sexta-feira, 5 de julho de 2013

La hormigonera y el taxista

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La hormigonera y el taxista

Duermo y lucho para salir del sueño cuando escucho que abren la puerta de la habitación y entra gente; hay voces en el pasillo del sanatorio. Cierran la puerta y alguien se sienta en el borde de mi cama; escucho la voz de mi primo:  ––Anoche soñé que era taxista–– le oigo contar, salgo del ensueño y de los recuerdos de Victoriano y le presto más atención a lo que dice Raúl, mientras hace hora para esperarla a Raquel. Mi hermana debe venir a cualquier momento a relevarlo de la ingrata tarea de acompañarme en silencio, arreglarme una sábana o pellizcarme para probar, de vez en cuando y subrepticiamente, si es que de veras estoy completamente insensible, muerto para el dolor, el olor, los ruidos, el tacto o las imágenes, como afirman los médicos.
  
––Un taxista–– dice mi primo, o mejor dicho, me repite; porque, aunque el cuidarme parezca una tarea aburrida, Raúl me estima y yo sé que no me considera un mero vegetal al que tiene que acompañar. ––¡Un taxista en un Fiat 600!, medio rídiculo, ¿no?–– y se ríe, sorprendiéndola a Raquel, que en ése instante entra en la habitación, y piensa que Raúl se ha olvidado que, muy probablemente, no puedo oírlo, ni mucho menos contestarle sus comentarios.
––¿Pensás que se va a recuperar?–– le pregunta Raquel, pero Raúl sonríe sin inmutarse, la mira, enseguida me mira y sigue con el relato del sueño: ––Un Fiat 600, sí, aunque te parezca increible; manejo despacio unas dos cuadras y paro en la esquina porque una cliente me hace señas; bajo la bandera y cuando entra, la miro de reojo por el espejo retrovisor; es rubia, linda, y se esconde parcialmente, como en una película en blanco y negro, o un texto de Manuel Puig, entre las solapas levantadas de un piloto azul marino–– completa Raúl.

El estado de coma parece que me aguza la memoria, y de pronto me acuerdo que ya he escrito un cuento parecido al sueño de mi primo, incluso que se lo mandé por e-mail porque quería su opinión para presentarlo en un concurso. 
En mi cuento, la rubia se baja del taxi y lo deja perplejo al chofer con un “hasta luego”. Y a pocas cuadras antes de llegar a su casa, un par de horas después, vuelve a verla, y ya no entiende nada. 
Esa noche, cuando va a dormirse, muerto de cansancio y tratando de no hacer ruido para no despertarla a Ana, su mujer, siente que el pecho se le oprime y, más tarde, en medio de la noche, se despierta asustado y transpirando, después de haber soñado que la rubia del taxi le deja caer, suelto y perfumado, un mechón muy rubio y espeso sobre los hombros.

 ––¡Qué sueño más raro!–– dice Raquel, cuando mi primo termina de contar que, al día siguiente, la rubia había vuelto a subir al taxi; le había esquivado la mirada un par de veces cuando él trataba de espiarla por el retrovisor; y por fin, al darse vuelta para recibir el pago por el viaje, la había visto llorar, apretándose el pecho, retorciéndose de dolor y diciéndole que había sufrido un infarto el día anterior, pero que ya estaba mejor.

Por fin, se van todos y  apagan la luz de la habitación; me quedo solo con mis recuerdos. Repensando el final del cuento –o del sueño-, me doy cuenta que siempre, desde chico, tuve una cierta claustrofobia, miedo de que me enterraran vivo, o de quedar sepultado durante un terremoto, o de ser víctima de un derrumbe de un edificio, por ejemplo. Mis fobias se habían multiplicado en los años del terror; pensaba que no podría soportar el encierro de una celda, o la sofocación de una capucha.
 
Como cuando nos llevaron presos a los mil quinientos estudiantes y militantes que nos habíamos concentrado en la facultad de arquitectura para protestar contra el fusilamiento de Trelew, el 22 de agosto de 1972, y la policía de Córdoba nos había metido de a cincuenta en unos carros de asalto en los que probablemente no cabrían, en circunstancias más normales, ni veinte personas de pie.

La sensación de tener el cuerpo separado en varias partes, me había recordado de inmediato “La Hora 25” de Virgil Gheorghiu, cuando el personaje cuenta que, al ser transportado con otros prisioneros, en condiciones idénticas a las mías, se había sentido como en un cuadro cubista de Picasso, con los brazos desconectados del tronco, las piernas y la cabeza.
Pero ahora, estando solo y a oscuras en mi cuarto de hospital, encerrado entre las cuatro paredes de mi cuerpo en estado vegetativo, extrañamente no sentía para nada ese miedo claustrofóbico al aislamiento y al silencio. 
Y en la oscuridad, en medio del silencio y la quietud más absolutos, y libre del espanto de las fobias, me di cuenta que me acordaba muy claro del final del cuento “El chofer de taxi”  y que, como le había ocurrido a Raquel con el sueño de Raúl, también a mí mismo me había parecido raro el desenlace de la historia que había escrito y quería mandar al concurso:

La mujer vuelve a tomar el taxi y el chofer –que es Raúl en su sueño, o el protagonista del cuento, no sé– se asusta al verla, pero se alegra de tener una nueva oportunidad de hablarle; la mira una vez más por el espejito y ella ya no lo rechaza, y en vez de un mohín de fastidio, le devuelve una sonrisa levemente esbozada. 
El chofer ya no puede seguir mirando hacia adelante, aunque le llama la atención un camión hormigonero que baja lentamente la curva de la loma, a unos cien metros. 
La mira otra vez a la rubia, y los ojos de la desconocida le vuelven a sonreir en el retrovisor; ¡y cómo le cuesta volver la mirada a la ruta!, ver el hormigonero zigzagueando, sin frenos, por lo que parece. 
La rubia no le saca los ojos de encima, lo perturba y lo seduce; y la punta del paragolpe trasero del hormigonero, que ya hizo un giro completo de 180º, se clava lentamente en el capot del taxi; y una presión creciente se le instala entre el hombro izquierdo y el pecho, mientras el cemento se descarga lentamente, con todo su peso, entre las rendijas del vidrio entreabierto y lo revienta en mil pedazos, mientras la rubia le guiña un ojo, perturbadora, seductoramente atrayente.

FIN
Javier Villanueva, São Paulo, 5 de julio de 2013.


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