Derecho al delirio literario
1ª parte
-Hola. Te llamé ayer porque quería que me trajeras un libro
de tu viaje- me dijo Daniel. Pero yo no estaba viajando. En realidad la de
Daniel fue la primera voz que escuché, nítidamente, aquel año. Daniel es un
tipo inteligentísimo: estudió filosofía y psicología al mismo tiempo, y se
recibió en las dos materias, casi en la misma época y en el plazo justo para
cada disciplina. No se conformó con la doble titulación y se metió de cabeza en
medicina, para especializarse en psiquiatría en menos de cinco años.
Pero había un problema: agobiado con los estudios, empezó a usar
marihuana; convencido de que la droga era apenas un remedio que lo ayudaba a
relajarse de tantas tensiones, adhirió con entusiasmo a las teorías en boga
sobre la liberación total de las drogas; se entusiasmó con los avances de la
ciencia en el sistema de liberación controlada con bupivacaína
racémica en el bloqueo del nervio ciático en ratones y otros
descubrimientos, que lo dejaban muy exitado.
Ocurre que, además de la alucinante capacidad de Daniel para el estudio
y el raciocinio lógico y científico, había un invitado de piedra que el mismo
Daniel desconocía, y que solo se le presentó, en su plenitud, a los 19 años, en
plena carrera de estudiante brillante: el disturbio de humor, más conocido hoy
como bipolaridad. Y -sumados al uso excesivo del cannabis y al
inicio de una adicción compulsiva al alcohol- los brotes de momentos de manía
elevada, o de profunda depresión lo llevaron en pocos meses a un estado físico
y mental deplorable.
Sí, Daniel fue la primera voz que escuché en esos días, en que el joven
estudiante, trastornado por el exceso de estudio y sus disturbios de humor, me
llamaba cada tres o cuatro días para contarme sus cuitas. Pero hubo también
otros llamados de un par de voces más. Solo que la de Daniel fue la única de
tipo telepática durante meses.
Debo decir, para que ninguno de mis lectores piense que estoy
alucinando, que nunca creí que esa comunicación a distancia - directamente de
mi joven amigo estudiante hacia mi mente- existiera de verdad.
Y para comprobarlo, cuento que en dos o tres ocasiones agendé unos
encuentros con Daniel, en lugares públicos -un café y dos pizerías de
Caballito, cerca de donde vivo- y siempre con la presencia de mi amiga Vivi a
pocas mesas de distancia, para servirme de testigo. Mi amigo no fue. Cuando lo
cuestioné sobre sus ausencias al vivo siempre -las tres veces- me contestó lo
mismo: "-Si me presentase por fuera de nuestra comunicación telepática
habitual, la romperíamos. Sigamos así nomás, que así estamos bien". Juro
que no me convencía.
Pero pese a su negativa a aparecer en público, al vivo y en directo
-luego supe por medio de su padre que Daniel estaba internado con un brote
esquizofrénico- nunca faltaron los contactos mentales e incluso los mensajes
por medio del facebook y por e-mail.
Y fue en uno de sus mensajes y posts en facebook que
apareció Elena, amiga antigua que conocí en Nicaragua, en mi viaje de 1979.
Nunca entendí muy bien cómo fue que Elena terminó siendo amiga de
Daniel en facebook, ya que el joven estudiante bien que podría ser un hijo muy
joven tanto mío como de mi amiga.
A partir de ese extraño contacto electrónico, moderno y confiable
-aunque ni yo ni la mayoría de los usuarios conozcamos ni entendamos sus
mecanismos íntimos- empezó también Elena a sumarse a la conexión telepática,
mecánica esa sí, que yo iba comprendiendo cada vez más y mejor en mis charla al
vivo con Yuyo.
Con mi viejo amigo Yuyo fuimos compañeros de luchas entre treinta y
cuarenta años atrás, y la nueva relación de paciente y psicólogo a veces me
molestaba. Sobre todo porque yo había leído toda su obra científica: "Parte de guerra" primero, y "La Telépata" después, aparte de sus
numerosos artículos y tesis, y tenía una enorme confianza en sus opiniones,
pero sobre todo en su praxis. No nos olvidemos que quien bebió en las fuentes
del materialismo dialéctico puede renegar después de parte de sus postulados
científicos, pero aunque lo niegue, siempre tendrá una tendencia a echar mano a
sus primeras y más sólidas convicciones.
Yuyo, en su psicoterapia, fue mostrándome que un objeto irreal -una voz,
por ejemplo- que es percibido como real, es un delirio, una alucinación. Pero
yo le contestaba diciéndole que, si yo lo reconozco como no real, o por lo
menos desconfío profundamente de esa percepción, entonces no es delirio. Y eso,
aunque yo tenga la íntima convicción que esas imágenes, o sonidos en mi caso-
no están al alcance de mis sentidos, las voces siguen allí, puntuales, dos o
tres veces por semana. Y los e-mails?
Yo le contesté a Elena varios de sus mensajes electrónicos y llegamos a
agendar un encuentro. Esta vez no se lo mencioné a Daniel, porque aparte de que
seguramente faltaría a la cita otra vez, era capaz de convencerla a Elena para
no ir. Elena fue a las citas -fueron dos encuentros- e incluso hablamos de las
voces que yo escuchaba por medios telepáticos. O sea, hablamos del contenido de
esas conversaciones, no del medio en sí, no de la telepatía o alucinación. Y en
cada tema, en cada contenido recordado, ella dio claras muestras de seguirme el
hilo, de no haber perdido el hilvanamiento de nuestras charlas mentales.
Llegué a notar, en uno de estos encuentros reales, al vivo con Elena,
que ella articulaba suavemente, pero lo suficientemente claro como para que lo
notase en sus labios, cada una de las palabras que yo iba a pronunciar,
fracciones de segundos antes de mí, contándole nuestras charlas telepáticas.
Claro que, repito, nunca le dije que nuestra conversación real seguía de cerca
-o lo antecedía- al mundo paralelo de nuestros encuentros a distancia, por
medio de voces que a veces se entrecruzaban con las de Daniel y otras no. Puede
Haber sido algo sobreentendido, no dicho, pero sí claramente compartido con Elena.
Lo que más me intrigó durante el largo período de mi tratamiento con
Yuyo es que, a veces -también él, que era mi analista- murmuraba medio segundo
antes las palabras que yo iría a pronunciar enseguida. Tanto fue así que empecé
a crear un juego -infantil, lo reconozco- para tratar de pescarlo en la
confabulación de Elena y Daniel. Varias veces amagué con decir una palabra y
pronuncié otra. No era difícil, porque siempre fui bueno con los sinónimos y
los antónimos. Por ejemplo, si yo fuera a decir "la conversación fue
inútil", lo pensaba primero y enseguida decía: "la
charla fue innecesaria".
Y así fue que lo agarré a mi amigo y terapeuta Yuyo en una serie de
situaciones en las que él también esbozaba en sus labios las palabras que yo
había pensado primero, para luego, casi de inmediato, decidirse por las
segundas, las sinônimas, o a veces incluso antónimas, por las que yo había
optado después.
Esto no disminuyó mi confianza hacia
el terapeuta y antiguo camarada. Al contrario, pense que, en vez de tratarse de
una confabulación con Daniel y Elena, Yuyo debería estar aprendiendo las armas
y tácticas de guerra psicológica de mis dos amigos, para ayudarme mejor, claro.
2ª parte
Todo iba muy bien y, al contrario de lo que se suele esperar en los
casos como el mío -con alucinaciones y delirios, digo- las conversaciones con
Elena, Daniel y las sesiones con mi terapeuta, Yuyo, eran realmente divertidas
y edificantes.
Sí, edificantes, porque yo aprendía cada vez más, y más me entusiasmaba
con los abismos y las cumbres de la mente humana; entendí también que la mente
no es lo mismo que el cerebro, y que la ciencia neurológica está atrasadísima
en sus progresos.
Aparte de todo esto, según fui viendo en mis conversaciones con Daniel
-que eran meramente telepáticas, puesto que él estaba internado y no podía
tener acceso a la internet ni al teléfono- que además de la ciencia, existen
otros caminos que la gente elige para huirle al fantasma de la locura y al
demonio del alcohol y las drogas, tan amigos uno del otro. Y ese camino es el
de la "espiritualidad", que cada paciente entiende como se le da la
gana; unos se la imaginan como un recorrido religioso y casi místico; otros
prefieren entenderla como el equilibrio del universo y la armonía y moderación
del humanismo, o su coexistencia pacífica con el resto de la naturaleza; supe
que hay incluso quienes no se consideran religiosos, y ni siquiera son
espiritualistas -llegando muchos de ellos a declararse ateos convencidísimos-
pero todos con un mismo objetivo: liberar al paciente del suplicio de la
dependencia química, que agrava y multiplica los disturbios mentales; ayudarlo
a aceptar la medicina y las terapias de apoyo para organizar sus –nuestras-
mentes perturbadas y sufridoras.
Aprendi, en estos largos años de tratamiento que, en la opinión de
Freud, el ser humano no puede acceder ni experimentar de un modo directo la
realidad física, "externa" a si mismo -eso que llamamos "mundo
objetivo"- pero tampoco y ni siquiera puede entender su propia
subjetividad, su realidad corporal "interna". Antes, dice Freud,
ambas realidades -la de adentro y la del lado de fuera del individuo- deben ser
inscriptas, o registradas en la "realidad psíquica", adentro de la
cual, y solo después de esta incorporación, se produce la separación y la
dicotomía entro lo interno y lo externo.
Los que tenemos una larga educación dentro de la cultura del
materialismo dialéctico y el materialismo histórico podemos retorcer la nariz
ante la afirmación del maestro, una vez que parece que lo subjetivo se impone
al mundo objetivo, negando la primacía del mundo material por encima del
universo de las ideas y las fantasías subjetivas.
Es así, siempre que le llamemos "realidad" nada más que al
mundo de la materia físico-química, e ignorando o minimizando los universos
intangibles del lenguaje, las fantasías y, por qué no? del delirio.
Entendí, a lo largo de la terapia guiada por mi amigo Yuyo, que la
realidad más humana, la que nos diferencia del materialismo animal, vegetal y
mineral, es la realidad psíquica, que no es ni externa ni interna, sino que es
anterior a tal dicotomía.
Fui entendiendo de a poco que las voces alucinadas de mi psicosis
permanecen tanto en mi espacio externo como en mi interior, pero jamás las
confundi con los mensajes de facebook y los encuentros reales, concretos y
materiales de la realidad compartida.
-El lunes paso por ahí y salimos a comernos unas empanadas, ¿puede
ser?- me dice Elena, cariñosa como siempre, pero como me lo dice
telepáticamente, yo ya sé que no va a aparecer.
-Y Bueno, Daniel, ¿qué más te puedo contar? Aprendí también, a lo largo
de los años de tratamiento, que según la opinión de Freud, las alucinaciones
son percepciones experimentadas sin que nos llegue ningún estimulo externo
–desde afuera de los órganos de los sentidos, digo- y que esas señales tienen
una calidad similar a la de una percepción real.
Por lo que me comentaba Yuyo -no como mi terapeuta, sino como amigo,
digo- hay algunos clínicos europeos que siempre diferenciaron muy bien los
llamados trastornos delirantes, incluso los del tipo
crónico, de la esquizofrenia. En los crónicos, el delirio no
significa un trastorno global de la personalidad: el delirio y las mismas
alucinaciones, quedan como si estuvieran en una capsula, compartimentadas, y
afectan apenas a algunos determinados sistemas, conflictos y relaciones
personales. Al contrario, en la esquizofrenia, como la propia palabra lo indica
-mente partida-, los trastornos psicóticos como el delirio y las
alucinaciones van acompañados por una profunda falla del yo, o
el self –en el sentido más profundo del sujeto-persona único-
y de todas las subestructuras de la personalidad.
-¿Sabías Elena? Según Yuyo, en esos delirios crónicos las alucinaciones que se observan son sobre todo auditivas y verbales; son voces que hablan de forma agresiva, injuriosa, irónica o persecutoria en relación al sujeto que las sufre. Pero no, no es mi caso. Dice Yuyo que suelen ser voces lejanas, confusas, vagas, pero que el paciente las considera reales; por eso es que el paciente las responde, discute con las voces, y se defiende de ellas. Pero ya te dije que no es mi caso; yo sé que son delírios míos, pero me gustan, ¿sabes?
3ª parte
Final
-Ocasionalmente, también- me decía Yuyo, un desarreglo agudo del metabolismo puede llevar a la insuficiencia renal o a la disfunción hepática, lo que puede producir fuertes alucinaciones. Y los químicos externos, en especial las drogas alteradoras de las funciones mentales –como la marihuana, la psilocibina, el LSD y el ópio- pueden producir experiencias alucinantes profundas.
-El delirio también es una de las causas más frecuentes de alucinaciones
entre los ancianos. Primero suelen aparecer como si se tratara de unas pesadillas
muy vívidas e ilusiones recurrentes; y más tarde ya se presentan como
alucinaciones abiertas. Son características en esas visiones las imágenes de
animales -serpientes, insectos o ratones- así como las tentativas de tratar de
agarrar objetos imaginarios en el aire, en la ropa o en la cama.
-Y también están las alucinaciones y el delírio de la literatura, ¿no
Yuyo?-. El escritor a veces escribe para no enfermarse, para “devenir”, produciendo
sus textos, o incluso, autoproduciéndose; aunque siempre existe el peligro de
lo contrario, más aún si se confía en la equivalencia automática entre la salud
y la normalidad; se escribe por obligación o porque se escribe para una salud
del cuerpo, pero por la vía del delírio, y contra la normalidad. Cuando la
literatura es una cuestión de salud, desborda los límites de lo estrictamente
lingüístico, se vuelve una experiencia impersonal, que entonces no expresa un yo-biográfico, sino una singularidad que
ya no se puede llamar yo, y que
avanza entre los dos polos del delírio. Esos dos polos, uno mayoritario y uno
minoritario, uno que clama y reclama por una raza originaria y pura, y un
segundo polo que invoca una raza oprimida. Solo ese segundo polo, sin embargo,
hace frente a la amenaza más grande: la de creer que se ingresa en un estadio
superior cuando se llega a descubrir la pureza de la lengua, y a pensar en la
legalidad de una supuesta lengua mayor, un idioma superior.
-Si lo pensás mejor- me decía Yuyo, y te lo cuento yo ahora, Elena -ahora
que estamos frente a frente en este bar- el delírio en la obra de Gabriel
García Márquez es el calor, que aparece como un caldo de cultivo, viscosa, tenso,
para la violencia; y la lluvia, que es algo así como un aplazamiento del
destino. Y en su delirio literario, el calor y la lluvia de Gabo sirven para
inmovilizar una miseria densa y fantasmal. El calor hace que los personajes se
muevan con lentitud y con enorme pesadez. Por objetiva que nos resulte y que pueda
parecer la descripción de la lluvia y del calor que hace del narrador, hay
situaciones que, fuera de Macondo o de los trópicos, se volverían explosivas;
en ese pueblo alucinado de García Márquez, lãs situaciones extremas son
reprimidas por el calor. Pero entonces, la parsimonia de esas criaturas pasa a
tener un valor alucinante, revestidas de un aura de delirio, algo así como una
escena proyectada en cámara lenta.
¿Te das cuenta, Elena? Por eso es que en muy pocos relatos de García
Márquez se cuentan escenas de violencia desatada. Sin embargo, la violencia
queda registrada de un modo peculiar: como una cicatriz del pasado o como la amenaza
del futuro, la violencia está siempre agazapada bajo la paz armada de Macondo.
En sus relatos, el presente es un mero interludio, una improvisación que se
ejecuta entre dos violencias.
Así -¿te das cuenta Elena?- la literatura se convierte en una práctica
política porque encarna un delírio, el de la lucha del texto espontáneo,
sensible -y sobre todo cuando las letras son regionales o de fondo
regionalista- contra la legalidad del lenguaje. Esto se ve, por ejemplo, en las
diferentes presiones del castellano de España por “unificar” el idioma español;
pero esto mismo ya lo veíamos incluso en los escritos de Kafka, expresándose en
alemán pero como un judío checo. También Proust decía que “los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera”,
porque cargan consigo un decir, o un habla, que se escapa de su territorio habitual,
y sale furtivo, huidizo, por la puerta trasera para hacer sus travesuras –para
pecar, incluso- con las letras, en una fuga a la majestad de la representación formal.
Y gracias a ella –la literatura auténtica- ya no hay más un yo único, ni un sometimiento a la
estructura linguística, rígida –aquella que limpia, fija y da esplendor- que nos precede.
Esta idea del delirio y la literatura –o
la psicopatología en el arte, a la que tanto se refería mi tío Cacho
Fuenzalida- confirma que el hombre se escapa siempre que puede de su propia cabeza
como el condenado huye de la prisión, y en su fuga se encuentra, siempre más
allá de sí mismo, no con el dios que aprendió como una prohibición del crimen,
sino a otro ser, una entidad que ignora o simplemente rechaza la prohibición,
cualquier y todo tipo de prohibición.
-¿Sabías, Daniel? Bueno, claro que sabías, pero estoy repitiéndote mis
charlas de paciente con Yuyo: la psiquiatría biológica tiene un interés muy particular en las alucinaciones, ya que
sus estudios se han inclinado en su mayor parte en encontrar la etiología –el estúdio
del origen de las cosas, y en particular, de las enfermedades-. Pero, ¿vos sabes que las
alucinaciones no solo existen en las psicopatologias? ¿no? También en personas que
son psicológicamente muy sanas hay alucinaciones de tipo visual, que ocurren
por causa de algún daño macular, y en algunos síndromes, como el de Charles
Bonet, que se conoce desde antes de las revoluciones norteamericana y francesa.
Dicen que en esas visiones, los personajes u objetos aparecen de un tamaño menor
que lo normal, y los que padecen de este tipo de síndrome, saben que las
alucinaciones son irreales, solamente visuales, y que no les afectan a ninguno
de los otros sentidos; pero yo me acuerdo bien, ¿sabés Daniel?, que cuando era
chico y tenía fiebre, las personas y las cosas aparecían minúsculos, y lejos;
pero además los sonidos se volvían más graves y lentos. ¿Serían alucinaciones
ya?
Y también, no sé por qué, me acuerdo de una deidad del budismo, Avalokiteśvara, la que oye todos los
sonidos. ¿Y esto no es una alucinación también? Avalokiteshvara había hecho un voto de dedicación para salvar del
sufrimiento a toda la gente del mundo, arrancarla de los infiernos y conducirla
a la iluminación. Además, juró que si fallara, o titubeara por un instante, se cortaría
su cuerpo en mil pedacitos.
Entró así en meditación profunda y su compasión la llevó a dirigir a
todos los seres hacia la iluminación por medios sutiles. Pero cuando salió de la
meditación, descubrió que solo había ayudado a una parte muy pequeña de la
gente a huir de los infiernos, y se sintió tan desalentado que pensó en dejar
sus esfuerzos. En ese momento, la cabeza y el cuerpo se le comenzaron a
desmoronar en pedazos y, en su agonía, llamó a Buda para que le ayudara. Y este
lo reconstruyó con un nuevo cuerpo, con mil brazos y diez cabezas. Encima de
aquellas cabezas le colocó su propia cabeza. ¿Y esto otro?, ¿qué te parece? ¿no
fue una alucinación también?
Pero bueno, pensándolo mejor, y recordando a Galeano, me acuerdo que
Yuyo decía que hay un derecho del hombre de soñar, un derecho al delirio, y que
en Cartagena de Indias, en una conferencia le preguntaron al escritor uruguayo:
“¿Para qué sirve la utopía?”, y su
colega contestó que la utopía está en el horizonte, y dijo: “Yo sé muy bien que nunca la alcanzaré, que
si yo camino diez pasos, ella se alejará diez pasos. Cuanto más la busque menos
la encontraré, porque ella se va alejando a medida que yo me acerco”. Buena
pregunta, ¿no? -¿No les parece, Daniel y Elena?- ¿para qué sirve? Pues la utopía sirve para eso: para caminar,
agregaba el propio Galeano.
O sea, el delirio a veces es completamente normal, cuando escribimos,
pintamos o producimos una música. Y además de Galeano o García Márquez, también
vale como ejemplo la “locura” litereria de Quiroga; dicen que la casa en que
vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso, nos cuenta Horacio Quiroga, hace que de pronto Alicia comience a tener
alucinaciones, muy confusas y fluctuantes al principio, y que de a poco descendieron
luego a ras del suelo. Y Quiroga empieza a sistematizar el delirio,
mediante ló que él llamaba su método “paranoico-crítico” que va a desarrollar por
escrito, en sus textos, durante la década del treinta. En síntesis, lo que se propone
el método de Horacio Quiroga –me contaba Yuyo- es una vía para que el artista
sistematice y se apropie de sus propias obsesiones y deseos más profundos para
organizarlos como un material artístico.
Entre las alucinaciones más insistentes y porfiadas del escritor, había
un antropoide, un mono, que se apoyaba en la alfombra sobre los dedos, y que mantenía
fijos en él los ojos feroces.
-¿No se parece también a las locuras creativas del pintor Dalí, soltándose
el corsé cronológico –atropellando las épocas y las dimensiones físicas, y
abrazando el delirio de sus sueños? Ese es el surrealismo, el delirio colectivo de un
grupo de artistas, que surge a principios de los años veinte del siglo pasado, juntando
poetas, y capitaneado por André Breton, influenciados con fuerza inusitada por
las locas ideas freudianas.
-Los sueños y los deseos son el material favorito de los surrealistas- ¿Sabían
Daniel y Elena?- los que además tenían sus propias ideas políticas sobre una
sociedad nueva, así como también las tuvieron casi todos los movimientos de
este tipo que florecieron en la misma década.
-Y para terminar, Elena y Daniel, ¿saben lo que me contaba Yuyo? Dice que
hay una leyenda que cuenta que el capitán uruguayo, Obdulio Varela, que le ganó
a Brasil la copa de 1950 en el propio Maracanã, se comunicava por telepatía con
Zizinho, el crack brasileño, de quien se volvió muy amigo después del día fatídico, ¿sabían?
-¿Te parece, Daniel, que lo sigamos charlando telepáticamente? ¿No sería mejor, Elena, que nos encontrásemos en un bar, en vivo y en directo? ¿O esto es apenas
una alucinación?
FIN
JV. São Paulo, 3 de noviembre de 2013.
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