terça-feira, 31 de julho de 2012

Otra de las tantas aventuras de Esteban Unzaga.


Las aventuras de Esteban Unzaga, el vaquerito audaz, relatadas por él mismo. 


Por aquellas épocas de mi infancia –y quizás aun hoy- era motivo de risa y hasta de trampas preparadas diligentemente, burlarse de algún pariente venido de alguna gran urbe, ya sea de la Capital Federal, de Córdoba o de San Fernando mismo. Pero en este caso, el burlador debía estar seguros de que el burlado no volviera por mucho tiempo. Y así fue que alguna vez caí en las cargadas de algún primo chacarero. David era el menor de los Unzaga del tío Negro, tal como lo fue el Pistola de Victoriano. De mas esta decir que el "chico de los mandados" es un titulo que llega con placer para el penúltimo de los hermanos, y a David se lo hicieron valer durante varios años, hasta la llegada de los primeros nietos de la casta, “los viboritas”, como les llamaban a los hijos del Flaco Eduardo.
La cuestión es, que con mi primo, el gordito, o Davicito, como le decía la tía Amalia, alguna vez sufrí de su picardía gaucha. Siempre, ya sea cerca de las 11 de la mañana y luego al atardecer, había que darse una vuelta por los potreros, para controlar que todo estuviese bien, que ningún animal se cruce el alambrado, que el cauce del riego no se escape de la acequia, o que las vacas no se empasten por comer apuradas y haya que meterles un cuchillazo certero para salvarlas de morir asfixiadas. Y en una de esas mañanas, nos fuimos con Davicito al potrero de Los Santos. Caminamos por el callejón de la escuela, yo con la onda en mano y mi compañero con algún palo que a veces hacia las veces de sable ensangrentado y otras de garrocha para sortear algún arbusto de 20 cm de terrible porte. Cada tanto alguna lagartija de rápidos movimientos torácicos, asomaba entre el yuyerío para que me luciera con mi puntería de hondero; pero siempre solo terminaba viendo los arbustos moverse, al huir de mi cercano disparo piedril. -¡Ehh chango, suerte que no era una lampalagua! que si no, ya estamos muertos- me decía David, riendo por mi fracaso en la cacería. Llegando al final del callejón nos esperaba un enorme algarrobo, cuya sombra refrescaba el agua de una pequeña represa de donde bebían agua los animales a última hora por la tarde. En ese momento era todo silencio, pero al caer el sol, las ranas daban su concierto acompañando a cientos de coyuyos.
Bordeamos la represa, no sin antes hacer puntería en un estero que flotaba, para cruzar el alambrado y llegar al potrero de Los Santos, llamado así por la aparición de varias almas en pena, dudosas de abandonar esos pagos.
Y ahí estaban. Pastando al frescor de la mañana, una tropilla de caballos, mezclando especies de algún “casi” pura sangre, otros percherones con los que el tío Negro pasaba el rastrojo en alguna finca y uno o dos burros mansos, que algunas veces servían para pasear algún pariente pajuerano, tirado por las riendas de a pie, por un primo solidario.
Grande fue mi asombro al ver tamaño de los animales: ¡esos percherones a mi lado, parecían tener 3 metros de pie a orejas!! -¿Lo podré montar?- le pregunté al conocedor.       
-¡Nooo! respondió responsablemente David, -son bellacos esos tres. ¡Uhmmm!, pensé, y me quedé admirando el animal. Y el pariente luego dijo: -El mansito es aquel burrito gris-. Instantáneamente una sonrisa se adueñó de mi cara. -¡Meta!!- dije. Y al cruzar el cerco, el mansito se dio por aludido y se empezó a alejar. -¡Che!, pero no trajimos lazo ni riendas- le recordé. David saco un yuyo de su boca que había masticado desde hacía rato, lo tiro, me sonrió y me dijo: -¡No importa aquí tengo mi cinto!
Y así fue. Con cuidado y sin hacer bulla, arrinconado entre nosotros y la esquina del potrero, David le cruzó el cinto por el cogote y sin problema el burrito catamarqueño estaba a nuestra merced. -¿Y ahora?- le pregunté - ¿cómo me subo? Mi primo, a la izquierda del asno, me señaló que pisara en su muslo derecho tal como un estribo. Ya arriba del lomo del animal, me seguía preguntando como lo guiaría a falta de riendas. -¡Agarrále las orejas! Si tirás de la derecha, va para ese lado- me decía David mientras comenzaba a reírse. -¡Ya sé! Pero si no le soltás el cinto no va caminar- le dije en tono de orden. Le sacó el cinturón del cogote, y ni así el empacado quería moverse. Yo lo taconeaba con los championes y nada. Hasta que mi primo agarró una varilla verde y antes de pegarle en el cuarto a la bestia, el condenado reaccionó con toda su burrada. ¡Huiiiijaaa chee!!! Lo primero que hizo el asno fue asegurar la libertad de sus orejas y, luego de no más de ocho metros de intenso y marcado trote, se detuvo bruscamente sobre una pila de guano que parecía acomodada para concurso, ¡che!. ¡Y ahí fui a aterrizar, con toda mi humanidad, con manos y panza!. Al incorporarme rápido, para evitar un poco de vergüenza, lo veo a mi primo riendo sentado en el pasto, hasta las lágrimas. El burro un poco más lejos, mirándome sin culpa. Después de enjuagarme un poco en la represa, y con una sonrisa de dientes apretados pensaba...”ya me las va pagar...”, sin saber ciertamente quien era mi deudor,... ¿mi primo o el burro?

Autor: Esteban Unzaga, en el Blog de Javier Villanueva. 
São Paulo y Pico Truncado, 31 de julio de 2012.

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