La Belle de Jour y
la Maga.
Ya ves,
Ya ves,
nada es serio ni digno de que se tome en cuenta,
nos hicimos jugando todo el mal necesario
ya ves, no es una carta esto,
nos dimos esa miel de la noche, los bares,
el placer boca abajo, los cigarrillos turbios
cuando en el cielo raso tiembla la luz del alba,
el placer boca abajo, los cigarrillos turbios
cuando en el cielo raso tiembla la luz del alba,
ya ves
Julio Cortázar
Julito había pasado más de cuatro horas vagando por las callecitas
aledañas a la playa de Boa Viagem cuando la vio; se acuerda todavía de la
muchacha bonita, una chica luminosa en el medio de la tarde, paseando sin
prisas, un domingo azul. ¿Sería Belle de Jour
la de la playa de Boa Viagem?
A ella –a la que Julito llamó de inmediato “la bella de la
tarde”- el poeta no le causó gran impresión. La cara ancha y los ojos
separados, como los de un bovino; su aspecto de niño malvado y, en fin, la edad
indefinida del escritor, no fueron elementos que pudieran encantar a la linda
mujer vestida de azul.
Pero Julito, no; él la vio y pensó que era la niña más linda
de toda la ciudad de Recife, y que sus ojos azules eran como la
tarde suave en aquel paisaje playero, cercado de palmeras. Y hasta la
rambla y la gran barrera de arrecifes de coral y sus piletas naturales, todo,
todo combinaba con la visión angelical de aquella linda mujer.
Mientras tanto, Zé Ramalho y la Maga todavía se buscaban
por las calles cercanas a los jardines de Luxemburgo, y se perdían entre
las mesas de las librerías del Barrio Latino, en los bares Boul'Mich y Old
Navy, o el Quai de Jemmapes.
Pero fue exactamente en una droguería de la estación
Saint-Lazare que Zé se encontro de cara con la Maga. No hablaron mucho, apenas lo
suficiente para que Zé quedase completamente encantado, y la siguiera más
tarde, desde el muelle de Conti hasta las puertas del cementerio de
Montparnasse, donde Muñeca Sánchez se encontró un atardecer cualquiera con
Julio Cortázar.
Zé Ramalho y la Maga, igual que Cortázar y la Belle de Jour –me fui dando cuenta
después, con el pasar de los años y la llegada inexorable y despiadada de la
vejez- no son más que meras fantasías románticas que la imaginación del pintor
lleva a su paleta, para darle más color a las letras pobres del escritor. La Belle de Jour -toda de azul, pelo rubio
oscuro, ojos combinando con el vestido- era la ficción de amor que Julito había
soñado noches enteras en su departamentito parisino desde su legada hasta los
años setanta. Y la había hecho concreta en una playa de Recife, en los trópicos
brasileños.
Zé persigue a la Maga hasta la rue Monge, la espía disimuladamente, sentado en la boulangerie, especula que es allí que se
ha instalado su musa, en la famosa rue
Monge, la misma en la que aparecieron, cien años atrás, parte de los restos de
las Arenas de Lutecia, el último vestigio aún visible del paso de los romanos
por la antigua París, antes llamada Lutecia.
-Las ciudades son siempre mujeres para mí, mi relación con
ellas ha sido siempre la de un hombre con una mujer- le dice Zé Ramalho a
Cortázar, que la mira embelezado a Belle de Jour, que se ha hecho amiga de la
Maga, que se le escapa a Zé.
- Supongo que buscamos algo así, pero casi siempre nos
estafan o estafamos. París es un gran amor a ciegas, todos estamos perdidamente
enamorados, pero hay algo verde, una especie de musgo, qué sé yo- le contesta
la Maga a Zé Ramalho, que se acuerda de Recife y de la Belle de Jour, que se olvida del poeta argentino, que recuerda que en
realidad, él está perdidamente enamorado de la Maga.
Fin
Javier Villanueva. São Paulo, 8 de Julio de 2013.
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