No fue nada fácil encontrar un micro que me llevara de Buenos Aires a Córdoba en el clima de agitación que se había creado con el Rodrigazo*. Pero yo tenía que viajar de cualquier modo.
El 3 de Julio de 1975, las Coordinadoras que agrupaban a los sectores más combativos del movimiento obrero argentino llamaron a una huelga general con movilizaciones que fueron imponentes en las grandes ciudades del país: en Rosario, Córdoba, Santa Fe, Mendoza e incluso en el Gran Buenos Aires, hubo grandes marchas desde el sur, el oeste y el norte, destacándose las columnas encabezadas por los obreros de la Ford. La Policía Federal tuvo que bloquear todos los accesos a la Capital para impedir que las columnas obreras marchasen hacia la CGT, convocadas por las Coordinadoras.
Los pensamientos se me bifurcaban ante ese panorama que algunos consideraban que era el de una situación revolucionaria directa, y que otros veíamos como un momento de defender las conquistas democráticas populares y el avance obrero; tal vez llamando, pensábamos, a una constituyente y a elecciones anticipadas que reemplazacen al gobierno autoritario de Isabel Perón por uno más adecuado a la crisis prerrevolucionaria que podría terminar –como terminó- en un golpe militar cruento.
Mientras, el otro lado de mi cerebro pensaba, febril, en el chiquito que estaba por nacer, en medio de una situación tan inestable, yo en Buenos Aires, y el bebé que estaba llegando y su hermanito, en Córdoba. Sin casa, apenas en un departamento prestado en la capital federal por la esposa de un tío que ni sé si sospecharía en qué luchas yo andaba metido.
Al final, después de patear por media ciudad, conseguí pasaje en uno de los tantos colectivos clandestinos que salían de las calles cercanas al Once y partí hacia Córdoba. El vehículo no tenía calefacción y el invierno era tenebroso en aquel julio de 1975. Después de un enorme desvío por las rutas provinciales pampeanas y del sur de Córdoba para huírle a la fiscalización de la UTA en huelga, llegué a la capital cordobesa. Quince horas habían pasado desde que dejé el Gran Buenos Aires por el oeste. No sin antes sufrir dos gomas pinchadas y un desperfecto en la bateria en Calamuchita, parada obligatoria en la que entraron siete u ocho pescadores con sus trofeos olorosos inundando las pituitarias de los somnolietos y agotados pasajeros.
En esos dias, a la dirección burocrática de la CGT la situación se le ponía muy difícil porque la movilización alentaba a los sectores clasistas que ganaban cada vez más espacio; pero tampoco podía dejar de protestar, porque las medidas del gobierno y del ministro de economia, Rodrigo, la dejaba muy mal ante las bases.
Mientras mi colectivo clandestino se abria paso por entre las salidas del oeste del Gran Buenos Aires, desde zona norte marchaba hacia la Capital una columna de diez mil obreros. Frente a la fábrica Fanacoa improvisaron un acto en el que ahorcaron simbólicamente un muñeco de López Rega. La policía interceptó a los manifestantes y, después de algunas pequeñas escaramuzas, los trabajadores resolvieron desconcentrarse para reagrupar las fuerzas y continuar el paro al día siguiente, 4 de julio.
A la misma hora, otros doce mil obreros marchaban desde el oeste y el sur del Gran Buenos Aires. Una columna de colectivos movilizados por el Plenario de Gremios en Lucha, fue bloqueada por la policía en el Puente Pueyrredón. En Rosario, quince mil trabajadores tomaban la cede de la CGT, y los dirigentes burocráticos huían. En La Plata, diez mil obreros fueron reprimidos con furia por la policía provincial cuando se juntaban em frente a la UOCRA, sede de la CGT Regional. Exigían la formación de una comisión única de lucha, y se produjo un combate callejero que duraría varias horas.
Y nació el bebé, que se llamó Luciano Ismael -tal vez en recuerdo del guerrillero chileno Luciano Cruz, y a la vez para homenajear a un tío y quién sabe, al mismo tiempo, al viejo Viñas, que un año más tarde huiría, asustado por la persecución de la dictadura, llevándose un dinero que nadie le había dado. La temperatura iría a caer esa semana hasta ocho grados bajo cero. La política, sin embargo seguía hirviendo, y desde las ventanas de la clínica Stuckert se veían pasar por el Paseo Sobremonte y a lo largo de la Cañada, grupos de estudiantes y de trabajadores que preparaban la huelga.
Finalmente, la CGT llamó a la huelga general para los días 7 y 8 de julio. Fue la derrota y el principio del fin del gobierno de Isabelita, que devió anular las medidas impopulares del Rodrigazo, dimitiendo al propio Rodrigo y a López Rega, quien además, tuvo que exiliarse.
Las jornadas de junio y julio están entre las mayores gestas de lucha en la historia del movimiento obrero argentino, en un momento casi prerrevolucionario y que, al decaer drásticamente, determinó la brutalidad del golpe de marzo de 1976. La cúpula del ejército había entendido que el grado de organización, politización y tendencias revolucionarias del movimiento obrero ponían en peligro el poder de las clases dominantes.
Fue en ese clima que nació, el 4 de Julio de 1975, Luciano. En aquellas manifestaciones de 38 años atrás no había enmascarados con caretas venecianas, ni jovenes dormidos que se despertaban de pronto para salir a protestar. Tal vez por eso mismo, el destino de lucha sea parte del sino de Luciano; y con los años haya aprendido que lo mejor de la vida se logra con trabajo y con lucha, con tesón y coraje. Con insistencia y paciencia.
Como lei en este mismo blog de literatura, hace exactamente un año, parafraseando a Borges, “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Y Luciano se fue sumando a la quimera, e igual que tantos otros -mujeres y hombres eternautas de lo cotidiano- fue juntando de a poco los pedazos del espejo roto; y los sigue pegando, un día atrás del otro, sin pausa ni prisas. Y así nos reconocemos, no ya en el lejano mirar de Atahualpa y nuestros tantos hermanos de los años 70, sino en el reflejo de la mejor imagen posible, la de la realidad que vivimos hoy, en nuevas circunstancias, y que nosotros mismos vamos construyendo, por fuerza de nuestras voluntades y esfuerzos, sin amos ni botas, ni dioses.
Javier Villanueva. São Paulo, 4 de julio de 2013, recordando el inolvidable mes de julio del 75.
El 2 de junio de 1975, Celestino Rodrigo, nuevo ministro de economía del gobierno de Isabel Perón, lanzó un paquete de medidas que representaban un feroz ajuste sobre los sueldos de los trabajadores. El gas de cocina aumentó un 60%; la electricidad y el boleto de los colectivos 75%; el subte 150%; los productos de la canasta familiar -leche, pan, harina, fideos, pollos, huevos- iniciaban un espectacular aumento que llegó al 200%. Y devaluó la moneda en 160%. Mientras los salarios se aumentaban en 38% y se suspendían las negociaciones paritarias.
Pero la resistencia obrera derrotó el plan, al producir el 27 de junio la primera huelga general contra un gobierno peronista.
Tras un mes de huelgas y movilizaciones se logró la homologación de los convenios y Rodrigo renunció, junto al verdadero jefe del poder en las sombras y comandante de las Tres A, López Rega, quien huyó del país.
Eso fue lo que se llamó el “Rodrigazo”, un gran triunfo histórico de los trabajadores.
es raro verse inserido en un contexto tan importante..no tengo palabras
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