El
baile en San Antonio .
Allá, en un rincón del tiempo,
está de fiesta el pueblo. Las Fiestas Patronales de San Antonio.
Las bombas de estruendo despiertan el vecindario,
se escucha el primer repique llamando a misa; con el tercero dará comienzo
la ceremonia santa.
El repique de las campanas tiene el acento propio
del campanero: Pedro le pone música, ritmo; suenan como un malambo
místico.
Así, hombres, mujeres, niños, ancianos con su
mejor atuendo, van y vienen de la primera o de la misa de
once; en algunos rostros se ve la paz: han limpiado su
alma con la confesión.
Las honras al patrono duran nueve dias con sus
noches. Cuando el sol se pone sobre los cerros, todos vuelven
a la iglesia, especialmente los jóvenes a rezar la novena, también con
la esperanza de encontrarse con los ojos de sus sueños.
Luego de rezar el Santo Rosario y de
tocar algunos pasajes bíblicos, el sermón será lo inquietante; con la
promesa del fuego eterno o en la paz del Señor, fluctúan
las almas.
Los que viven en pecado, los concubinos, bajan
la cabeza allá lejos, escondiendo la mirada cuando son llamados a ordenar sus
vidas; siempre queda algún rebelde para la próxima función.
Así llega el último día el domingo. Por
la mañana gran actividad con misas cantadas, comuniones; la
plaza llena de gente de otros pueblos, vendedores de todo,
feria de platos, voces nuevas, las bombas de estruendo que obligan
a los perros a protegerse debajo de sus amas distrayendo el rezo.
Muchos niños hacen la primera
comunión, entre ellos, yo. Confieso que pequé; pequé con mis zapatos nuevos,
mis medias, mi traje azul, blanca la camisa y el moño al cuello; los
guantes blancos y el otro moño en el brazo izquierdo, con arabescos
dorados. Sí, pequé al verme otro, metido en un envase
que no era el mío, yo que amaba la vida, jugando con el
perro y la pelota de trapo.
Luego de recibir el sacramento, almitas
blancas, pedimos la bendición primero a los padres; luego a todo conocido
que está cerca, con cara de santito
y tendiendo con timidez la mano para recibir la
moneda de regalo, mi padrino me dio una libreta de ahorro con un peso.
Después de un corto tiempo, a las cinco de la tarde, empieza el movimiento para la procesión con el
santo, los canticos y rezos acompañando el vuelo
generoso de las campanas: más bombas, al final la despedida
con pañuelos y vivas. ¡Viva San Antonio!, ¡Viva!
Empezando la noche, el baile popular con la
banda de la Escuela Quintana
que había acompañado las ceremonias. La Zamba de Vargas, bailada
con la elegancia, las cadencias y el donaire de mi hermana Berta.
Autor: Luis Unzaga, Córdoba, noviembre de 2012.
Despertando en Las Chacras.
Levantarme temprano en Las Chacras, en verano,
era algo seguro. O me despertaba el
zumbido de los mosquitos que eran indemnes a todo tipo de químicos, o bien el
gallo de turno que cantaba en el gallinero, el cual estaba a escasos cinco
pasos de la ventana del antiguo cuarto del abuelo Victoriano. La vieja
habitación era de paredes de adobe, de treinta centímetros de ancho, con una
pequeña ventanita rectangular, demasiado alta para mi gusto, o será que
entonces yo media escasamente un metro y siete primaveras? Tenía unos
“barrotes” de madera, supongo para que no entraran animales de gran porte, ya
que entonces, los ladrones no cabrían por allí. Es más, dudo que existiera gente
con ladinas intenciones. El piso de ladrillones cuadrados, que se mojaban antes
de ser barridos con alguna escoba de ramas de ancocha, luego quedaría fresco
para la hora de la siesta.
Sobre una de las paredes, recuerdo, colgaban un
par de cuadros. Uno de ellos tenía unas figuras de quién sabe qué santo,
rodeado de ángeles bebes, alados, regordetes y conocedores de música, ya que
tenían arpas en las manos. El otro cuadro era de San Roque, y lo recuerdo bien,
un hombre con túnica, un garrote largo y un perro fiel caminando a su lado.
Siempre me quedó la duda, de si mi finado tío Roque había sido bautizado
agradeciendo a este santo alguna gracia, o si
San Roque habría sido nombrado conmemorándolo a él, ya que mi pariente
amaba más a sus perros que a ninguna otra persona.
Antes que me despertara el gallo, el tío Roque, o
Roque a secas, tampoco le mezquinaba a los ruidos a las cinco de la madrugada,
ya que encendía la radio para escuchar LRA 7, Radio Nacional Catamarca; comenzaba
con sus tareas de curtiembre, y nunca tenía todas sus herramientas prestas,
motivo por el cual, siempre entraba a buscar algo en el cuarto donde yo dormía,
y al abrir la puerta, esta se arrastraba seca y temblorosamente sobre el piso
hasta darle espacio a que entrara toda su anatomía. El ruido no me despertaba tanto, pero las
lamidas en mi rostro del perro compañero de mi tío, eran infalibles.
Era en vano. Entre el canto del gallo, que parecía
escupir su garganta cada quince minutos, los mosquitos posándose en mi espalda
y el perro lamedor, ya no volvería a conciliar el sueño. Para entonces ya eran cerca de las seis de la
mañana, y con suerte vería salir el sol por arriba del Portezuelo.
Al levantarme, Roque ya estaba en el centro de
la galería, no al frente de la habitación haciendo ruido, sino cosiendo algún
cuero mientras miraba a la calle y se repartía entre sus fieles canes, entre
mimos y pedazos de pan. Los perros, celosos entre sí, gruñían por alguna
caricia o una sonrisa de su amo. Cada tanto un tarascón bajo sus pies, y el
viejo dando un grito para calmarlos. Él amaba a sus perros, y me daba gracia
ver sus gestos al regalarle sonrisas: me recordaba a un viejo samurái, con sus
ojos sonrientes cerrados por sus pómulos colorados, y su bigote excediendo la línea de su mentón. Tenía unos
hermosos ojos azules, no bellos como los de mi tía Gringa, pero merecedores de
admiración. Su cabello no abundaba en su cabeza, solo lo necesario para
confundirse con un fraile, quizás un Franciscano. Sus dedos con uñas largas,
poco aseadas y su andar más bien pesado, como arrastrando el tranco, ya sea en
uyutas o botas de goma, según el clima. Si prestaban atención, cualquiera
podría oírlo murmurar por lo bajo, rezongando quien sabe por qué o quién.
La mañana transcurría entre el trino de las aves
y el canto de los coyuyos. Al salir el sol, de a poco hacia brillar las flores
amarillas más altas de la legendaria tipa, hasta llegar a las más bajas, que se
mezclaban entre las hojas del no joven gomero.
De a poco, la mañana iba adquiriendo su cotidiano ritmo chacarero.
Para no aburrirme hasta el momento del desayuno,
me ponía a regar el frente de la casa, lo cual aseguraba para horas cercanas al
medio día, dos grados menos de agobiante calor, y eso era diferencia! Comenzaba
por fuera del portón de madera, la calle en si, ya que no había vereda en
aquella época, y retrocedía cuidándome de no mojarme los pies. Odiaba el barro
entre mis dedos, a menos que fuese época de carnaval, donde todo vale para
ensuciar al otro. Continuaba regando hacia adentro, y cada tanto un poco de
barro arruinaba mi labor, distraído por mirar las flores del ceibo o el
elegante caminar de los horneros, que flexionan sus patas y no andan a los saltos
como los tontos gorriones. “No haga barro, changuito!!” decía Roque desde la galería, y posterior a
la orden, refunfuñaba entre dientes.
Poco antes de las ocho, la tía Gringa me
llamaba: “Esteban, Esteban, venga a desayunar m’hijo, rápido que se enfría el
café. Tanto amor de esta tía, que sin
darme cuenta siquiera si me había madrugado en el despertar, en tres minutos
preparaba el mejor desayuno caliente, con pan casero y jalea de higo de las plantas del fondo de la
casa. Que se va enfriar ese café! Si
estaba hirviendo!! me decía para mis adentros, sentado a la mesa y leyendo un cuadrito en la pared del frente
que decía -y que aún no lo entendia- “El casamiento no es nada, la ollita es la
condenada”. Y sí que mi tía lo sabia! Las cosas de la casa, se hacían siempre,
con o sin ganas, la animalada estaba siempre bien atendida, el almuerzo siempre
a la hora indicada, nunca faltaban porciones, siempre se podía repetir, y si
llegaban de esas visitas inesperadas, siempre tenía algo listo para
convidarles, con la amabilidad que solo la gente del campo sabe hacerlo. Sus
manos podían con todo, la cosecha de las uvas, poner los higos sobre el cañizo
al sol, recoger los membrillos y luego pasarlos por el tamiz, todas tareas
sencillas pero que cansaban a cualquier forastero de la ciudad, y que solo iban
de visitas para sentarse a matear un rato y a hablar de finados y próximos. De
todas las tías que tuve como “madres”, ella fue la que mejor se portó con
semejante sabandija. Siempre con palabras de cariño, con historias llenas de
encanto, y con ese abrazo que ninguno de sus sobrinos olvidaría. Nunca.
Al terminar el desayuno, siempre luego de patear
algún perro cargoso que se ganaba debajo de la mesa, para ligar un boyo de pan,
-sin que me viera Roque, claro- me preparaba para alguna próxima aventura.
Podía ser trepando algún árbol, o animarme a investigar que había en esos
terroríficos cuartos llenos de cachivaches al costado del gallinero,
abarrotados de telas de arañas y cueros llenos de tierra. Cualquier alimaña
podía salir de entre las cajas: arañas pollitos, quirquinchos, víboras
lampalaguas, una comadreja o dándome flor de susto alguna gallina empollando!
la cual salía despavorida y cacareando a mis espaldas ya que yo sería el primero en embocarle a la puerta de madera y
cartón. Al salir del cuarto, ya bajo la viña, solo se verían plumas y polvo. Diez minutos después, la tonta gallina seguía
cacareando a lo lejos. Al escuchar el alboroto de la blanca, Roque aparecía
averiguando qué pasaba, si tal vez alguna iguana asesina o un sobrino travieso,
que posiblemente se camuflara entre las champas y los pajonales.
Luego del susto, debía desaparecerme de los
alrededores de la casa. Ningún escape mejor que caminar bajo la parra en
dirección al fondo de la finca, con un perro de la casa que me seguía a todas
partes. Esos típicos animales fanfarrones
abundan por doquier. Caminando hacia el
oeste, a pocos metros del alambrado que separaba la propiedad de los Avalos,
una jauría nos salió a torear, pero mi compañero los superaba en tamaño, así
que los vecinos, mantenían aun, prudente distancia. Si alguno osara atacarme,
bien armado iba yo con mi onda de doble tubo que me había regalado el tío
Negro, así que nada debía temer. El tema sería encontrar en un terreno
recientemente arado y lleno de terrones, una piedra digna de David, las cuales
no había previsto juntar en mi bolsillo antes de salir de campaña. Lo mejor,
mantenerse alejado.
Antes de llegar al fondo de la propiedad, pasamos junto a unos ciruelos llenos de
frutos, solo comí un par de ellos, ya que conocía los efectos catárticos de los
mismos, y no quería pasarme la noche entera en el baño. Que fuera niño no
significaba que fuera tonto. Con una vez se aprende.
Al llegar al destino impuesto, las higueras
esperaban. Desconozco si estaban llenas de brevas o higos maduros, diferencia
que nunca reconocí. Si la planta era una higuera, el fruto era el higo y eso
bastaba para mí. La sombra de unos talas y un cañaveral, mantenían a esa hora
de la mañana, fresca deliciosa fruta, no como al ciruelo que estaba en plena
finca y sin arboleda cerca. Ahora sí podía saborear estas delicias sin temor a
que me provocara algún malestar. Me enjuagué las manos en la acequia, quitando
el pegajoso jugo lechoso de la cascara de higo, de mis dedos y mi boca y me
alistaba para el regreso. Al recuperar fuerzas debido a la caminata de los cien
metros hasta el fondo de la casa de los abuelos, mi fiel guardián y yo
regresábamos a la casa, esperando que la gallina clueca estuviese callada y
hubiese regresado a sus empolles en aquel agujereado cuentón de loza, lleno de
paja y plumas del que la espanté. A mis espaldas quedaba el imponente cerro El
Manchao, de los pagos del Ambato, de un celeste magistral y esa vez sin sus
picos nevados.
Al llegar a la casa, mi perro fiel buscaba
aplacar la sed en el balde debajo del grifo, y luego se echaba debajo del jeep
IKA verde de Roque, el que más de una
vez sirvió de nido y gallinero a diversas aves de corral.
Mi tía Gringa, luego de notar mi rato de
ausencia, desde la cocina me gritaba, “changuito, venga a comer algo” y desde
lejos le respondia “no tía,... yái comío”
Autor: Esteban Unzaga. General Pico, noviembre de 2012.
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