quinta-feira, 7 de novembro de 2013

El heladero de Laponia y el Negro




Mar del Plata, verano de 1961 a 1962. Un calor de 28º, lo que para la costa sur de aquellos años representaba casi una canícula tropical.
Nos fuimos a la playa todos, la familia entera, pero tuvimos que volvernos porque no podíamos sacar al bebé del auto; tanta era la luminosidad y el calor de aquel 26 de enero, que seguramente el nene, mi hermanito, se enfermaría; nos  volvimos sin pisar la arena. 

Pero regresábamos despacio a la Perla por la costanera, cuando de pronto, ya al final de la Playa Grande hacia el norte, vimos una escena inusitada en la vereda: un policía sacaba las esposas del cinturón con la mano derecha y con la izquierda apuntaba la pistola 45 hacia un heladero; era un vendedor de Laponia, uno de esos en triciclo, que eran parte de nuestra vida cotidiana y de tantos argentinos de aquella época, pero sobre todo de la historia de nuestra familia. 
¿Por qué? qué habría hecho el heladero? ¿qué podría haber hecho un hombre que salía a trabajar temprano, de uniforme cerrado hasta el cuello, aguantando el calor insoportable, para que un representante del orden estuviera a un punto de llevárselo preso? o peor, de dispararle.

Mi viejo paró el coche y se bajó; yo, el hijo mayor, no podía quedarme atrás, y salí, con mis 10 años y medio atrás de él, medio escondido, asustado por la escena de violencia que en seguida se desarrollaría ante nosotros. 

-¿Qué ocurre? le preguntó mi viejo al policía. Soy gerente de Laponia y soy responsable por este trabajador-. 
Ni una palabra de respuesta de parte del policía, pero sí una acción inesperada: con las esposas -metálicas, pesadas, y brillando en el sol de enero- le dio dos golpes en la cabeza y le ensangrentó el uniforme al vendedor de helados.
¿De qué lado se pondrían Uds? Pues bien, ese día yo aprendí en la práctica una lección que nunca más se me borraría de la conciencia: mi viejo, sin alterarse, pero sin ningún miedo de la violencia del policía, le exigió con firmeza que parase, que dejase de golpear al trabajador, que era sin dudas un padre de familia y si hubiera cometido algún delito, él -mi viejo- tendría que ser informado de inmediato. Y papá usó entonces su técnica preferida para lidiar con autoridades: le dijo al policía que era abogado y que quería que soltase al hombre. Era mentira, claro. Pero, así era el viejo. El policía se fue, contrariado, y el heladero se arregló para seguir con su pregón: Laponia, helados!

Se lo vi haciendo otras tantas veces -lo de la mentira de ser abogado, digo- incluso en plena dictadura, para salvar alguna situación casi imposible, como meterse dentro del cabildo de la policía de Córdoba para pedir las direcciones y las llaves, y limpiar de evidencias comprometedoras las casas de los compañeros que estaban presos; o para convencerlo al milico del control de tránsito que lo dejaran pasar sin revisarnos el auto que estaba lleno de libros subversivos.

Ese día de calor aprendí una lección que no se me borra más, querido viejo: hay que estar del lado del que trabaja, siempre; hay que desconfiar del milico prepotente, o de cualquier autoridad que se ponga por encima del ciudadano más pobre para maltratarlo. Hay que ser firme para defender el derecho de todos, pero sobre todo, el derecho del que está más acostumbrado a ser pisoteado. Te vi valiente, viejo, sin miedo -o tal vez con tanto miedo que ni se te notaba- y decidido. Y me enseñaste una lección de vida, definitiva, en aquel verano corto, fugaz, rápido como una nube de tormenta. Y vinieron más dictaduras, y seguiste valiente, y viste renacer la democracia, con todos sus defectos, pero nunca te pusiste del lado del explotador, jamás dudaste que la felicidad de todos está donde está la felicidad del pueblo, del trabajador más pobre y desvalido.

JV. São Paulo, 7 de noviembre de 2013; a tres meses de la muerte del Tatá, el querido Negro Barrionuevo.

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