quinta-feira, 22 de novembro de 2012

Paisajes de Catamarca. Recuerdos de padre e hijo.




El baile en San Antonio.

Allá, en un rincón  del   tiempo, está de fiesta el pueblo.  Las Fiestas Patronales de San Antonio.

Las bombas de estruendo despiertan el vecindario, se escucha  el primer repique  llamando a misa; con el tercero dará  comienzo  la ceremonia  santa.
El repique de las campanas tiene el acento propio del campanero: Pedro  le pone música, ritmo; suenan como un malambo  místico.
Así, hombres, mujeres, niños, ancianos con su mejor atuendo, van y vienen  de  la primera  o de la misa de once; en algunos  rostros se ve  la paz: han   limpiado su alma con la confesión.

Las honras al patrono duran nueve dias con sus noches. Cuando el sol se pone  sobre los  cerros, todos  vuelven a la iglesia, especialmente los jóvenes a rezar la novena, también con la esperanza de encontrarse con los ojos de sus sueños.  
Luego de rezar  el Santo Rosario  y de tocar algunos pasajes bíblicos, el sermón será lo inquietante;  con la promesa  del fuego eterno  o en la paz del Señor,  fluctúan  las almas.

Los que viven en pecado, los concubinos, bajan la cabeza allá lejos, escondiendo la mirada cuando son llamados a ordenar sus vidas; siempre queda algún  rebelde para la próxima función.
Así llega  el último día el domingo. Por  la mañana gran actividad  con misas  cantadas, comuniones; la plaza  llena  de gente  de otros pueblos, vendedores de todo, feria de platos, voces nuevas,  las bombas de estruendo que obligan  a los  perros a protegerse debajo de sus amas distrayendo el rezo.
Muchos niños hacen  la primera  comunión, entre ellos, yo. Confieso que pequé; pequé con mis zapatos nuevos, mis medias, mi traje azul, blanca la camisa y el moño al cuello; los guantes blancos y el otro moño en  el  brazo izquierdo, con arabescos dorados. Sí,  pequé  al verme  otro, metido en un envase  que no era el mío, yo  que amaba  la vida, jugando con el  perro y la pelota de trapo. 

Luego de recibir el sacramento, almitas  blancas, pedimos la bendición primero a los padres; luego a todo conocido  que  está  cerca,  con  cara  de  santito  y tendiendo  con  timidez  la mano para recibir  la moneda de regalo, mi  padrino me dio una  libreta de ahorro con un peso.

Después de un corto tiempo, a las cinco de la tarde, empieza el  movimiento para la procesión con el santo, los canticos y rezos  acompañando  el vuelo generoso  de  las campanas: más  bombas, al final la despedida con pañuelos y vivas. ¡Viva San Antonio!, ¡Viva!

Empezando la noche, el baile popular con la banda de la Escuela Quintana que había acompañado las ceremonias. La Zamba de Vargas, bailada con la elegancia, las cadencias y el donaire de mi hermana Berta.

Autor: Luis Unzaga, Córdoba, noviembre de 2012.



Despertando en Las Chacras.

Levantarme temprano en Las Chacras, en verano, era algo seguro.  O me despertaba el zumbido de los mosquitos que eran indemnes a todo tipo de químicos, o bien el gallo de turno que cantaba en el gallinero, el cual estaba a escasos cinco pasos de la ventana del antiguo cuarto del abuelo Victoriano. La vieja habitación era de paredes de adobe, de treinta centímetros de ancho, con una pequeña ventanita rectangular, demasiado alta para mi gusto, o será que entonces yo media escasamente un metro y siete primaveras? Tenía unos “barrotes” de madera, supongo para que no entraran animales de gran porte, ya que entonces, los ladrones no cabrían por allí. Es más, dudo que existiera gente con ladinas intenciones. El piso de ladrillones cuadrados, que se mojaban antes de ser barridos con alguna escoba de ramas de ancocha, luego quedaría fresco para la hora de la siesta. 
Sobre una de las paredes, recuerdo, colgaban un par de cuadros. Uno de ellos tenía unas figuras de quién sabe qué santo, rodeado de ángeles bebes, alados, regordetes y conocedores de música, ya que tenían arpas en las manos. El otro cuadro era de San Roque, y lo recuerdo bien, un hombre con túnica, un garrote largo y un perro fiel caminando a su lado. Siempre me quedó la duda, de si mi finado tío Roque había sido bautizado agradeciendo a este santo alguna gracia, o si  San Roque habría sido nombrado conmemorándolo a él, ya que mi pariente amaba más a sus perros que a ninguna otra persona.
Antes que me despertara el gallo, el tío Roque, o Roque a secas, tampoco le mezquinaba a los ruidos a las cinco de la madrugada, ya que encendía la radio para escuchar LRA 7, Radio Nacional Catamarca; comenzaba con sus tareas de curtiembre, y nunca tenía todas sus herramientas prestas, motivo por el cual, siempre entraba a buscar algo en el cuarto donde yo dormía, y al abrir la puerta, esta se arrastraba seca y temblorosamente sobre el piso hasta darle espacio a que entrara toda su anatomía.  El ruido no me despertaba tanto, pero las lamidas en mi rostro del perro compañero de mi tío, eran infalibles.
Era en vano. Entre el canto del gallo, que parecía escupir su garganta cada quince minutos, los mosquitos posándose en mi espalda y el perro lamedor, ya no volvería a conciliar el sueño.  Para entonces ya eran cerca de las seis de la mañana, y con suerte vería salir el sol por arriba del Portezuelo.
Al levantarme, Roque ya estaba en el centro de la galería, no al frente de la habitación haciendo ruido, sino cosiendo algún cuero mientras miraba a la calle y se repartía entre sus fieles canes, entre mimos y pedazos de pan. Los perros, celosos entre sí, gruñían por alguna caricia o una sonrisa de su amo. Cada tanto un tarascón bajo sus pies, y el viejo dando un grito para calmarlos. Él amaba a sus perros, y me daba gracia ver sus gestos al regalarle sonrisas: me recordaba a un viejo samurái, con sus ojos sonrientes cerrados por sus pómulos colorados, y su bigote  excediendo la línea de su mentón. Tenía unos hermosos ojos azules, no bellos como los de mi tía Gringa, pero merecedores de admiración. Su cabello no abundaba en su cabeza, solo lo necesario para confundirse con un fraile, quizás un Franciscano. Sus dedos con uñas largas, poco aseadas y su andar más bien pesado, como arrastrando el tranco, ya sea en uyutas o botas de goma, según el clima. Si prestaban atención, cualquiera podría oírlo murmurar por lo bajo, rezongando quien sabe por qué o quién.
La mañana transcurría entre el trino de las aves y el canto de los coyuyos. Al salir el sol, de a poco hacia brillar las flores amarillas más altas de la legendaria tipa, hasta llegar a las más bajas, que se mezclaban entre las hojas del no joven gomero.  De a poco, la mañana iba adquiriendo su cotidiano ritmo chacarero. 
Para no aburrirme hasta el momento del desayuno, me ponía a regar el frente de la casa, lo cual aseguraba para horas cercanas al medio día, dos grados menos de agobiante calor, y eso era diferencia! Comenzaba por fuera del portón de madera, la calle en si, ya que no había vereda en aquella época, y retrocedía cuidándome de no mojarme los pies. Odiaba el barro entre mis dedos, a menos que fuese época de carnaval, donde todo vale para ensuciar al otro. Continuaba regando hacia adentro, y cada tanto un poco de barro arruinaba mi labor, distraído por mirar las flores del ceibo o el elegante caminar de los horneros, que flexionan sus patas y no andan a los saltos como los tontos gorriones. “No haga barro, changuito!!”  decía Roque desde la galería, y posterior a la orden, refunfuñaba entre dientes.
Poco antes de las ocho, la tía Gringa me llamaba: “Esteban, Esteban, venga a desayunar m’hijo, rápido que se enfría el café.  Tanto amor de esta tía, que sin darme cuenta siquiera si me había madrugado en el despertar, en tres minutos preparaba el mejor desayuno caliente, con pan casero y  jalea de higo de las plantas del fondo de la casa.  Que se va enfriar ese café! Si estaba hirviendo!! me decía para mis adentros, sentado a la mesa y  leyendo un cuadrito en la pared del frente que decía -y que aún no lo entendia- “El casamiento no es nada, la ollita es la condenada”. Y sí que mi tía lo sabia! Las cosas de la casa, se hacían siempre, con o sin ganas, la animalada estaba siempre bien atendida, el almuerzo siempre a la hora indicada, nunca faltaban porciones, siempre se podía repetir, y si llegaban de esas visitas inesperadas, siempre tenía algo listo para convidarles, con la amabilidad que solo la gente del campo sabe hacerlo. Sus manos podían con todo, la cosecha de las uvas, poner los higos sobre el cañizo al sol, recoger los membrillos y luego pasarlos por el tamiz, todas tareas sencillas pero que cansaban a cualquier forastero de la ciudad, y que solo iban de visitas para sentarse a matear un rato y a hablar de finados y próximos. De todas las tías que tuve como “madres”, ella fue la que mejor se portó con semejante sabandija. Siempre con palabras de cariño, con historias llenas de encanto, y con ese abrazo que ninguno de sus sobrinos olvidaría. Nunca.
Al terminar el desayuno, siempre luego de patear algún perro cargoso que se ganaba debajo de la mesa, para ligar un boyo de pan, -sin que me viera Roque, claro- me preparaba para alguna próxima aventura. Podía ser trepando algún árbol, o animarme a investigar que había en esos terroríficos cuartos llenos de cachivaches al costado del gallinero, abarrotados de telas de arañas y cueros llenos de tierra. Cualquier alimaña podía salir de entre las cajas: arañas pollitos, quirquinchos, víboras lampalaguas, una comadreja o dándome flor de susto alguna gallina empollando! la cual salía despavorida y cacareando a mis espaldas ya que yo sería el  primero en embocarle a la puerta de madera y cartón. Al salir del cuarto, ya bajo la viña, solo se verían plumas y polvo.  Diez minutos después, la tonta gallina seguía cacareando a lo lejos. Al escuchar el alboroto de la blanca, Roque aparecía averiguando qué pasaba, si tal vez alguna iguana asesina o un sobrino travieso, que posiblemente se camuflara entre las champas y los pajonales.
Luego del susto, debía desaparecerme de los alrededores de la casa. Ningún escape mejor que caminar bajo la parra en dirección al fondo de la finca, con un perro de la casa que me seguía a todas partes.  Esos típicos animales fanfarrones abundan por doquier.  Caminando hacia el oeste, a pocos metros del alambrado que separaba la propiedad de los Avalos, una jauría nos salió a torear, pero mi compañero los superaba en tamaño, así que los vecinos, mantenían aun, prudente distancia. Si alguno osara atacarme, bien armado iba yo con mi onda de doble tubo que me había regalado el tío Negro, así que nada debía temer. El tema sería encontrar en un terreno recientemente arado y lleno de terrones, una piedra digna de David, las cuales no había previsto juntar en mi bolsillo antes de salir de campaña. Lo mejor, mantenerse alejado.
Antes de llegar al fondo de la propiedad,  pasamos junto a unos ciruelos llenos de frutos, solo comí un par de ellos, ya que conocía los efectos catárticos de los mismos, y no quería pasarme la noche entera en el baño. Que fuera niño no significaba que fuera tonto. Con una vez se aprende.
Al llegar al destino impuesto, las higueras esperaban. Desconozco si estaban llenas de brevas o higos maduros, diferencia que nunca reconocí. Si la planta era una higuera, el fruto era el higo y eso bastaba para mí. La sombra de unos talas y un cañaveral, mantenían a esa hora de la mañana, fresca deliciosa fruta, no como al ciruelo que estaba en plena finca y sin arboleda cerca. Ahora sí podía saborear estas delicias sin temor a que me provocara algún malestar. Me enjuagué las manos en la acequia, quitando el pegajoso jugo lechoso de la cascara de higo, de mis dedos y mi boca y me alistaba para el regreso. Al recuperar fuerzas debido a la caminata de los cien metros hasta el fondo de la casa de los abuelos, mi fiel guardián y yo regresábamos a la casa, esperando que la gallina clueca estuviese callada y hubiese regresado a sus empolles en aquel agujereado cuentón de loza, lleno de paja y plumas del que la espanté. A mis espaldas quedaba el imponente cerro El Manchao, de los pagos del Ambato, de un celeste magistral y esa vez sin sus picos nevados.
Al llegar a la casa, mi perro fiel buscaba aplacar la sed en el balde debajo del grifo, y luego se echaba debajo del jeep IKA verde de Roque,  el que más de una vez sirvió de nido y gallinero a diversas aves de corral.
Mi tía Gringa, luego de notar mi rato de ausencia, desde la cocina me gritaba, “changuito, venga a comer algo” y desde lejos le respondia  “no tía,... yái comío”

Autor: Esteban Unzaga. General Pico, noviembre de 2012.

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