domingo, 17 de junho de 2012

En las salinas de Chumbicha


Almas calchaquíes.

Los años cincuenta fueron duros para Victoriano; corrían rumores, se decía que el gobierno peronista iba a confiscar tierras de la región de las Chacras para repartirlas entre los más pobres; él no era rico, y difícilmente habría argumentos para expropiarle su finca; pero era antiperonista, y aunque hablaba poco y no se metía en la política, siempre había votado al radicalismo y éso sí se sabía; antes siempre se sabía a quién le votaba cada uno, sobre todo los más importantes del pueblo; y Victoriano era uno de los notables de San Antonio.

Piedra Blanca, y la villa de San Antonio, a poco más de siete kilómetros de San Fernando del Valle de Catamarca es un oasis; o mejor dicho, una parte de un valle fertil, lleno de chacras y montes, que nace al final de un enorme desierto entre el noroeste de Córdoba, en las Salinas Grandes, y Chumbicha, a unos cincuenta kilómetros de San Fernando.
Tierra fantástica, muchas historias alucinantes se cuentan entre la gente del valle. ¡Quién sabe si son las almas en pena de los Quilmes, sus niños y mujeres que lloran el exilio de los dos mil guerreros que se llevaron los conquistadores a pie hasta Buenos Aires, en castigo por su rebeldía! O tal vez sean los espíritus que salen de las cuevas y vagan tristoños por entre las pircas.
   
El manuscrito del viejo en el “Laprida” deja ver que Catamarca es una zona mágica, un “Macondo” medio real, medio fantástico. Y es exactamente hacia allá que estoy yendo ahora, en un viaje que es una vuelta simbólica al pasado. Pero en el cuaderno lo que el viejo escribe, detallista, trata de mezclar pasajes reales de la historia con sus memorias inmediatas y recientes, y sus fantasías mágicas:

Al viajero que recorre Catamarca lo atraen las leyendas que surcan el valle; cuentos que hablan de almas de caciques que viven en los volcanes, y de guerreros convertidos en relámpagos y truenos. Aquí vivió una tribu que vino desde Chile, los Pincuche, una parte de la gran nación mapuche o araucana. Eran nómades, vivían donde les parecía que pudieran prosperar mejor sus cultivos y su ganado de alpacas, llamas y vicuñas. Sus mitos transitan el lugar y se entreveran con los cuentos de los conquistadores españoles, que tampoco pudieron dejar de pasmarse con el espectáculo de esta tierra calchaquí, y las hazañas de sus antiguos propietarios, los indios.

Capítulo ocho

Pensar es lo único que me sobró; soñar o pensar, pienso en Victoriano y sueño con Catamarca; viajo cuarenta, cincuenta años hacia atrás... ¿pensar el futuro? ¿recordarlo? ¿será lo mismo que cerrar el círculo del perro que se muerde la cola? ¿hacer un prólogo del porvenir, o un epílogo del pasado? ¡Qué más me da!...si tengo todo el tiempo del mundo, y a falta de charla o de lectura, buenos son los sueños y recuerdos. El tío Luis y Raquel salen de la habitación del sanatorio, pero los fantasmas del abuelo y del Pibe se quedan, hablando bajito, contándose un cuento, para velarme el sueño:
 
Las curvas del camino de Piedra Blanca hacia la capital de la provincia conservaban la neblina espesa de la noche anterior. El Pibe Barrionuevo se había despedido de la abuela Rosa y dejó la casona de los Jaime un poco antes de las ocho de la mañana.
Manejaba su jeep colorado con mucho cuidado, siempre podía aparecerse de golpe un jinete o un chango en bicicleta. Había quedado de encontrarse con Daniel Unzaga para ver un artículo que iba a publicar en La Unión del domingo. Daniel era muy serio y circunspecto, y al Pibe le hacía gracia acordarse de su anécdota más famosa, cuando siendo muy chico todavía, Daniel se aprovechaba de doña Eufemia, su madre, con el cuento de ser “enfermito del corazón”. Mientras todos sus hermanos tomaban mate cocido con pan de grasa, Daniel se había pasado su tierna infancia desayunando café con leche con churrasquitos asados a la parrilla.

El Pibe todavía estaba riéndose solo con los recuerdos de Daniel cuando tuvo que clavar los frenos para no chocarse con una jardinera que, a unos cinco metros estaba parada, con el hombre que la manejaba y el caballo, ambos inmóviles, con la mirada perdida en algún lugar indefinido hacia el lado de las montañas.
El Pibe era muy tranquilo, pero se había asustado y le gritó al hombre que se moviera, que no podía pasar.
Pero el hombre no pestañeó siquiera y ambos, animal y conductor, se quedaron tan duros como estaban antes de la llegada del Pibe a la curva. Este salió a la banquina y se estrechó contra las cercas hasta pasar a la jardinera inmóvil por la derecha.

En la curva siguiente, a unos veinte metros, un camión de los Jaime estaba atravesado casi de un lado al otro de la pista. Otro bocinazo y de nuevo la sorpresa de ver que Julio, su primo, seguía quieto, duro en el volante. El Pibe se bajó a ver qué pasaba, pero ahí mismo notó que otros dos coches, a menos de cien metros de allí, estaban también parados, estáticos, con sus choferes inmóviles y callados.

El Pibe llegó hasta el camión de Julio Jaime, se subió al estribo y se quedó helado al ver que el primo seguía con la vista fija en el horizonte, un poco levantado el mentón hacia el espejo retrovisor, pero duro, mudo y sin respiración. Lo tocó, pensando en un síncope, un paro cardíaco, un derrame cerebral repentino. Pero no, Julio estaba con el cuerpo tibio, ni caliente de fiebre, ni frío como un muerto. Simplemente parecía un hombre dormido, sólo que en medio del camino y con el camión cruzado de punta a punta del asfalto. El Pibe se volvió rápido hacia la jardinera, ¡y el hombre seguía igual! Corrió hasta el caballo y el conductor del vehículo: ambos estaban rígidos como Julio Jaime. El caballo tenía la cabeza ligeramente girada hacia atrás, pero los ojos estaban duros, el hocico sin respiración, y el cuerpo tibio, como si ambos, caballo y conductor de la jardinera hubieran acabado de morirse, pero sin caerse, sin perder el hombre sus colores, e igual que Julio, como si estuvieran muy simplemente dormidos, pero con los ojos abiertos.

El Pibe empezó a desesperarse, no pasaba un alma y ya eran las ocho y veinte de la mañana. Todos los vecinos deberían estar levantados hacía más de dos horas, llevando leche a las casas, empezando sus trabajos, o en medio de las labores del tambo y de las quintas.
Pero no, no había tráfico de coches, ni el ómnibus de las ocho y cuarto había pasado. El Pibe corrió unos noventa metros hacia los otros autos que seguían parados, y lo mismo: en uno, una pareja de vecinos de La Falda, los dos rubios y con caras de gringos –el Pibe no los conocía, debía ser gente nueva- estaban como conversando uno con la otra; pero mudos y quietos, como Julio Jaime e igual al hombre y su caballo en la jardinera.

Sintió un frío en el espinazo. Quiso saber si el otro coche estaba en las mismas condiciones, pero desde lejos veía que adentro había un gordo que tampoco se movía. Corrió hasta el jeep, se subió y arrancó a todo lo que la calzada, obstruida de vehículos parados le permitía, y en algunos trechos tuvo que subirse a la vereda.
Manejó hasta la policía caminera en Tres Puentes, se bajó para dar parte de lo que ya era una constatación de la realidad horripilante que había contemplado a lo largo de seis kilómetros de pavor: todos los coches, y el ómnibus de las ocho estaban detenidos, con los motores prendidos y sus choferes y pasajeros duros y callados. No había señales de accidentes ni de nada inusual, a nos ser las más de veinte personas que había visto convertidas en estatuas, los caballos y vacas que parecían muñecos de cera y cientos de pájaros y mariposas –también vio dos murciélagos y tres cuises- tirados por el suelo pero, como las personas, sin una gota de sangre derramada.

Casi se muere del susto cuando halló, a la puerta del destacamento a Jorgito Ávalos, el policía caminero –nieto del florista que tenía un vivero al lado de los Ovejero–. Estaba duro como un maniquí, todavía con una linterna para disipar la niebla matinal, encendida en la mano derecha y la izquierda levantada hacia arriba, como haciendo señal de pedirle a un camión que parase o que bajara la velocidad.

Mi tío se acordó que su hijo Fabián y la Beba, su mujer, habían estado hablándole de una serie norteamericana –Twilight Zone- que habían visto el año anterior en un viaje a Egipto, cuando la Beba fue a entrevistarlo a Nasser. El Pibe pensó que los cuentos de su mujer y su hijo iban a terminar sugestionándolo algún día, tanto le hablaban de H.G. Wells y su Máquina del Tiempo y de la serie Más allá de la Imaginación. Pero esto que estaba viviendo ya era demasiado. Salió del destacamento, subió al jeep y cubrió los dos kilómetros y medio que le faltaban para llegar a la ciudad en más de veinticinco minutos, tal era el embotellamiento de coches, camiones y ómnibus mal estacionados en medio de la ruta de acceso a Catamarca.

La Cacorba y la Chevalier habían abandonado dos micros interprovinciales cruzados un poco antes del puente y otro en el Hospital de Niños. El Pibe se bajó del jeep y fue a buscar un teléfono público. No funcionó ninguno de los tres que había cerca de la escuela Fray Mamerto Esquiú.

Desesperado, esquivó con el jeep todos los cuerpos inmóviles que parecían haber querido cruzar la calle San Martín en algún momento. Sorteó los coches y ómnibus dejados en medio de las calzadas y manejó lentamente hasta la Plaza. Pero lo que vio era todo igual. No lo pensó dos veces: se metió en la primera estación de servicio y llenó el tanque, y todavía se llevó dos bidones de veinte litros cada uno con nafta –no había nadie en movimiento que lo impidiera, y tampoco vio a quién pagarle- antes de emprender una loca carrera hacia el sur, hasta Córdoba o Buenos Aires, o hasta donde hallara un ser humano que hablara, que se moviera, y que pudiera contarle en detalles qué había pasado.

En la semipenumbra de la noche catamarqueña, y con la congoja invadiéndole el espíritu, dejó muy atrás la ciudad, lleno de un cierto temor indefinido.
Cansadísimo, se  detuvo algunas horas para refrescarse, y sólo tuvo fuerzas para volver a manejar cuando el sol estaba alto.

Ya en las salinas, y a lo largo  de la ruta, no se había cruzado con nadie a no ser un coche parado, también con tres personas duras y mudas adentro. Al llegar a Chumbicha un cóndor sobre el asfalto, en medio de la ruta, tieso, parecía a punto de levantar vuelo. Una valija, atrás del enorme pájaro inmóvil, lo obligó a bajarse del jeep. Se secó la transpiración y se sacudió el polvo que se le había juntado sobre los hombros y en los zapatos; ya pasaba de las once y media de la mañana y el sol le calcinaba la cabeza; el Pibe calculó que hacía más de 40 grados.
Bajo un arbusto seco y espinoso, sin sombras al sol del mediodía, un viejito lo miraba. A pesar de sus esfuerzos, no logró arrancarle ni una única palabra, pero de pronto, de la boca del viejo se escapó un sonido casi vacío.
Se agacho para oírlo mejor; él repitió algo ininteligible y cerró lentamente los ojos hasta quedar inmóvil y mudo, como uno de los tantos maniquíes que había visto en Catamarca.
El Pibe se acuclilló y le preguntó:

¿Duerme? ¿se siente bien?.
—Estoy dormido, pero estoy muriéndome contestó el viejo con un débil susurro.  
¿Qué le pasó a toda esta gente dura y muda?— le inquirió.
¡No me despierte, déjeme morir durmiendo!— replicó el viejo.
¿Le duele algo?— lo interrogó.  
—No siento nada, estoy dormido; estoy bien, pero voy a morirme contestó el viejo, mientras su tez mate, quemada por el sol y el frío de los inviernos en las Salinas, se ponía cada vez más pálida.  
¿Qué les pasó a todos?–– insistió el Pibe. —Y Ud., ¿por qué cree que va a morirse así, de golpe?  
—Estoy bien...— y el susurro se hizo cavernoso, grueso, y lo estremeció al Pibe, poniéndole los pelos de punta y la piel de gallina.  
¿Está despierto? ¿o duerme?dijo, ya más repuesto del terror.  
—Estaba durmiendo, Ud. me despertó, pero ahora estoy...muerto— y la voz áspera y fuerte, hueca y retumbante del viejo le erizó al Pibe los pelos de la nuca.
Antes débiles e inaudibles, sus palabras parecían llegar ahora desde lo hondo de una caverna en el fondo de la tierra. Y el Pibe, hombre fuerte y corajudo, sintió que el pavor provocado por aquélla voz lo doblegaba.

  Dejó al viejo en cuclillas y se subió al jeep; pero se arrepintió enseguida y volvió para estirarlo sobre el pasto ralo y salitroso; el cuerpo del viejo se mantenía tibio, aún sin la rigidez creciente del cadáver que ya era. Un auto pasó a más de cien, y el Pibe tardó en darse cuenta de que ésa era la única señal de vida activa aparte del viejo y de él mismo, claro que había notado en las últimas cinco o seis horas.



Más o menos por la mitad del tercer “Laprida”, aparece de pronto y sin ningún aviso un nuevo personaje que yo sé bien que mi viejo admiraba mucho, y que parece tener una función definida en su proyecto de novela. Y es que la figura de Luis Carlos Prestes viene a cumplir una tarea especial, tal vez tenga la difícil misión de servirle al viejo para enganchar mejor a algunos personajes sueltos y para darle un poco más de sentido a los apuntes, a veces un tanto disparatados, de sus cuadernos:

En la calle Gallo, en Buenos Aires, un hombre bajito, muy educado y tímido, con un simpático acento brasileño, había abierto una oficina de importación y exportación que en realidad encubría las actividades financieras del PCB y coordinaba otras diversas misiones políticas e insurreccionales de los comunistas tropicales. Aquel día caluroso de enero, el Caballero de la Esperanza necesitaba urgentemente conectarlo a Villanueva apenas éste se bajara del bimotor de la Panam que llegaría de São Paulo al mediodía; tenía que entregarle algún dinero, los pasajes para Córdoba y un conjunto de pasaportes y cédulas que permitirían que varios brasileños revolucionarios pudieran regresar clandestinamente a su país para luchar contra el autoritarismo del presidente nacional Washington Luiz y el de Rio Grande do Sul, Getúlio Vargas.


Como se supo después, el esquema de colaboración que existía entre los esbirros de la dictadura argentina de Uriburu y la de Rio de Janeiro mantenía un fuerte control sobre el notable asilado, y ya le había causado a Luis Carlos Prestes, nuestro hombre en cuestión, un serio disgusto con la primera tentativa de detención por parte de la policía política, algunas semanas atrás.

Ese día, justo cuando se preparaba para salir y tomar un taxi hacia el aeropuerto Jorge Newbery, la policía federal lo sorprendió con una nueva demora relámpago para verificación de documentos; al final, entre la ida a la comisaría más próxima y la llegada de sus abogados para soltarlo, le significaron a Prestes un atraso suficiente para desencontrarse con Villanueva– cuenta Juancito.
Yuyo, el marido de Malena, la jovencita porteña que años después sería su contacto con los movimientos clasistas de Villa Constitución y el Sitrac-Sitram de Córdoba, no había recibido a tiempo la llamada avisándole sobre el atraso, y su mujer ya había salido a despedir a Villanueva en Retirosigue Victoriano.
Malena volvió unos veinte minutos después y le entregó a Prestes dos cuadernos forrados en papel araña azul, por si acaso lo volviera a encontrar a Villanueva más tarde en Córdobacompleta Juancito.

Mientras tanto, el secretario del Caballero de la Esperanza, Pedro Saldanha, tío del que luego sería el D.T. del seleccionado brasileño, ya había corrido hasta la estación de trenes de Retiro, había barrido cada metro de los andenes y pasado tres veces por el Parque Japonés, pero nada de encontrarlo a Villanueva que, era evidente, ya debería haberse tomado algún ómnibus en dirección a Córdobadice Carlitos Fressie. 

Córdoba, mediados de julio de 2006.
La sucesión de relatos parece a veces sin demasiado nexo, pero veo que sí hay un sutil común denominador, un hilo conductor que va soltándose de a poco; y ese nexo es la rebeldía, la firme decisión de los personajes, contestatarios anónimos, o heroicos y famosos; la desconformidad y en consecuencia, el riesgo permanente de salirse de las reglas; algo del viejo anarquismo ancentral que se transmite de generación en generación en el ADN del argentino medio; o algo de su permanente cuestionamiento del orden vigente y establecido. Retomo la lectura en una página fechada en abril de 1981.

Javier Villanueva. Trecho de “Crónicas de Amores, de Héroes y Demonios de la Patria”, São Paulo, 2006.

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