sexta-feira, 12 de julho de 2013

Ruidos y voces extrañas durante la noche.



Aquella noche se había cortado la luz en la fábrica; como no podían seguir trabajando más, Rosa y su marido volvían a casa después de pasear un rato por la peatonal, y ver la cartelera de cines de la Rambla, en realidad un par de calles cerradas para circular a pie en el Viejo Ramos, parecidas a una costanera, pero sin mar ni río, y sin duda, mucho más aburridas.

Eran las once y cuarto y ya estaban en la cama. Antes de dormir, pusieron el despertador para que tocase a las seis menos diez, como siempre. Rosa apagó la lámpara de su mesita de luz, y su marido largó el libro que no lograba leer desde hacía una semana, tan grande era el cansancio acumulado durante el día de trabajo en la oficina.  Rosa recordó que se había olvidado de armar la alarma, y tuvo que bajar a hacerlo; estaba frío y se puso un salto de cama.
Al cabo de diez minutos se durmieron.  Serían las dos de la madrugada cuando ella se despertó de golpe pensando haber oído un ruido en la planta baja, más precisamente en la biblioteca. Se levantó muy despacio, y prestó atención, casi sin respirar, con todos los sentidos en alerta.
Se sentó en el borde de la cama y fue entonces que sintió claramente el sonido metálico y levemente agudo; cinco toques cortos, ligeros: la alarma había sido desarmada, desactivando la única seguridad que la vieja casona de Ramos Mejías les ofrecía. Enseguida oyó algo así como un murmullo.

––Entró un ladrón–– pensó y, mientras el corazón se le disparaba con violencia, la mente se apresuraba para no ser sofocada por los latidos involuntarios de las sienes, y poder ordenar los pensamientos en busca de un plan de acción, una defensa rápida e inteligente.  
––Yo conozco bien mi casa, aún en la oscuridad–– pensó. ––El ladrón está en desventaja––. Y aunque el miedo ya se le iba volviendo pánico, no dejaba de pensar y de elaborar un plan de defensa, un contraataque. Decidió no despertar a su marido, y le pareció que era mejor quedarse en silencio. Pero enseguida la invadió la duda: ––¿No sería mejor hacer algún ruido que asustase al ladrón, que lo advirtiese, avisándole que ellos estaban en la casa, y que debería huir para no caer preso?––pensó. Pero, viéndolo mejor, si el ladrón había desarmado la alarma es porque él ya sabía que ellos estaban en casa.

Durante los segundos en que Rosa permaneció en la duda, su marido se levantó. ––¿Qué pasa, che?–– dijo, al ver a su mujer sentada en el borde de la cama, pálida y asustada. ––Hay un ladrón abajo–– murmuró Rosa.  Se quedaron en la cama, en un profundo silencio, alertas, a oscuras e inmóviles. Enseguida empezaron a oír voces. No, no se trataba de un ladrón o de un asaltante solitario...era peor, ahora escuchaban risas; y era como si, en vez de estar en la cama, paralizados y con los cinco sentidos aguzados, de pronto ya hubiera amanecido, y ellos mismos, los dos dueños de casa, hubieran bajado a la cocina y estuvieran ambos, sentados a la mesa y desayunando, o preparándose el mate.


De pronto empezaron a oírse los sonidos más habituales del quehacer cotidiano: la televisión prendida, el entrechoque de los cubiertos y la vajilla, incluso pudieron oír claramente unos pedazos de charlas, fragmentos de conversaciones entre algunos hombres y mujeres, entre los cuales sobresalían los timbres conocidos de las voces del marido de Rosa, ¡y...de ella misma!. Esa noche no pegaron un ojo.

Fin
Javier Villanueva, São Paulo, marzo de 2001.

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