segunda-feira, 25 de junho de 2012

Güiraldes y el robo de la joya de los Romanov


Quien me viera ahora, sentado plácidamente en un banco soleado del Huerto Forestal de São Paulo, difícilmente podría saber, o imaginarse, que unos treinta y cuatro años atrás corría yo por estos mismos senderos, durante más de una hora, y a veces hasta dos horas por día.
Tampoco podría imaginarse que esta, mi prominente barriga, la he venido haciendo crecer durante largos años de vida sedentaria y de ejercicios nada más que mentales de especulación, de comparaciones entre la vida pasada en la que fui brillante, y mi existencia de hoy, sin colores ni emociones fuertes, opaca y repetitiva hasta el hartazgo.
Soy Güiraldes, actualmente un olvidado, pero fui sin dudas uno de los más grandes detectives o investigadores, como le quieran llamar a mi oficio, de la ciudad de São Paulo.
La policía debe el descubrimiento de docenas de casos al detective Güiraldes. Fueron treinta y cuatro años – miento, treinta y cinco, porque el primer año trabajé sin ningún registro laboral– treinta y cinco sí, dedicados a la investigación, hasta aquél episodio que me permitió ganar el mejor bono de toda mi carrera, y que también me hizo decidirme a abandonarla definitivamente.
Fue un error de cálculo, debo reconocerlo, porque pensé que aquél dinero iría a ser suficiente, si fuera bien administrado, para el resto de mi vida; pero la verdad es que me está sobrando mucho más tiempo después que el dinero llegó a su fin.

Anduve por muchos países, viajé o trabajé en algunos lugares remotos durante años, en otros parajes pasé nada más que unos pocos días o semanas; quise ser escritor, e insistí en esa idea durante casi diez años; tuve momentos muy gratificantes, debo reconocerlo, pero la verdad es que lo que siempre supe hacer, y hacerlo bien, la única actividad o función que me daba la clara sensación de concentrar toda mi energía vital, era la investigación.
Debo confesar también que, aunque traté de negarlo y renegar de la profesión por mucho tiempo, la investigación es un don que ahora estaba listo para reaparecer nuevamente en mi vida.

Una vibración en el bolsillo de mi chaleco me saca de los recuerdos y de la contemplación perezosa del paisaje del Huerto:
– ¿Hola? Sí, habla Güiraldes ¿Quién es? ¿Cómo? Hable más fuerte, por favor.
Salí del parque y entré en mi coche, bajé a más de ochenta por la Avenida Nueva, mientras pensaba en lo extraño de todo aquél rollo; es que la llamada del celular había sido desde una comisaría, para avisarme que Pereyra, que había colaborado conmigo en la resolución de diversos casos en épocas pasadas, estaba preso.
Sin duda que mi amigo es una persona de una integridad moral absoluta, que amaba su profesión de policía, pero que tuvo que pedir la baja después que le dieron un tiro en la rodilla; y resulta que ahora estaba preso como sospechoso, y con serios indicios de haber cometido un robo en la joyería en la que trabajaba como jefe de seguridad desde hacía más de doce años.

– Buenas tardes comisario, ¿cuánto tiempo, no?
– Ujum, hola, sentáte ahí Güiraldes – me responde el comisario Alcebíades Campos, que había sido mi jefe en las épocas en que fui subcomisario en Córdoba, en los años sesenta – ¡Cuánto tiempo Güiraldes, cómo cambiaste!¿Estás un poquito más gordo, no?¿Y por dónde anduviste todos estos años? – me pregunta, simpático, pero levemente venenoso, el comisario Campos.
– Mejor en otro momento arreglamos para encontrarnos y pasarnos una tarde entera para que trate de resumirte lo que anduve haciendo, pero ahora mi amigo Pereyra me exige toda la atención, Campos – lo corté, diplomáticamente – ¿pero, qué fue lo que pasó exactamente?
– Sí, tenés razón, vos fuiste el primero al que pidió para verlo, quiere hablar con vos porque dice que sos el único que puede probar su inocencia, que está seguro que vos lo vas a sacar de aquí. – fue directo al grano Campos.
– ¿Y dónde está Pereyra ahora?¿Puedo verlo? – le pregunto.
– En la sala de interrogatorios – me contesta.
Entramos en una salita oscura y húmeda, desde la cual podíamos verlo a Pereyra en una sala contigua, más grande, a través de un espejo de esos que se ve en las películas. Estaba sentado, bastante agitado y nervioso, y adelante de una mesa en La que había un desparramo de fotos, que luego supe que eran reproducciones de las huellas digitales encontradas en el local, que la comisaría ya había mandado para el Instituto Buschetich en Buenos Aires, y de algunas escenas del robo.
Del Rosa, que estaba dirigiendo el interrogatorio, salió unos minutos de la sala, me saludó afectuosamente y se dirigió al jefe Campos para explicarle que, en las circunstancias del caso, el único sospechoso era Pereyra.
La joyería robada, en la Avenida São João, una de las más importantes del país, estaba custodiando una joya que había pertenecido a un zar ruso y se estaba preparando para el lanzamiento de la exposición en el museo de una facultad de la USP, que había depositado en la joyería la seguridad de la joya, un huevo de oro con incrustaciones de rubíes; estaba evaluado en treinta y cinco millones de euros por el seguro. Pero ocurre que el seguro de la joyería no cubría ni de lejos el valor de la prima correspondiente a los treinta y cinco millones, lo que podía llevarlos a la bancarrota.

– ¿Y todos estos factores, Del Rosa, no están haciendo presión encima del caso? – le pregunté, ya pensando en la respuesta obvia que me esperaba, porque era imposible que un monto tan elevado como el del que se trataba no estuviera agitando a todas las oficinas y a los grandes jefes de la Secretaría de Seguridad Pública del estado de São Paulo.
– ¿Qué te parece, Güiraldes? – me miró fijo Alcebíades Campos, adelantándose a la respuesta de su nuevo subcomisario – Y para colmo, la situación de Pereyra no es nada cómoda. Te cuento que hay una cámara en la joyería, cuya existencia sólo era conocida por el dueño de la misma, y allí quedó registrado el momento exacto en que Pereyra, o por lo menos unas espaldas y un andar de rengo muy parecidos a los de Pereyra, retiraba el huevo ruso del compartimiento protegido con alarmas y claves secretas de acceso.
– Todas las otras cámaras de video que normalmente registran los corredores y pasillos, las oficinas y ascensores, fueron desconectadas o apagadas durante tres minutos, entre las 23:58 y las 0:59, que fue exactamente el momento del crimen, Güiraldes – seguía Del Rosa la explicación inicial del comisario Campos –¿Me seguís? Pereyra no contaba con esta cámara secreta, ya que él era de total confianza del Sr. Costa, el dueño, pero sí sabía todas las claves y códigos de bloqueo de las salas seguras.
– ¡Caramba! – no pude reprimir la exclamación y un suspiro profundo, de pura sorpresa.

– Sí, ya sé, yo también tuve un choque, lo conozco a Pereyra hace más de treinta años, igual que vos, Güiraldes, o como Ud. Del Rosa, pero como todo indica que... – balbució Campos, sin poder esconder un dejo de vergüenza ajena, un pudor y una pena contenida, solidaria con el amigo en apuros, el viejo Pereyra.
– No vamos a dar el veredicto sobre la culpabilidad de nuestro amigo antes de hora – le dije. Me quedé todavía otros veinte minutos mirándolo a Pereyra a través de aquél vidrio. Mi viejo amigo había cambiado mucho también desde la última vez en que nos vimos; se lo veía ya con algunas de aquellas arrugas características de los hombres y mujeres que han recibido un tratamiento nada suave por parte de la vida; estaba muy por encima del peso en que debería, para su edad y estatura; seguía casado, o al menos así parecía, porque se veía que conservaba el anillo de casamiento en la mano izquierda; también se lo notaba realmente nervioso.

– Estuve todo el tiempo en la cabina desde la cual monitoreo todos los corredores y ambientes de la joyería – me contaba Pereyra más tarde, cuando el comisario nos dejó a solas – Casi a media noche hubo una fuerte caída de tensión eléctrica, algo así como dos o tres segundos, tal vez cinco. Cuando la energía del equipo generador volvió, estuve algunos minutos regulando las cámaras, cuando de repente miro hacia atrás y veo una persona que me apunta una arma, me manda poner las manos atrás de la silla en la que me obliga a sentarme, y me aprisiona con mis propias esposas. Después me tapó la cabeza con una bolsa de plástico negro, y me dijo que iba a tener una pistola apuntándome todo el tiempo, que no me moviera. A partir de ese momento no vi ni oí nada más hasta la llegada del comisario, creo que unos quince minutos después, según puedo calcular ahora. – completó su relato Pereyra.
– Y ¿llegaste a ver cómo era el que te atacó?
– Me dijo que no lo mirara, pero pude ver que estaba con anteojos oscuros y una especie de pasamontañas negro...Mirá Güiraldes, vos sabés que yo sería incapaz de hacer algo así, de robar... – me miró fijo, suplicante, Pereyra.
– Tranquilo amigo, quedáte tranquilo, y no hables nada más a no ser en la presencia de tu abogado, y podés estar seguro que no me voy a alejar demasiado de aquí.
– Gracias, amigo, confío en la justicia, que se haga justicia – se despidió, emocionado, Pereyra, y el agente de guardia le cerró la puerta de la celda con llave y candado.

La verdad es que no había entendido casi nada de lo que me dijo Pereyra, y pensé que tal vez yo no fuera la persona más apropiada para interrogarlo; la verdad es que quería ayudarlo, en el fondo no estaba tan interesado en resolver el caso, sólo quería que él no fuera el culpable, quería saberlo inocente y verlo salir de la comisaría libre y sin cargos.
Me volví a casa con una copia del video que Del Rosa me dejó llevar y me pasé un buen par de horas mirando una y otra vez los cinco o seis segundos de grabación.

Siempre tuve el hábito de ir al lugar del crimen y de mirarlo por todos los ángulos, y examinar las pruebas exhaustivamente; y siempre sentía que cada nueva inspección me aproximaba más, con un estado diferente de conciencia, y que las evidencias simplemente empezaban a saltarme a la vista, hasta que finalmente aparecían ante mis ojos de un modo casi mágico. Pero por algún motivo esto no ocurría ahora.
Había hecho un mapa mental y luego un croquis detallado con cada centímetro cuadrado de aquella sala; observé cada uno de los detalles del uniforme de Pereyra, luego había mirado como con lupa en el video cómo se acercaba Pereyra al compartimiento de seguridad; cómo agarraba la llave del manojo que llevaba suspendido en el cinto, y cómo abría la puerta y retiraba el huevo de oro, lo colocaba luego en una valijita chica, de esas con manijas largas, que se usan para viajar; un emblema en la valija decía “OCHO”; luego se la colgaba del hombro, giraba sobre los talones y salía por dónde había entrado.
La cámara, tal vez mal instalada por el propio dueño de la joyería, tenía un ángulo de visión que hacía que el gorro del uniforme de Pereyra le tapara totalmente la cara, a él o a quienquiera que haya sido el ladrón que salía con la joya robada.

– Debería haber algo más, Del Rosa – insistía yo – me parece una situación extremamente ambigua, cuanto más veo el video, más me convenzo de que, al mismo tiempo que quién aparece en la película se parece a Pereyra, a la vez no hay ninguna prueba irrefutable de que sea él el que se ve allí; nada prueba que no sea otro.
– Quién sabe, Güiraldes, el eslabón entre ese “supuesto”, entre esas evidencias que te parecen ambiguas, y lo “probado”, seas vos mismo – me alentaba Del Rosa – y quién te dice que puedas encontrar el elemento clave, el código, que defina y haga más concretas esas incertidumbres, para bien o para mal, y ¡ojalá que sea para el bien de nuestro amigo y ex compañero Pereyra!

Armado con la confianza y la esperanza puesta en mí por el subjefe, y con la carta blanca que el comisario me daba, al menos con su no interferencia, para que pudiera disponer casi libremente de las pruebas y del fichero de la comisaría, me fui a visitar otra vez la central de la policía. A pesar de esta cierta onda positiva, no dejaba de acompañarme, durante todo el trayecto a pie hasta la comisaría, una angustia incómoda de saber que no había avanzado casi nada en mi investigación, y era como un pedazo de hielo clavado en mi subconsciente.

Nuevas evidencias

– Pereyra amaneció sintiéndose mal – me adelanta, ni bien piso en el hall de la comisaría, el subjefe Del Rosa. – La mujer vino a acompañarlo.
La verdad es que realmente me daba mucha tristeza verlo así al que fuera uno de mis mejores amigos y compañero de trabajo. Pero esto no me quitaba de la cabeza las evidencias, y la casi seguridad de las imágenes del video que jugaban tan en contra de mi antiguo colega. El rengueo de la pierna izquierda, y la enorme coincidencia en la apariencia física entre el hombre que se veía en la película y nuestro viejo amigo, a pesar de la baja calidad y la falta de nitidez y definición de la cinta, eran irrefutables.

Me volví a casa y después de otro largo día perdido en ver y rever el video, me decidí a romper la inercia y llamé a la joyería para arreglar una cita con el dueño del establecimiento, el señor Alberto Costa.
Ya en la corta y áspera conversación telefónica me fue quedando bastante claro que Costa me profesaba una nítida antipatía, tal vez por ser yo un viejo compañero de Pereyra. Al recibirme en su oficina, bastante a contragusto, fue patente que sólo me franqueaba la puerta porque sabía que tenía luz verde de parte del comisario, porque hasta en la forma de mirarme se le notaba que veía en mí a un peligroso enemigo, o a un rival de peso, que trataría a todo costo de probar la inocencia de Pereyra.
– Él era de mi total confianza, casi absoluta después de tantos años de servicio en la vigilancia, y con los buenos antecedentes como policía retirado – me espetó de entrada Costa.
– Nunca me iría a imaginar que podría ser capaz de hacer algo así.
– ¿Cuánto tiempo hacía que había instalado aquella cámara? – traté de desviarle la atención para las pruebas y sacarlo del tema de la culpabilidad o no de Pereyra.
– Un par de semanas antes que me confirmaran de la facultad la custodia del huevo de los rusos – me contestó.
– Y ¿Ud. llegó a ver la película antes de entregarla a la policía? – le indagué.
– No, entregué la cinta del mismo modo que la saqué del aparato de video. – me respondió, ahora menos agresivo y con un dejo de inseguridad que yo capté enseguida, y que él notó que yo había percibido, porque me desvió la mirada y empezó a juguetear con una birome que tomó de su mesa.

Pasé el resto de la tarde en mi departamentito y volví a rever, por la trigésima vez el video. Estuve incluso gran parte de la noche en esa faena. Miraba en cámara lenta, hacía retroceder la imagen, la congelaba, avanzaba, volvía hacia atrás, en fin, vi la película de todas las maneras posibles. Pero no se me ocurrió nada a no ser una vaga esperanza que me vino de pronto a la cabeza: obtener una lista de personas que hubieran comprado una valija de la marca “OCHO”. Llamé a algunos distribuidores y a las principales tiendas del ramo y, para mi sorpresa, todos me dieron una respuesta similar: que no trabajaban con aquella marca, y algunos que ni siquiera la conocían.

Me quedé preocupado, el único elemento que tenía a mano, la única punta del ovillo que se me había figurado como una posibilidad de avance hasta ese momento, se desvanecía o comenzaba a volverse insignificante; pero me acordé de uno de los consejos de la academia de policía, que es no largar por el medio o antes de llegar a su fin ninguna pista, y la valija era una pista posible. Pensé entonces que pudiese ser una marca importada, lo que reducía considerablemente los locales de venta de la misma. Hice una consulta en Internet, tecnología a la que he terminado por rendirme después de años de resistencia, tal vez porque ahora el tiempo me sobra, o porque un jubilado como yo tiene que abrirse nuevos intereses para no dejar que se le herrumbre el cerebro. Nada, en ningún sitio relacionado con valijas, maletas o mochilas aparecía la marca “OCHO”.
Volví a la comisaría a hablar con Pereyra, a ver si encontraba alguna otra punta menos difícil del ovillo. Mi amigo ya no estaba tan nervioso, como si se hubiera resignado a esperar el fin de las investigaciones y el juicio como culpable.
Me contó que la noche del robo la policía le había tomado una declaración rápida y que un poco después de ello, había hablado con Costa, el dueño de la joyería, que lo miraba de un modo extraño y estaba muy nervioso, “como si quisiera convencerme con su silencio y su mirada fija, inducirme la culpa del robo”, insistía, muy despacio en su habla susurrante, casi silabeando las palabras, mi amigo Pereyra.
Y lo más intrigante, tal vez la famosa “punta del ovillo” que tanto esperaba hallar para empezar a seguir una pista: Costa, que se había quedado todo el tiempo muy cerca del acusado y muy inquieto, de repente salió, apresurado y sin dar ninguna explicación a la policía que ya estaba en la joyería, buscando evidencias.
– ¿Te acordás en qué momento exactamente fue eso? – le pregunté, lleno de esperanzas de nuevo.
– No, no exactamente, pero te repito que era mientras los agentes de la seccional buscaban datos que pudieran ser importantes; incluso, sí, ahora lo recuerdo...que entre las pocas preguntas que me hicieron en la joyería, me indagaron si yo tenía algún problema al caminar, y les contesté que sí, que la pierna izquierda me molestaba un poco, que rengueo de vez en cuando – completó Pereyra.

Volví a casa; nada en la heladera, a no ser un pedazo de queso viejo y una empanada que compré en la Vila Madalena un par de noches atrás. Mi perro, “El Zorro”, me mira aburrido, tal vez tan cansado como yo de la rutina doméstica.
Me acosté, no sin antes poner otra vez la cinta de video para verla por la milésima vez. Y buscar con lupa en las imágenes del robo, tratando ahora de conectar de algún modo la nueva pista, tenue pero válida, que Pereyra me abriera al recordar la salida brusca e intempestiva de Costa la noche del crimen.
Me acordé de pronto que Pereyra es zurdo, y lo que se veía en la película era un hombre – el ladrón – vestido con un uniforme, y con la valija que ya mencioné, abriendo el compartimiento de seguridad donde estaba la joya, haciendo para ello girar la llave, y luego agarrando el huevo, siempre con la mano derecha. Bien, no significaba demasiado: un zurdo puede usar la diestra para algunas actividades, tendría que confirmarlo con Pereyra. Rengueaba, eso sí, indudablemente con la pierna izquierda, lo que sí era una característica de mi amigo, pero...un momento, ¿qué era aquéllo?
Salí corriendo para la comisaría; era casi media noche, pero el acusado aún estaría allí, claro, y uno de los dos, o el comisario o el subjefe debería estar de guardia.
Del Rosa no estaba, lo esperé dos horas, y cuando ya me caía de sueño, llegó. Nos fuimos a tomar un café. – Aquélla cinta de video, ¿es la original o una copia hecha por Uds. mismos? – le espeté.

Del Rosa bebió un último trago del cortado frío y me dijo, medio intrigado – Eso mismo, una copia hecha a partir del original. Hicimos varias para archivar para el proceso judicial.
– Y la cámara, ¿está aquí?
– Sí, ¿querés verla?
Miramos juntos la cámara, una portátil que filma en VHS en mini cintas. Me fui sin decirle al subjefe lo que se me había ocurrido ni lo que había visto en la película y que tanto me había llamado la atención.

Ya en casa, volví a la video grabadora; la marca “OCHO” -no se si lo dije antes, en portugués se escribe “OITO”- se destacaba en la imagen de la película con un número grande, “8”. La última vez que había visto la cinta, antes de salir casi corriendo hacia la comisaría, había notado que debajo del número ocho había una pequeña inscripción; congelé la imagen y me acerqué con la lupa electrónica, una maravilla que había comprado en otras épocas, cuando todavía trabajaba en Córdoba. Aunque la imagen era muy fuera de foco, se leía muy claro “OTIO”; lo que evidentemente era la palabra “ocho”, en portugués, sólo que al contrario, al revés, y si no me había llamado la atención antes, fue porque a pesar de la cantidad de años que hace que vivo en Brasil, sigo siendo un semianalfabeto en el idioma del país y, tal vez por esto, por desinterés, o porque la letra era muy chiquita, me había pasado inadvertida en las decenas de veces anteriores en que miré el video.
Lo primero que hice a las ocho y cuarto de la mañana siguiente fue correr al laboratorio técnico de la policía central y pedirles que me dieran vuelta la película y que me facilitasen una mirada a la cinta original, la mini cinta que habían retirado junto con la cámara.
No es necesario que lo haga demasiado largo, ¿verdad? Como ya lo deben haber imaginado, al rebobinar la película al revés y compararla por precaución después con la original, ¿qué descubrí?, o mejor dicho, ¿qué confirmé? Que el ladrón rengo que aparece en las imágenes filmadas robando la joya rusa, es en realidad un zurdo, que agarra las llaves del cinto con la mano izquierda, abre el compartimiento con la izquierda, y retira el huevo con la misma mano...¡pero renguea con la derecha!, y Pereyra, ya lo sabemos, ironía de la vida, es zurdo y tiene un defecto al andar que le hace arrastrar un poco la pierna izquierda.
O sea, al poner la cinta del lado correcto, el “OITO” de la maleta parece tal como debe ser, el ladrón se confirma como un zurdo, pero lo que ya no combina con nada es el arrastrar de la pierna del sospechoso que cambió de un rengueo del lado izquierdo, como es en el caso de mi amigo, para un defecto en la pierna derecha.
Si agregamos a este detalle, ya de por sí sospechosísimo, otros dos hechos reales e indiscutibles: la salida apresurada del dueño de la joyería minutos después del robo, y la innegable falsificación de una evidencia que era la principal prueba para incriminarlo a Pereyra, el cuadro parecía bastante claro.

– Alcebíades Campos, para mí es evidente que el sospechoso ahora pasa a ser Costa, que parece haber salido a adulterar la cinta para entregarla enseguida a la policía – le dije al comisario – si logramos descubrir quién pudo haber hecho el trabajito de girar la película, ya está resuelto el caso. Sólo te pido que lo sueltes a Pereyra, estoy seguro que no va a fugarse ni a molestar en la investigación – completé.
El dueño de la joyería fue detenido dos días después, cuando dejaba en la vereda del aeropuerto internacional a su secretaria, en cuya valija se encontraba nada menos que el huevo de oro robado de la colección rusa. Esto definió todo y aceleró el proceso de investigación que permitió descubrir en la casa de Anita, secretaria presa junto con Costa, que había adulterado la cinta y forjado una pista fundamental en su propia casa, menos de cuarenta minutos después de haber sido descubierto el robo. El objetivo, claro, era cobrar el seguro, y, encima, si lês fuera posible, revender la reliquia de los zares.

FIN

Javier Villanueva, São Paulo, 2005. Este cuento es basado en un original en portugués de Luciano I. Barrionuevo.

Vocabulario
Senderos: caminos estrechos.
Hartazgo: cansancio profundo.
Registro laboral: según las leyes del trabajo.
Parajes: lugares.
Más fuerte: más alto.
Rollo: lío.
Sentate, ¿me seguís?, mirá, vos sabés, quedate, ¿te
acordás? ¿querés?: son formas del voseo, que se practica
en Argentina y Uruguay, y que pueden remplazarse en la forma : siéntate, ¿me sigues? mira, tú sabes, quédate, ¿te acuerdas?, ¿quieres?
Al grano: directo al asunto.
Contigua: al lado.
Evaluado: cotizado, medido el valor.
Rengo: cojo, que camina defectuosamente con una pierna.
Esposas: artefacto para mantener presas e inmóviles las manos de la persona detenida.
Espetar: decir de pronto, sorpresivamente, sin aviso.
Birome: (Arg., Urug.) bolígrafo, lapicera esferográfica.
Faena: trabajo, tarea.
Herrumbrar: oxidar, corroerse el hierro.

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