampoco les voy a tener miedo. Vaya tranquilo, aquí está su dinero y fírmeme por favor este recibo. El escribano va a pasar por la casa de su hija para que me firme la escritura, la semana que viene .


La entrega de las llaves

Venían Raúl y su señora, dispuestos a instalarse ya en el caserón, y listos para enfrentar los largos días del feriado de Pascua con mucho trabajo de fajina; había que limpiar las escalinatas, sacar la suciedad antigua de los mármoles, las viejas piedras de granito y ónix, lavar espejos, vidrios y lustrar muebles.
Doña Rosita, la antigua empleada del “castillo” de Raúl, los esperaba a la entrada, con una amplia sonrisa; don Arce les había insistido mucho que la dejaran quedarse en la casa, que podía serles muy útil, sobre todo en relación con el Fantasma.

Pasaron por los jardines delanteros, en medio de los limoneros y sus flores de azahares, cruzaron la galería de vidrio y Rosita, luego de saludarlos con un tímido “bienvenidos al castillo”, los acompañó hasta la amplia biblioteca de madera antigua.
En el recinto de los libros, cientos de volúmenes antiguos habían sido dejados por el propietario originario; eran colecciones encuadernadas en cuero y publicaciones antiquísimas, que don Arce no quiso llevarse consigo, tal vez porque pensaba que los libros pertenecían a la casa o incluso al Fantasma, y que allí debían permanecer.

– ¡Ajá! Una colección de cuentos de Oscar Wilde; después me voy a llevar uno a la pieza, para leer antes de dormir – dijo Raúl, pasando lentamente, casi con cariño, un dedo sobre la tapa de “El fantasma de Canterbury” que estaba sobre la mesita de vidrio con patas de león.
Sobre la chimenea de piedra, un cuadro muy grande, en tonos amarillos y anaranjados, pintaba un inmenso campo de girasoles que alegraban notablemente la biblioteca.

Cansados con su primera larga jornada de dura fajina, Raúl y Susana se fueron a dormir. Antes, cerraron bien las altas ventanas y las pesadas puertas de madera de ley; soltaron los dos perros para sentirse más seguros, y entraron en la cama.
Pero ni bien cayeron en el sueño profundo de los justos, un ruido como de cadenas que se arrastran los estremeció. Raúl se enderezó en la cama y miró por la puerta de la habitación hacia el pasillo, se había olvidado una luz prendida, y pudo notar una sombra lenta que se movía hacia la puerta. No había salido de la cama todavía cuando lo vio: un viejito de barbas blancas, apoyado en un cayado de tronco nudoso lo miraba con la expresión más triste que se pudiera uno haber imaginado en un fantasma.

Para no hacer la historia demasiado larga y pesada, digamos que Raúl se encontró unas siete u ocho veces con el viejecito, cada vez más encorvado y triste, cada vez más chiquitito al lado de su cayado nudoso y fuerte, y cada vez más largas sus barbas y su cabellera.
Después de veintiún dias en la nueva residencia, Susana no aguantó; sus nervios enfermos la traicionaron un par de veces en aquellas ocasiones en las que su marido la había convencido a sentarse juntos en frente al fuego de la chimenea, esperando al Fantasma a la luz del hogar.

Desesperada y sin lograr entender la misteriosa amistad de su marido con el Fantasma, Susana se había marchado una tarde ocre de otoño, dejándole una misiva corta y enigmática:
“Ni las hogueras de la Comuna, ni los girasoles de Rusia, ni las comas de tu pincel, ni el cayado en que te apoyas me asustan, y sí los misterios del papel, las claves que no leo, los signos que se me escapan al entendimiento”.

Raúl nunca más la vio desde entonces.

FIN
Javier Villanueva, São Paulo, 2005.
Este cuento es parte del libro “Me lo conto mi abuelo”, Editora Nacional, Serie Librería Española e Hispanoamericana.

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