sábado, 2 de junho de 2012

Cosas de aquél junio de 1972.

 

El Tonto Memorioso se está volviendo viejo. Nadie con más de 100 años tiene ganas de escribir todos los días. Así es que ahora, en vez de sentarse a tipear en la Olivetti, me llama y me pide que lo escuche un rato. Y esta que transcribo ahora es otra de sus largas historias.

"Aquél mes de junio de 1972 fue excepcional para mí y también para el mundo.
Porque por primera vez vi, levanté a upa y toqué a un ser pequeñito que se parecía mucho a mí mismo, a mi padre, y a otros futuros personajes de mi vida que irían apareciendo de a poco, veinte o veinticinco años más tarde.

También fue un mes extraordinario porque, unos pocos días antes, y a miles de kilómetros de Córdoba -donde naciera Javier Sebastián en el día 17- había terminado de ocurrir un hecho trascendental, expresado en una mera foto.

Una simple instantánea en blanco y negro, sacada en una villa perdida de Vietnam mostraba a un grupo de cinco niños corriendo desesperados para huir de un incendio que, en el fondo de la imagen, lanzaba al aire una humareda negra y aterrorizadora. En el centro de la imagen, una chiquilina de no más de 9 años escapaba, completamente desnuda, llorando despavorida.

Como luego se supo, el 8 de junio de 1972, un avión de Vietnam del Sur bombardeó con napalm la población de Trang Bang. Allí estaba refugiada Kim Phuc y su familia. Con su ropa en llamas, la niña corrió hacia afuera de la villa. En ese momento, cuando sus ropas ya habían sido consumidas por el fuego, el fotógrafo Nic Ut eternizó la famosa imagen. Luego, Nic Ut la llevaría en su auto al hospital.

-Siempre me acuerdo de ese día. Nos habíamos refugiado con mi familia, unos vecinos del pueblo y algunos soldados en el templo. Habíamos almorzado, cuando vimos la humareda amarilla lanzada por los aviones para señalar el blanco de un bombardeo. Nos dimos cuenta de que atacarían el templo. Los soldados survietnamitas dijeron que teníamos que salir primero los niños. Yo empecé a correr con los otros chicos. El avión volaba cada vez más bajo y más cerca, y de pronto lanzó cuatro bombas- le cuenta Kim Phuc, doce años después al Pelado Rafa, que también había estado en Vietnam, luchando contra los survienamitas apoyados por EEUU.

- ¡Estaba tan asustada!. Mis ropas se consumieron con el fuego. Agradecí a Dios que mis pies no se habían quemado, y pude seguir corriendo- dice Kim, y Rafa se acuerda que esa foto, así como otras que mostraban la crueldad de las tropas norteamericanas, fue un giro en la percepción que el pueblo de EEUU tenía de la guerra. Ya no se trataba de “parar el peligro amarillo” de China. Era una guerra injusta y sucia, de intervención norteamericana en los problemas de otros países. Fue allí que Vietnam del Sur y Estados Unidos empezaron a perder la guerra que terminaría en 1975 con el triunfo de los guerrilleros Vietcong y la unificación del pueblo vietnamita.

Nueve dias después de la foto famosa, que nos había impresionado a todos los jóvenes que la veíamos, yo salía corriendo hacia la Clínica del paseo Sobremonte, a escasos metros de la municipalidad de Córdoba. En la sala de espera, mi viejo –que en esa época era joven- hacía de cuenta que leía, muy concentrado, un diario que, para todo el resto de los familiares, estaba al revés, ¡de patas para arriba! Imposible leer nada en ese estado de ansiedad, cuando estaba por nacer el primer nieto, ¡menos aún un diario que está al revés!
J. Sebastián demoró horas para asomarse a la luz del dia. Cuando nació, estaba blanco como un papel, y parecia un muñequito. Yo lo miraba sin poder creerlo. Y doña Tina -la de las premoniciones- que todavía no había cumplido cuarenta años, ya era abuela.

¿Y de donde salió Javier con un hijo?- le preguntó don Victoriano a mi viejo al día siguiente, porque mi padre no pudo aguantarse de correr a Catamarca y contarle a todos que ahora también él era abuelo.
Claro, nadie en la familia se acordaba que yo ya había pasado de los veinte años, ¡todo un hombre!, y estaba casi, casi, muy cerca del diploma de arquitecto –una eventualidad que finalmente cambiaría de rumbo por causa de las circunstancias combinadas de ser un padre muy joven que luchaba todos los días, no solo para conseguir un sueldo, sino también contra una dictadura a la que parecía que los revolucionários podríamos derribar a cualquier momento-.

¡Te felicito! ¿tenés un nuevo hermanito?- me preguntó la enfermera.
- Este, no, no; es mi hijo- le contesté, sin demasiada firmeza, ya que ni yo mismo podía incorporar todavía la idea de ser padre, así, de un día para el otro, y sin ningún aviso previo.

Pero los años pasaron, y la dictadura que queríamos derribar fue finalmente apeada del poder –con nuestra ayuda sincera y casi desinteresada, claro- por la fuerza de un pueblo que estaba harto de botas y uniformes.
Un nuevo período democrático, libertario a lo máximo que la imaginación juvenil del final de los años 60 nos hubiera permitido soñar, nació en marzo de 1973.

Por entonces Sebastián tenía un poco menos de un año, pero la precocidad política infantil era un “must” en la Córdoba de los tempranos años setenta: el nene me acompañaba a repartir volantes en el Fiat 600 –de pie y atrás, entre el asiento trasero y el delantero, aprovechando que no se habían inventado todavía los cinturones de seguridad.
Panfleteábamos millares de volantes llamando al “voto programático”, un invento político que habíamos pergeñado para tratar de conservar en las urnas el frescor de la lucha de las barricadas obreras del Cordobazo, y para huir de lo que veíamos como una “trampa” electoral.
La paciencia de la policía durante aquél fin de dictadura e inicio de la corta primavera democrática nos permitía hacer esas locuras: un chico de 21 años, volanteando las calles del Barrio Guemes con su hijito de  9 meses de edad.

No sabía el padre –y mucho menos el nene- que esa calma chicha ocultaba el torbellino de luchas políticas que empezarían casi de inmediato, y que se cerrarían en exactos tres años con una nueva dictadura, la más sangrienta.

Pero no nos adelantemos demasiado. En julio de 1975, un año justo después de la muerte de Perón, y poco antes de la desaparición de este mundo del abuelo Victoriano, Javier Sebastián pasaba a ser hermano mayor.
Luciano había llegado en julio, en medio de grandes huelgas obreras e insurrecciones populares nunca antes vistas, que cortaron de cuajo las pretensiones fascistas del Brujo López Rega y su Triple A, dejando sola y emparedada entre los militares y la derecha sindicalista a la primera presidente de Argentina, Isabelita, una inutilidad no decorativa que Perón había elegido como su sucesora, confiando que los grupos parapoliciales la ayudarían a gobernar.

El año de 1975, en que nació Luciano, también fue algo fuera de lo común, porque el 30 de abril ocurrió la entrada del Viet Cong en la capital survietnamita, conocida como Liberación de Saigón. Y el 20 de noviembre moría el tirano Franco en España, después de una larga agonía, tal como se la había anunciado el poeta Pablo Neruda.

Pero decía antes que se equivocó Perón, y otra vez la pagaron los 25 millones de argentinos; ignoraban que, al apagarse las movilizaciones populares, empezarían a oírse los sordos ruidos de armas saliendo de los cuarteles, copando Tucumán, Rosario y Villa Constitución, ensayando los primeros campos de concentración y aplicando las técnicas del secuestro y el “desaparecimiento” de militantes y de gente simple del pueblo.

Sebastián y su hermanito menor, Luciano -que eran demasiado pequeños entonces para saber que su casa en Córdoba ya había sido invadida por milicos que buscaban no se sabe a quién- partieron entonces para una nueva vida en Buenos Aires.

Entre agosto de 1975 y febrero del año siguiente, la relativa “paz” en la capital federal parecía una tregua si se la comparaba con el clima que se vivía en Córdoba. Pero cambió el año, y en la noche del 28 de marzo, exactamente cinco días después del golpe militar de Videla, un compañero desaparece en Córdoba; un camarada que conocía el departamento en el que estábamos en Buenos Aires, a unos escasos doscientos metros de la tenebrosa Escuela de Mecánica de la Armada.
Sin valijas ni bolsos de viaje, ni más pertrechos que un par de mamaderas y varios pañales de tela –tampoco se habían inventado los descartables todavía- salimos todos, familiares y refugiados del departamento. Próxima estación: la casa del amigo y mejor compañero, Omar.

-En esta casa nos vamos a quedar tres meses- pronosticó Sebastián desde sus escasos 90 cm. de altura, abrigado en su sobretodo del Principito y estirándose entre los barrotes de la puerta de Omar, a las dos de la madrugada, para poder tocar el timbre que los adultos no alcanzábamos.

No llegar hasta el timbre no era el mayor de los  problemas: había empezado a llover fuerte, y el único de la comitiva de fugitivos que podría pasar entre las rejas y golpear a la puerta, gritando hasta que nos abrieran era, claro, Sebastián. Luciano era un bebé y ni siquiera estaba en condiciones de acordarse de las dos tortuguitas que habían quedado en el departamento abandonado de  la calle Grecia, a dos cuadras de la Esma, en Puente Saavedra.

-¡Sabias palabras, Sebita!- dijo Omar, parco, entre preocupado y resignado a su función de padre adoptivo bonachón y dueño de una casa excesivamente familiar para los patrones de clandestinidad del momento. Suegra y suegro, primos y vecinos alternaban casi el día entero, de la mañana a la noche, con los recién llegados, refugiados y fugitivos. Un entre y salga bullicioso y alegremente doméstico, que atentaba contra todas las normas de seguridad.
Y en el centro del hogar-aguantadero, el querido Omar, “Catalán” inolvidable, que se multiplicaba por dos o tres para levantarse temprano, comprarle la leche a Seba y Luciano, despertarla a la remolona de la mujer para que se fuera a trabajar y no perdiera el día, organizar las citas y reuniones con los compañeros que seguían firme en la lucha.

Pero al cabo del trimestre sabiamente previsto por Sebita, el bueno de Omar pudo volver a su vida normal de suegros, cuñados y sobrinos, sin el peso de los clandestinos de mi familia.
Tres años después del golpe militar, y todavía sobrevivientes, foragidos aunque inocentes, Seba y Luciano ya habían pasado su largo mes y medio en una casa de playa en Mar del Plata. El propietario se la había alquilado a mi viejo y anotado en el contrato: una pareja (mis padres) y dos niños (mis hermanos menores). Nadie más. Pero... ¿cómo no iba a llevarlos a sus nietos?, y claro, ¿por qué no sumarlos al jolgorio a Esteban,  Natalia y Rebeca, mis primos menores? ¡Nada que el Negro no pudiera resolver!

Para doña Tina, hacerlos bajar del Falcon a sus tres sobrinos, los dos hijos y sus dos nietos mientras el Negro lo distraía al dueño de la casa no fue tanto problema. Más complicado resultó esconderlo al “Gordi”, un perro callejero del cual los siete chicos se habían enamorado, y que también llegaba en el coche, atiborrado de valijas, carpa, sombrillas ¡y cajas de Helados Laponia! La clandestinidad era un estado de espíritu, y ni el perro “Gordi” se escapaba!

Hasta que la vida pacata en la escondida Lomas del Mirador también se hizo imposible y un grupo de compañeros decidió que algunos de nosotros deberíamos abandonar la patria para mayor seguridad propia y del resto. Exilio, emigración. Luciano, entonces, decidió que empujando con fuerza, quién sabe, podríamos levantar la casita de barrio y llevarla al Brasil del exilio.

Y de pronto todo cambió. Sebastián lloró en la primera clase en São Paulo porque no entendía nada de lo que hablaban “los amiguitos portugueses”; y Luciano no quería jugar al “pega-pega” porque pensaba que los compañeritos le querían “pegar”, cuando nada más querían jugar a la “mancha”.
Faltaban “Patoruzito” y el “Billiken” en el exilio paulistano, es verdad; pero sobraban las “Turmas da Mônica”, y luego todo fue volviendo a la normalidad.

Pasaron muchos años más, doña Tina renació con la ayuda de la querida aunque desconocida Cidinha, los jóvenes se volvieron viejos, los viejos ancianos, y los niños se hicieron adultos. La democracia que Seba y Luciano no vieron en la Argentina, tuvieron la suerte de verla llegar, casi al mismo tiempo, a la segunda patria, la Patropi, patria tropical, generosa y buena como una madre vieja.
Y así va la vida, y el Viejo Topo parece dormirse a veces, cavando profundo, olvidándose de la revolución que parecía estar tan próxima; y mientras tanto, los niñitos de ayer llegan a los cuarenta, doña Tina a los ochenta; y la niñita de Vietnam se acerca a su primer medio siglo de vida. It’s life".

J.Villanueva, São Paulo, junio de 2012.  

3 comentários:

  1. Cada vez soy más fan de tu narrativa, lógica emotiva y precisa, tal vez recibas ayuda inspiracional de tus amigos no más presentes...andá saber..

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