Al
final de la cosecha de uvas, luego que se vendían las
mejores, quedaban las de
menor calidad. Teníamos que
juntarlas y entregar
todo al alambique para la producción de aguardiente, el Esquiú o el Isis.
Con
mis pocos años, todavía niño y junto con otros hermanos y amigos, teníamos esa tarea de cortar los racimos, llenar los cajones y subirlos a la jardinera para
su transporte. Sucias las manos y
con la miel de la uva en
toda la ropa.
Era una de esas tardes cálidas en la que algunos
pocos veraneantes salían
de paseo. Para mi
asombro, una señora desconocida y su hija, más o menos de nuestra
edad, nos miraba
desde la calle.
Me pidieron un
poco de uvas y,
por la conversación, supe que
eran de Santa Fe. Luego
la señora me dijo si
podía hacerla dar
un paseo en
la jardinera a su hija, que ella esperaría.
Así, con esa pasajera de ciudad y de
otras costumbres a bordo, iniciamos
el paseo por los callejones
de La Falda. No recuerdo los
temas de conversación; posiblemente hubo
muchos silencios y,
luego del chirriar de
los ejes y
los pozos del
camino , regresamos a donde
nos esperaba su
madre.
En recompensa, y con la ternura de su bella inocencia, la niña me dio un colorado beso.
Autor: Luis Unzaga
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