quarta-feira, 7 de maio de 2014

Los locos años 60. 3ª parte.



Los locos años 60
1ª parte.
Cuando en 1958 el rector Risieri Frondizi creó la Editorial Universitaria de Buenos Aires, destinada a publicar textos académicos a bajos costos, nadie se podría imaginar que estaba empezando una nueva era en toda América Latina y claro, en Argentina, en el campo de la cultura y especialmente de la literatura. En 1960, la editorial de la Universidad de Buenos Aires, Eudeba -que ya era un mito bajo la dirección de Boris Spivacow- lanzaba la colección “Serie del Siglo y Medio”, como parte de los festejos del 150º aniversario de la Revolución de Mayo. La colección, ofrecida en paquetes de cuatro libros y a muy bajo precio, se presentó como una extraordinaria colección semanal al alcance de todos. El concepto de Spivacow era “Libros para todos”, y buscaba combinar la edición de textos clásicos y de títulos modernos de las letras argentinas con una novedosa puesta en circulación masiva, destinada a alcanzar a grandes sectores de público, incluyendo la venta en kioscos y en las universidades del país. La colección comenzó con una tirada de 30 mil ejemplares, y continuó con libros ya consagrados como el “Martín Fierro”, “Recuerdos de provincia” y “Amalia”; e incluyó enseguida a autores que entonces eran menos conocidos, como Juana Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla o Roberto Mariani; y hubo también muchas antologías y selecciones de poesías, de obras de teatro y cuentos tradicionales, con novedosas publicaciones de caricaturas políticas, del humorismo argentino y de cuentos folklóricos.
Yo no tendría más de 9 o 10 años en esa época, pero recuerdo muy bien cuando acompañé a mi padre a una visita a las oficinas centrales de Águila-Saint en Barracas, Capital Federal. Conversaba mi viejo con don Alfredo Bonicelli y don Francisco Vázquez, un gallego simpático que trabajaba en la administración de la empresa.
Recuerdo que salimos de la fábrica de Herreras y papá me llevó hasta el kiosco de la esquina para comprarme un libro. Era “La gran Semana de Mayo”, de Vicente Fidel López. El barrio de Barracas, con sus comienzos como zona residencial de la clase más rica del siglo XIX ya estaba de vuelta del desarrollo industrial de los inicios del XX, y en aquellos años locos de 1960 se iba convirtiendo de a poco en una sombra suburbana más. Vivíamos en Mar del Plata, y yo lo había acompañado a papá en su viaje a la central, en la misma línea de aproximación a su trabajo que me llevaría, durante el verano de 1960 a 61 a ayudar al tío Pibe en la heladería de la Rambla, enfrente a la Playa Bristol. Fue desde la enorme vereda que separaba el pequeño local de venta de helados de la playa, que pude ver, un año después, la llegada de los buques de guerra que se acercarían casi hasta la costa como parte de los forcejeos de la marina para derribar al presidente Frondizi del poder.
Era la época en que habían empezado a aparecer los primeros Fititos, nombre con el que era conocido el Fiat 600; también surgió por las calles el Siam Di Tella. Pero a papá se le puso en la cabeza que quería comprarse un Kaiser Carabela, el auto que mejor representaba en ese momento el concepto del “bote” en cuatro ruedas. Mi viejo quiso comprar el primer auto sedán fabricado en cadena de montaje y el primero de pasajeros fabricado en serie. Lo producía la IKA, y era el auto más grande de la Argentina en capacidad y confort. Don Alfredo Bonicelli le había dado un consejo que mi papá nunca se olvidó: podés ser pobre, pero tenés que vivir como rico. Frase contradictoria y controvertida, pero que mi viejo interpretó bien: todo el mundo tiene derecho a disfrutar lo mejor, y no solo los ricos.
La década del 60 fue dividida en dos mitades irregulares por el golpe militar de 1966: el general Onganía y sus católicos cursillistas cortaron al medio aquellos años pacatos en los que los movimientos rápidos de tropas del ejército o la marina, juntos o separados, unidos o en fracciones de “azules” y “colorados” se alternaban con gobiernos civiles de escasa representatividad. Arturo Frondizi había tratado de superar la proscripción peronista, e incluso se había levantado con el apoyo de los votos del caudillo exiliado. Sus intentos de nuevos pactos entre patrones y sindicatos que permitiesen un desarrollo económico sostenido.

2ª parte
Yo había leído “Shunko”, el libro de Jorge Ábalos, en la escuela. Me había gustado la historia del maestro santiagueño y su amistad con el changuito. Lo habían publicado cuando mi mamá todavía estaba en la secundaria, en 1949, y se lo había llevado de la biblioteca para hacer una monografía; nunca se acordó de devolverlo, y yo lo leía y releía  alternándolo con “La amada inmóvil”, de Amado Nervo, en las largas siestas de Las Chacras, cuando la tía Gringa me obligaba a dormir para que no saliera a cazar lagartijas. El vínculo entre Shunko, -el niño de Santiago del Estero que habla más quechua que castellano- y su maestro que viene de la gran ciudad, ló fui entendiendo de a poco, mostraba la marginación de los indios en la Argentina, y me hacía pensar en una escuela más democrática, en la que el maestro y el alumno se enseñan mutuamente.
Pasaron los años y un día, el padre Santucci, en el 3er. año de la Escuela Don Bosco de Mar del Plata, nos llevó a ver la película  de ese clásico de la literatura argentina. Supe, mucho tiempo después, que “Shunko” es una película argentina de 1960, que el chileno Lautaro Murúa realizo sobre la novela de Jorge Ábalos. Los actores eran Lautaro Murúa y Raúl del Valle, y el guión, nada menos que del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos. Para completar, la música era un innovador en la música clásica: Waldo de los Ríos. No por nada se habían llevado el “Cóndor de Plata” como la mejor película de 1961.
Y fue así -entre lecturas de “Shunko”, paseos en el Kaiser Carabela de mi papá, y siestas interminables hojeando a Amado Nervo en mis viajes a Catamarca- que pasé de los 10 a los 13 años y dejé Mar del Plata, sus playas y su Rambla, y me fui con mi família a Córdoba.
“Se trata de un golpe para imponer una dictadura fascista”, me dijo Anibal, desde lo alto de sus conocimientos de adolescente precoz, y me dejó pensando. Menos de dos años después, el mismo dia en que iría a ponerme mis aparatos de ortodoncia, mataban a Pampillón. Era 1966, y Santiago Pampillón, estudiante del 2º año de ingeniería aeronáutica en la Universidad Nacional de Córdoba, era mecánico en la fabrica de IKA-Renault, en Córdoba; vivía en una pensión estudiantil, como tantos de mis amigos. Ese año le habían dado una beca de ICANA -el Instituto Cultural Argentino Norteamericano- para estudiar en los Estados Unidos.
La noche del 7 de septiembre de 1966, miles de estudiantes cordobeses se concentran en una asamblea en la Plaza Colón del centro de Córdoba para decidir sobre la continuación de la huelga universitaria. Entre ellos, Santiago Pampillón. La policía ataca la asamblea y reprime a los estudiantes. La batalla se desparrama por más de 20 manzanas del centro de la ciudad. En uno de los combates Santiago Pampillón cae herido por tres tiros a quemarropa en la cabeza. Un policía le disparó en frente a la galería Cinerama, a diez metros del consultorio del ortodoncista que me arreglaría los caninos. Pampillón muere el 12 de septiembre de 1966 y yo presiento, a los 15 años, que mi vida empieza a salir del paraiso adolescente.
Y es que el 28 de junio de 1966 un golpe de estado de las Fuerzas Armadas dirigidas por el general Onganía derroca al gobierno de Arturo Illia. Un mes después, el 29 de julio ocurre la llamada “Noche de los bastones largos”, con la intervención y ocupación de las universidades públicas autónomas por funcionarios del régimen militar. Cumplían ordenes del jefe de la SIDE, el general Eduardo Señorans. Desde ese momento, muere la autonomía universitaria y centenas de estudiantes y profesores son reprimidos y detenidos; una gran parte de la comunidad científica argentina parte hacia el exilio. La Federación Universitaria Argentina responde con la huelga por tiempo indeterminado.
Yo no me haría nunca más los aparatos de ortodoncia y las conversaciones entre amigos de las Escuelas Pías de Córdoba empezarían a incluir más temas políticos y filosóficos.
Continuará.

3ª parte.
Mi viejo siempre comentaba que Frondizi había realizado, hasta el golpe que lo derribó, un gobierno que quería superar la proscripción del peronismo, e incluso se benefició con los votos populares del caudillo exiliado. 
Arturo Frondizi apostaba al crecimiento económico y al desarrollo a partir de un nuevo pacto entre patrones y sindicatos. Del mismo modo, Arturo Illía hizo un gran esfuerzo para superar las limitaciones a su representatividad, recortada como siempre desde 1955 por la proscripción electoral al movimiento mayoritario, el peronismo. 
Illía hizo una política económica que mi papá llamaba “sensata”. Lo acusaban de ser lento, pero su gobierno fue el más democrático y honesto de aquella media década amenazada por golpes y chantajes militares. Trató incluso de reintegrar al peronismo a la legalidad, según decía mi viejo, que era un “peronista de la primera hora”.
Pero Illía fracasó. Primero, decía el tío Pibe, porque el antiperonismo liberal y gorila, sobre todo en el ejército, sospechaba de cualquier tentativa democrática. Segundo, decía mi papá, porque el sindicalismo burocrático, aparte de gran parte del empresariado, estaba más a favor del golpe. 
Y por eso es que Onganía y sus generales cursillistas fueron tan festejados por prometerle a las corporaciones del sistema un “cambio de estructuras” que les garantizaría, antes de más nada, la eliminación de la democracia y un control más efectivo para anular a la izquierda y al peronismo combatiente.
Mientras mi viejo y el tío Pibe discutían sobre las pequeñeces de la burocracia sindical peronista, los militares cursillistas y el tacañismo del empresariado nacional, en Vietnam empezaba a levantarse una nueva perspectiva; era posible derrotar al imperialismo norteamericano y reducirlo a lo que el colonialismo inglés y francés ya habían sido disminuidos: a conformarse con su papel de centros empresariales monopolistas y apoyados en sus fuerzas armadas para pequeñas áreas territoriales, en nada comparables a sus vastos impérios del siglo XIX y primera mitad del XX.
Lo charlábamos en la escuela secundaria. Lo conversábamos con Graciela y su amiga Alicia Pedroza; Carlos Asinari y Mario Cech se sumaban al escepticismo que a veces nos invadía cuando pensábamos en nuestro futuro: ¿para qué estudiar? ¿Qué haríamos con nuestros diplomas en un mundo tan injusto? ¿Y todo lo que habíamos aprendido en nuestras escuelas religiosas? 
Pero tantos años de formación humanista, -regados no con agua bendita y sí con lecciones profundas de solidaridad, respeto por los más pobres, los deseheredados de la Tierra- no iban a ser en vano. 
Leíamos los clásicos y estudiábamos ciencias y humanidades como si de nuestros conocimientos dependiera la salvación del mundo. Soñábamos con un mundo mejor. 
No faltaba tanto para que Luis F. Leloir ganara el Premio Nobel de química. Era 1967 y Carlitos Asinari y yo estábamos dejando el bachillerato e imaginándonos hacia dónde iríamos cada uno. Él eligió ciencias económicas para seguir la carrera del padre. Y yo, influenciado por la fama de Leloir, que en 1970 iba a llevarse el reconocimiento de los la Academia Sueca de las Ciencias, me imaginaba, y tal vez por eso mismo me llevé la materia a los exámenes de marzo, enamorado por la  tabla periódica de los elementos químicos. 
Como tenía que prepararme para la prueba en pocas semanas, le pedí ayuda a la bioquímica que vivía en frente a nuestra casa de Águila-Saint, en la calle Ovidio Lagos. Las fórmulas de la química me encantaban, y las entendía bien. Pero Cacho Fuenzalida, con sus años de estudiante de medicina y sus acuarelas fabulosas de ilustrador médico, me sacó la idea fija por la  tabla periódica, y de la bioquímica pasé sin escalas para la anatomía y la fisiología, y a soñar con la cura de las enfermedades que hacían –y todavía hacen- la vida del pueblo más miserable. 
No me olvido que 1967 fue el año de la detención y fusilamiento del Che en Bolivia, y sus primeros años de dedicación a la medicina eran otro de sus atractivos para los que éramos muy jóvenes en los años 60. 
Anibal era la quinta pieza del grupo que formábamos con Graciela, Alicia Pedroza y Carlos Asinari; y él, catamarqueño como mis padres, comunista como su viejo, ya se había decidido por la carrera de médico. Yo todavía haría un largo camino, pasando por la arquitectura y el profesorado de inglés, para finalmente, casi una década después, decidirme por la enseñanza de idiomas, la edición de libros, y la carrera de librero.
Continuará.

JV. São Paulo, 7 de mayo de 2014.

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