quarta-feira, 4 de julho de 2012

El mes de julio de 1975




Aquel fue otro período excepcional, con hechos de la realidad  mezclados y contradictorios, y lleno de emociones parecidas a las del junio de 1972. Argentina era como una caldera lista a estallar a cualquier momento.

Un año antes, el 1º de julio de 1974 había muerto Perón. Colas interminables de gente del pueblo que lo había seguido desde 1945 viboreaban en la despedida desde Plaza de Mayo hasta dentro de la Rosada. Un amigo le sacaba fotos a la televisión en blanco y negro: es un momento histórico, me repetía. 

Meses después, la Argentina se dividía otra vez, más profundamente ahora, no entre antiperonistas y seguidores del anciano fallecido, sino entre jóvenes revolucionarios y luchadores de todos los pelos por un lado y una minoría de vándalos asesinos que rodeaban a la cúpula del gobierno de Isabel Perón, apoyados y aplaudidos -como quién se divierte en un circo- por los señores de la guerra. Eran los coroneles y generales, que atrás del sillón presidencial de la inútil sucesora de Perón, cronometraban la hora de entrar en escena y destituir al inepto partido constitucional y sus secuaces, incapaces de detener la ola creciente pre-revolucionaria que agitaba al país.

El julio de 1966 -apenas ocho años antes  pero que parecían casi un siglo- se había abierto otra antesala del infierno. El general Onganía, hombre uniformado del Opus estaba cerrando las universidades, mandando al exilio a los mejores profesionales de todas las áreas,  presionando a los sindicatos para mejor aplicar las leyes del capitalismo salvaje y de la exclusión política del pueblo y de sus gremios, partidos y asociaciones democráticas.

Pero ese otro julio, el de 1975, se las traía; una huelga en el Gran Buenos Aires y la Capital Federal venía a coronar las tradiciones de las puebladas del Cordobazo, que seis años antes lo habían tumbado a Onganía y puesto en jaque a esa primera dictadura de los últimos tiempos. Y no es que los argentinos no tuviéramos experiencia en eso de ver las botas pisoteando las constituciones: en 1930 Uriburu había inaugurado la moda de las cuarteladas; y antes y después de Perón -él mismo un uniformado- los tanques y los cascos ya se habían acostumbrado a ensuciar la vida de los ciudadanos, atropellando siempre a los más humildes.

Lo diferente en 1975, y más exactamente en julio, es que se producía un quiebre y empezaría entonces otro ciclo, mucho más definitivo y  trágico todavía para el pueblo, que desembocaría en el infierno de Videla y sus secuaces empresarios y militares. 
La  huelga que coronó al Gran Buenos Aires y a los cordones industriales de Rosario, Córdoba y Villa Constitución sería el último forcejeo en la pulseada que los trabajadores sostendrían contra la reacción.
Isabelita y sus ministros firmaban la orden que autorizaba a Videla, Menéndez y Bussi a empezar con los aprontes del golpe: invasión inmediata a Tucumán, establecimiento de los primeros campos de concentración, generalización de las técnicas de secuestro, tortura y desaparecimiento de gente del pueblo y de luchadores populares, subordinación total de las bandas fascistas del caído López Rega a los mandos militares.

Y en medio de todo eso, nacía Luciano un 4 de julio. No para honrar al gran país del norte, que en esos días de 1975 se debatía en su estupidez en Vietnam hasta perder su primera guerra en 200 años. No, nacido un 4 de julio para ser curioso y luchar contra unos demonios casi desconocidos hasta entonces. Luchar y vencerlos. Y tal vez para eso es que, unos pocos años después, empujaba con empeño la casita de Lomas del Mirador, para llevarla hasta el exilio en Brasil. 

¡Había que tener coraje e imaginación para nacer en aquél julio de 1975! Y tal vez por eso es que ese niño sería más tarde uno de los tantos otros binacionales y bilíngües que poblarían la Patropí -patria tropical y generosa- y llenarían de pasos juveniles los que entonces eran apenas futuros senderos del Mercosur. 
Eran niños parecidos a los troperos -como los que en los siglos XVI y XIX llevaban mulas y carnes desde Catamarca, Córdoba y las Misiones hasta Curitiba, Sorocaba y Minas Gerais- aquellos de la generación de Luciano. 

Pero no iban en el lomo de burros, sino a bordo de ómnibus internacionales de la Pluma hasta Foz do Iguaçu, y allá los esperaban sus abuelos. Eran decenas de Doñas Tina y Abuelos Negro, mujeres y hombres que no entendían muy bien por qué luchaban los jóvenes ni la razón de tanto desgarramiento de los nietos, pero que ayudaban callados, atentos a cada necesidad y urgencia de los pequeños, aunque para eso tuvieran que viajar miles de kilómetros y hablar con gente nueva, desconocida, y en otros idiomas.

Como diría Borges, "somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos". Y Luciano  se fue sumando a la quimera, e igual que tantos otros -mujeres y hombres eternautas de lo cotidiano- fue juntando de a poco los pedazos del espejo roto; y los sigue pegando, un día atrás del otro, sin pausa ni prisas. Y así nos reconocemos, no ya en el lejano mirar de Atahualpa y nuestros tantos hermanos de los años 70, sino en el reflejo de la mejor imagen posible, la de la realidad que vivimos hoy, en nuevas circunstancias, y que nosotros mismos vamos construyendo, por fuerza de nuestras voluntades y esfuerzos, sin amos ni botas, ni dioses.
 
Javier Villanueva. São Paulo, 4 de julio de 2012, recordando al julio inolvidable del 75. 

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