El año de 1969 fue muy especial en
Argentina, sobre todo para los que vivíamos en Córdoba en ésa época. Y el día 3
de febrero es siempre una fecha inolvidable para los habitantes de las pampas
y montañas del sur del mundo, por aquello de Caseros y Urquiza.
Pero aquel 3 de febrero de 1969 fue
mucho más especial. Yo me preparaba para cumplir 18 abriles y
"subirme en el enrol", como decía el tío Daniel, burlándose del tío
Negro, que esperaba ansioso la mayoridad para cabalgar por el mundo encima
de su Libreta de Enrolamiento.
Sí, porque los jóvencitos de los años
60, igual que nuestros tíos, todavía sacábamos la Libreta de Enrolamiento a
los 18 años, aquella que había que doblar al medio para hacerla caber en el
bolsillo de atrás del vaquero. Las mujeres tenían su Libreta Cívica, pero para los
varones el "enrol" era casi tan importante como los pantalones largos
para la generación de mi viejo.
Y justo cuando me preparaba para
recibir mi flamante Libreta de Enrolamiento, resulta que doña Tina -mi
Mamá, para los que no la conozcan todavía- me cuenta que íbamos a tener una
hermanita.
Es que, aunque todavía no se
habían popularizado las fotocopias de las panzas de las señoras embarazadas, ya
sabíamos que la 4ª de los hermanos solo podía ser una nena, ¿no? Yo, el mayor, Graciela, la segunda, Alfredo el tercero. Por lo
tanto, la 4ª solo podría ser nena, o chancleta, como se decía en aquellos
años, pero nosotros no lo decíamos, porque era una palabra "mersa".
Entonces nos pusimos a esperarla a
Raquel -ya sabíamos desde 1956, cuando vivíamos en San Martín, BsAs- que la
próxima nena se llamaría así, igual a la primera amiguita que tuvimos en
la nueva residencia, después que nos fuimos de Catamarca.
Y pasados 13 años de la elección de
su nombre, nació Raquel, luego que la familia paseara por media geografía
argentina, desde San Martín a Mar del Plata, y de allí a la estación de trenes
de Córdoba de donde, todos arriba de un pintoresco mateo, llegaríamos a
Ovidio Lagos, donde la conoceríamos a Raquelita, la nena.
Tampoco puedo olvidarme que en medio
de la preparación de un trabajo para una prueba parcial en la FAU , en pleno calor de enero
y a pesar de la barriga de ocho meses de doña Tina, nos fuimos a estudiar a
casa con una amiga, la Chachi.
También fue un compañero -cuyo
nombre no puedo recordar en público, pero nada me impide decir que su
padre tenía un boliche en las sierras con nombre retumbante de pirámide
egipcia. Chachi moría de amores por el tal heredero de la pirámide, y la
excusa del estudio para la prueba era nada más que eso, una posibilidad de
que mi amiga se lo enganchara al candidato, que por supuesto,
ignoraba todas las intenciones apasionadas de su colega de estudios.
Mamá -doña Tina, sí, la de las
premoniciones- se paseaba por la casa oscura, muerta de calor y sin
saber cómo acostarse a dormir con su enorme carga de Raquelita. Mientras
tanto, Chachi se lanza al ataque con su pasión incontenida por el egipcio,
pero va y se excede un tantín con la bebida -debe haber sido la
famosa Cuba Libre de aquellos años post Fidel. Y ya totalmente
descompuesta del estómago, lo vomita al candidato a novio, y le arruina su Lee
nuevecito, con lo cual estropea toda su estrategia amatoria y me obliga a
saltar por la ventana para llevar balde, agua y estropajo para limpiar el
desastre.
A partir de ese momento, la cosa se
pone tragicómica, porque ni bien consigo juntar un poco de agua y un par
de trapos, veo por atrás del lavarropas la figura redonda de mi Mamá y
Raquelita -in cassett- y claro, no quiero que doña Tina se asuste,
podría pensar que yo fuera un ladrón, y entonces me agazapo atrás del
piletón de lavar la ropa. Pero ella me ve, se da cuenta que soy yo mismo y
no un intruso, y también se esconde para sáber exáctamente qué diablos
andaba haciendo yo, agachado y ocultándome de un modo tan sospechoso.
Por fin, todo se aclaró cuando mi
Mamá -y Raquelita, todavía agazapada en la barrigona de doña Tina-
aparece y me pega un tremendo susto, que hace que se me desparrame el
balde con agua y tenga que empezar todo de nuevo, en medio de las
explicaciones mal contadas sobre el incidente de la Chachi , la Cuba Libre y el
Lee estropeado del candidato egipcio de mi amiga.
Pero por fin, y después de tantas peripecias,
llegó Raquelita, exactamente un 3 de febrero de 1969, para alegría de la
familia chica de Córdoba y la tribu enorme de Catamarca.
Y tres meses y 26 días después
irrumpió el Cordobazo, marca indeleble en el alma, el corazón y la mente de
quién haya vivido esos días que abrieron las conciencias de un pueblo
cansado de ser atropellado por la prepotencia de los poderosos.
Y en medio del tiroteo de esa noche
del 29 al 30 de mayo, la calle Ovidio Lagos fue tomada entre dos fuegos por la
estupidez de un grupo de la policía provincial y un destacamento del tercer
cuerpo del ejército. Los tontos, pensando que los "francotiradores
centroamericanos" los estaban atacando, se dispararon mutuamente durante
horas.
El padre de Guillermito, un amigo de
la edad de mi hermano Alfredo -8 años en esa época- se empeñaba en abrir la
ventana de su casa para ver qué estaba ocurriendo. "- Cierre la ventana,
boludo! -" resonaba la voz marcial de un sargento del glorioso ejército de Lanusse.
Y enseguida venía la ráfaga de las FAL contra la fachada de Guillermito. Pero
otra vez el cabezón del padre volvía a asomarse, y nuevos gritos de los
guardianes del orden y la propiedad: "- Cierre esa ventana, le he
dicho! -" y otra vez las ráfagas, ahora más caricaturescas de las PAM de la
policía de Córdoba, supuestamete fusilando a los infiltrados cubanos.
Y Raquelita, con sus exactos tres
meses y 26 días, no quería ni enterarse de lo que estaba pasando: tenía hambre
y quería la mamadera. Pero la familia toda estaba atrincherada en el corredor
de la casa, único lugar seguro para defenderse de las balas de los defensores
del gobierno militar del tirano Onganía y sus ganas de impedir la
llegada de barbudos guerrilleros castristas a nuestra pacata calle Ovidio
Lagos. Alguien tenía que arrisgarse a salir de la seguridad del pasillo e ir
hasta la cocina -sin prender las luces para no ser blanco de los señores
botudos- y calentar la mamadera, que estaba en la heladera. Yo, como hermano
mayor, me ofrecí de voluntario y salí cuerpo a tierra, march, hacia mi misión
peligrosísima.
Para hacerlo corto, digamos que la
leche de la mamadera, por estar en la heladera, entró en choque térmico con la
hornalla del baño-maría, y como hacía poco que se había inventado el plástico
(perdón Raquelita, pero es verdad) no había biberones que no fueran de
vidrio...y crac! la mamadera se partió al medio, con el precioso líquido que Raquel
nos exigía, gritando más que un lechoncito. No sé cómo resolvió el problema el
ingenio de doña Tina, porque la practicidad de mi Papá era casi más inexistente
que la mía. Pero algo debemos haber descubierto para que la nena se alimentara
y parara de llorar.
Los años pasaron, la nena creció, los íntimos empezamos a llamarla "Turquita", por causa de los ojos verdes y la piel morena; y
los hermanos mayores fuimos entrando en aquella área de sutil frontera entre la
juventud tardía y la senectud galopante, que ahora algunos pícaros decidieron
llamar "mejor edad".
¡Mejor edad un catzo! Mejor edad es
la de Raquelita, joven en la flor de la vida y la madurez sin arrugas ni
dolores de columna. Nacida en un año glorioso para el pueblo, viviendo en una
Patagonia llena de futuro, rodeada por una familia enorme, que se desparrama
generosa entre los valles de Catamarca, Córdoba, y por las pampas del sur hasta
los trópicos paulistanos, sin duda será cada día más feliz de lo que fue hasta
ahora, y aprenderá en una larga vida que los genes que vienen de la abuela
Eufemia, doña Juana y la Tina
son fuertes, aguerridos y leales, sobre todo eso, fieles a una tradición de
vivir la vida con pasión.
JV, São Paulo, 3 de febrero de 2013.
Bravo, Javier, que delicia! Lí de um só fôlego e o todo se apresenta em cores, sons,afetos, história! Parabéns!
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