Javier salió del departamentito de un único ambiente en la Avenida
Ipiranga 81, caminó unos 350 metros hasta la flamante
estación de metro de la Plaza de la República. Estaba bastante
adelantado para la primera clase e iba despacio; hizo la combinación con
la línea azul en Praça da Sé, y se bajó en Vila Mariana.
Todavía faltaban unos cuarenta minutos para entrar al aula y decidió
parar un rato y tomar un "pingado de café com leite" y un
pan con manteca "na chapa".
Se sentó en un banco alto al lado del mostrador, miró para atrás por el
espejo y entonces lo vio.
Era Israel Vilhas, igual, solo que treinta años mayor: envejecido,
canoso y flaco, casi descarnado. A su lado, sentados los dos en una mesita del
fondo oscuro del bar, un hombre que le pareció familiar: no más de un metro y
setenta, pelo negro, unos 78 kilos, calvicie incipiente, tal vez 62 o 63 años,
y bastante parecido a su padre. Esto lo intrigó casi tanto como verlo, así de
golpe, al viejo Vilhas, tan envejecido que parecía un hombre de 90 años.
Tomó el café con leche despacio, se levantó y llevó el platito con el
pan con manteca; y giró sin prisa, para ir directo a la mesita del fondo, donde
estaban Israel Vilhas y el otro hombre, que tanto le recordaba a su
padre.
Ellos no lo vieron de inmediato, pero Javier se sorprendió de
nuevo, al notar que en realidad estaba en un escenario completamente
diferente: mesitas de bar, sí, pero al fondo de un gran teatro, con las paredes
llenas de libros, gente vestida de un modo más informal todavía, si se la
comparaba con sus jóvenes amigos brasileños en aquel año de 1980.
No, definitivamente el escenario del bar no solo no era el del
"boteco" de la esquina de Domingos de Moraes con la Lins de
Vasconcelos, ni siquiera era un escenario tropical y paulistano; era una
librería porteña.
- Sí jovencito, estamos en Buenos Aires, en 2014 y apuesto que Ud. se
llama Javier, llegó hace muy poco a Brasil, da clases de inglés, y tiene un
problema serio, antiguo, con este hombre que me acompaña, don Israel Vilhas- le
largó de pronto, en un castellano cargado por el acento cordobés, el
acompañante del viejo, acertándole en todo y dejándolo boquiabierto y casi mudo
del susto.
- ¿Quién es Ud? ¿Acaso somos parientes?- se defendió Javier,
intrigado y algo temeroso.
- Si le digo, Javier, que su última residencia acá en Buenos Aires, en
1979, quedaba en Lomas del Mirador, ¿va a creerme que lo conozco casi tan
bien como Ud. mismo se conoce?- insistía el hombre, y Vilhas los miraba a ambos
con los ojos perdidos en un horizonte lejano, típica mirada de un viejo que
sabe que la eternidad -o la nada- lo aguarda muy cerca, quizá a la vuelta de la
próxima esquina.
- Digame, ¿somos de la misma familia?- tanteaba Javier, mientras
buscaba en la memoria la imagen de este hombre tan familiar, tan semejante a su
propio padre.
- Te cuento, Javier, y dejáme que te tutee, que al final yo soy vos
dentro de 33 años- le larga el desconocido y a Javier, jovencito de menos de
treinta años, 70 kilos escasos, pelo y bigote negro, le cuesta reconocerse en
este hombre gris, pesado y todavía con algunos rulos, pero casi calvo. Y se
sienta para no caerse.
- Y vos, ¿qué hacés acá, Israel?- lo fulmina al viejo Vilhas con la
mirada, cargada de un desprecio juvenil que mete miedo, el Javier de 1980.
- Vine a despedirme de mi hermano; murió hace un par de años, y yo nunca
me había atrevido a volver a la Argentina-confiesa
el viejo, y la voz le sale desde el fondo de un cansancio casi secular, y
Javier -el joven- se ríe pensando en los que lo llamaban "testigo del
siglo"...¡já, já!...pero si todos somos testigos de este siglo XX que
parece que no se termina más.
- Pero se terminó Javier; y ya hace 14 años que empezó el siglo
XXI, el de la falsa paz, el de la democracia limitada, el de la izquierda
derrotada pero que se instala en el poder y gobierna con los antiguos métodos,
y hasta con algunos de sus viejos enemigos mortales- le informa el viejo Javier
al Javier joven, que lo mira estupefacto.
- Son las arrugas del tiempo, Javier- le dice Israel Vilhas - no solo la
piel de los viejos se llena de arrugas, también las líneas del tiempo se
pliegan con el pasar de los años-.
- Si, y a veces ocurren superposiciones, como esta que ves ahora: vos y
yo, la misma persona, con 33 años de distancia, una al frente de la otra-
refuerza el Javier viejo la teoría que el joven ya había oído alguna vez en
conversaciones con Juancito y sus historias con Pedro Milesi y el general
Líster.
- Tengo que dar una clase dentro de diez minutos en Vila Mariana, ¿dónde
estoy?- dice el joven Javier y se levanta para retirarse.
-Muy lejos amigo, en Buenos Aires, ya te dije. Pero no te preocupes, no
creo que pierdas esa clase; cuando vuelvas a 1980 todo seguirá igual, ya vas a
ver. Vamos, quiero mostrarte una cosa- y el viejo Vilhas se levanta de la mesa
con dificultad, apoyado por un bastón de palo nudoso, pero ni el Javier
envejecido ni el joven hacen el menor esfuerzo por ayudarlo a caminar. Algunos vecinos
de mesa los miran con un cierto espanto: ¿cómo puede ser que un hombre de
casi 90 años no reciba apoyo del joven, por lo menos? Y un señor se levanta y
se ofrece para acompañarlo hasta la salida.
Javier joven y el viejo Javier aprovechan para adelantarse, salen a la
vereda de la avenida Santa Fe y se alejan un par de metros de El Ateneo. Pero
el paso lento de Israel Vilhas, y una mirada suplicante, pidiéndoles ayuda, lo
hace volverse al Javier sesentón, que se acuerda de algo que leyó en los escritos
de su amiga Alicita, que decía que no hay nada que se compare a confiar como
sólo se confía en un compañero, o compañera, al que además se respeta; y se
acuerda el Javier viejo que con un compañero, más que con un amigo o amiga, se
comparten objetivos que trascienden lo individual.
- ¿Lo habrá entendido alguna vez el viejo Israel Vilhas? como
decía Alicia, ¿sabría lo que era abrazar, disfrutar, recorrer o recibir un
cuerpo joven y sano al que, sin embargo, mañana podía arrebatar la cárcel o la
muerte? ¿Se acordará el viejo aquello que sabíamos hace 35 o 40 años, que
cada encuentro podría ser el último y que después podría venir la separación,
tal vez para siempre? ¿Sentiría él que, como decía la amiga Stolkiner, en
cada encuentro de camaradas, amigos revolucionarios o de la misma pareja,
tratábamos de suspender el tiempo y olvidarnos de lo inmediato,
porque era una jugada deslumbrante, con una intensidad máxima?
Javier joven y su otro yo envejecido lo miraron al viejo, y la rabia del
joven se desvaneció en pena; se disolvió el odio y el desprecio a la traición,
como al Javier maduro se le había vuelto difuso el horror inicial, 38 años
atrás, ante la fuga, la huída cobarde y planeada, el desamor desencontrado del
viejo Vilhas con tantos compañeros que lo querían y respetaban "con una
intensidad máxima", inocente, tan típica de la entrega
revolucionaria.
El viejo Israel Vilhas sube al taxi con una lentitud que representa
años, décadas enteras de soledad, y tal vez de arrepentimiento. Entra y cierra
la puerta del coche con una paciencia y resignación que son las que siguen a
las tantas separaciones de siempre y para siempre, repetidas una y mil
veces.
Hace un gesto triste al pasar, que se parece con un saludo, un chau
esperanzado de quién quiere volver a ver a un viejo camarada, y le pide perdón
con la mirada; o quién sabe sea un adiós conformado, un empezar a perderse en
las brumas de un pasado que ya no le pertenece, porque la traición a los
compañeros, la deslealtad y la decepción no se pagan, no se compran ni se
venden. Se pueden entender, pero no se perdonan.
- No Javier- le dice el viejo a su joven otro yo, que sigue mudo, de
cara ensombrecida, las cejas y labios apretados por el rencor. - No, ya no se
acuerda el viejo Israel Vilhas de aquellas jugadas deslumbrantes, de una
intensidad máxima, de las que habla Alicita, porque a la camaradería él la debe
haber entendido como a la amistad de los viejos políticos burgueses, meros
compinches, llenos de intereses y conveniencias. ¿Beneficios o
réditos?...eso era lo único en lo que no se podía pensar cuando hablábamos de
amor, de sexo, o de camaradería. Era prohibido, porque éramos como los
combatientes de la
Compañía de Jesús, o los santos franciscanos, o los
monjes del Tíbet. Por eso vos seguís siendo un puro Javiercito, a los 30 años;
y yo, con más del doble de tu edad, el mismo yo, ya no soy inmaculado como
antes- dice el Javier envejecido y se le nubla la vista, se apoya en la pared
en la esquina de Santa Fe y Aráoz, a una cuadra y media del conventillo en el que
nacieron y vivieron, Javier el joven hace 30 años, y el viejo Javier hace 63.
Y la bruma fría del barrio chic porteño se ilumina; y desaparece la
neblina y florecen los flamboyans y los ipês, y el
ruido y los olores tropicales del barrio de Vila Mariana, en São Paulo, lo
deslumbran al joven Javier, que mira en el reloj de pulso, y ve que el tiempo
corre, que faltan sólo seis minutos para empezar las clases de inglés de su
segundo grupo en el CCAA, que no puede atrasarse, y que la vida continúa, y la
revolución sigue, como el viejo topo, por otros caminos, más sinuosos, pero
siempre con un objetivo fijo en el horizonte.
"Cuando llegue a mi casa
besaré a nuestros hijos
¡y he de amarte tanto!
que nos envidiarán los muertos
que murieron de amor
porque amando vivieron"
besaré a nuestros hijos
¡y he de amarte tanto!
que nos envidiarán los muertos
que murieron de amor
porque amando vivieron"
El Amor y los
Amores
J. Villanueva, São
Paulo, 16 de abril de 2012.
Referencias:
Luis Rubio Iribarren:
y
Alicia Stolkiner:
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