Aquella
noche se había cortado la luz en la fábrica; como no podían seguir trabajando
más, Rosa y su marido volvían a casa después de pasear un rato por la peatonal,
y ver la cartelera de cines de la
Rambla , en realidad un par de calles cerradas para circular a
pie en el Viejo Ramos, parecidas a una costanera, pero sin mar ni río, y sin duda,
mucho más aburridas.
Eran
las once y cuarto y ya estaban en la cama. Antes de dormir, pusieron el
despertador para que tocase a las seis menos diez, como siempre. Rosa apagó la
lámpara de su mesita de luz, y su marido largó el libro que no lograba leer
desde hacía una semana, tan grande era el cansancio acumulado durante el día de
trabajo en la oficina. Rosa recordó que
se había olvidado de armar la alarma, y tuvo que bajar a hacerlo; estaba frío y
se puso un salto de cama.
Al
cabo de diez minutos se durmieron. Serían
las dos de la madrugada cuando ella se despertó de golpe pensando haber oído un
ruido en la planta baja, más precisamente en la biblioteca. Se levantó muy
despacio, y prestó atención, casi sin respirar, con todos los sentidos en
alerta.
Se
sentó en el borde de la cama y fue entonces que sintió claramente el sonido
metálico y levemente agudo; cinco toques cortos, ligeros: la alarma había sido
desarmada, desactivando la única seguridad que la vieja casona de Ramos Mejías
les ofrecía. Enseguida oyó algo así como un murmullo.
––Entró
un ladrón–– pensó y, mientras
el corazón se le disparaba con violencia, la mente se apresuraba para no ser
sofocada por los latidos involuntarios de las sienes, y poder ordenar los
pensamientos en busca de un plan de acción, una defensa rápida e
inteligente.
––Yo
conozco bien mi casa, aún en la oscuridad–– pensó. ––El
ladrón está en desventaja––.
Y aunque el miedo ya se le iba volviendo pánico, no dejaba de pensar y de
elaborar un plan de defensa, un contraataque. Decidió no despertar a su marido,
y le pareció que era mejor quedarse en silencio. Pero enseguida la invadió la
duda: ––¿No sería mejor hacer
algún ruido que asustase al ladrón, que lo advirtiese, avisándole que ellos
estaban en la casa, y que debería huir para no caer preso?––pensó. Pero, viéndolo mejor, si
el ladrón había desarmado la alarma es porque él ya sabía que ellos estaban en casa.
Durante
los segundos en que Rosa permaneció en la duda, su marido se levantó. ––¿Qué pasa, che?–– dijo, al ver a su mujer sentada en el borde de la cama,
pálida y asustada. ––Hay un ladrón
abajo–– murmuró Rosa. Se quedaron en la cama, en un profundo
silencio, alertas, a oscuras e inmóviles. Enseguida empezaron a oír voces. No,
no se trataba de un ladrón o de un asaltante solitario...era peor, ahora
escuchaban risas; y era como si, en vez de estar en la cama, paralizados y con
los cinco sentidos aguzados, de pronto ya hubiera amanecido, y ellos mismos, los dos dueños de casa,
hubieran bajado a la cocina y estuvieran ambos, sentados a la mesa y
desayunando, o preparándose el mate.
De
pronto empezaron a oírse los sonidos más habituales del quehacer cotidiano: la
televisión prendida, el entrechoque de los cubiertos y la vajilla, incluso
pudieron oír claramente unos pedazos de charlas, fragmentos de conversaciones
entre algunos hombres y mujeres, entre los cuales sobresalían los timbres
conocidos de las voces del marido de Rosa, ¡y...de ella misma!. Esa noche no pegaron un ojo.
Fin
Javier Villanueva, São Paulo, marzo de 2001.
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