domingo, 3 de fevereiro de 2013

Aquel cercano 3 de febrero de 1969



 

El año de 1969 fue muy especial en Argentina, sobre todo para los que vivíamos en Córdoba en ésa época. Y el día 3 de febrero es siempre una fecha inolvidable para los habitantes de las pampas y montañas del sur del mundo, por aquello de Caseros y Urquiza.

Pero aquel 3 de febrero de 1969 fue mucho más especial. Yo me preparaba para cumplir 18 abriles y "subirme en el enrol", como decía el tío Daniel, burlándose del tío Negro, que esperaba ansioso la mayoridad para cabalgar por el mundo encima de su Libreta de Enrolamiento.
Sí, porque los jóvencitos de los años 60, igual que nuestros tíos, todavía sacábamos la Libreta de Enrolamiento a los 18 años, aquella que había que doblar al medio para hacerla caber en el bolsillo de atrás del vaquero. Las mujeres tenían su Libreta Cívica, pero para los varones el "enrol" era casi tan importante como los pantalones largos para la generación de mi viejo.

Y justo cuando me preparaba para recibir mi flamante Libreta de Enrolamiento, resulta que doña Tina -mi Mamá, para los que no la conozcan todavía- me cuenta que íbamos a tener una hermanita. 
Es que, aunque todavía no se habían popularizado las fotocopias de las panzas de las señoras embarazadas, ya sabíamos que la 4ª de los hermanos solo podía ser una nena, ¿no? Yo, el mayor, Graciela, la segunda, Alfredo el tercero. Por lo tanto, la 4ª solo podría ser nena, o chancleta, como  se decía en aquellos años, pero nosotros no lo decíamos, porque era una palabra "mersa".

Entonces nos pusimos a esperarla a Raquel -ya sabíamos desde 1956, cuando vivíamos en San Martín, BsAs- que la próxima nena se llamaría así, igual a la primera amiguita que tuvimos en la nueva residencia, después que nos fuimos de Catamarca.

Y pasados 13 años de la elección de su nombre, nació Raquel, luego que la familia paseara por media geografía argentina, desde San Martín a Mar del Plata, y de allí a la estación de trenes de Córdoba de donde, todos arriba de un pintoresco mateo, llegaríamos a Ovidio Lagos, donde la conoceríamos a Raquelita, la nena.

Tampoco puedo olvidarme que en medio de la preparación de un trabajo para una prueba parcial en la FAU, en pleno calor de enero y a pesar de la barriga de ocho meses de doña Tina, nos fuimos a estudiar a casa con una amiga, la Chachi. 
También fue un compañero -cuyo nombre no puedo recordar en público, pero nada me impide decir que su padre tenía un boliche en las sierras con nombre retumbante de pirámide egipcia. Chachi moría de amores por el tal heredero de la pirámide, y la excusa del estudio para la prueba era nada más que eso, una posibilidad de que mi amiga se lo enganchara al candidato, que por supuesto, ignoraba todas las intenciones apasionadas de su colega de estudios.

Mamá -doña Tina, sí, la de las premoniciones-  se paseaba por la casa oscura, muerta de calor y sin saber cómo acostarse a dormir con su enorme carga de Raquelita. Mientras tanto, Chachi se lanza al ataque con su pasión incontenida por el egipcio, pero va y se excede un tantín con la bebida -debe haber sido la famosa Cuba Libre de aquellos años post Fidel. Y ya totalmente descompuesta del estómago, lo vomita al candidato a novio, y le arruina su Lee nuevecito, con lo cual estropea toda su estrategia amatoria y me obliga a saltar por la ventana para llevar balde, agua y estropajo para limpiar el desastre.

A partir de ese momento, la cosa se pone tragicómica, porque ni bien consigo juntar un poco de agua y un par de trapos, veo por atrás del lavarropas la figura redonda de mi Mamá y Raquelita -in cassett- y claro, no quiero que doña Tina se asuste, podría pensar que yo fuera un ladrón, y entonces me agazapo atrás del piletón de lavar la ropa. Pero ella me ve, se da cuenta que soy yo mismo y no un intruso, y también se esconde para sáber exáctamente qué diablos andaba haciendo yo, agachado y ocultándome de un modo tan sospechoso.

Por fin, todo se aclaró cuando mi Mamá -y Raquelita, todavía agazapada en la barrigona de doña Tina- aparece y me pega un tremendo susto, que hace que se me desparrame el balde con agua y tenga que empezar todo de nuevo, en medio de las explicaciones mal contadas sobre el incidente de la Chachi, la Cuba Libre y el Lee estropeado del candidato egipcio de mi amiga.

Pero por fin, y después de tantas peripecias, llegó Raquelita, exactamente un 3 de febrero de 1969, para alegría de la familia chica de Córdoba y la tribu enorme de Catamarca.
Y tres meses y 26 días después irrumpió el Cordobazo, marca indeleble en el alma, el corazón y la mente de quién haya vivido esos días que abrieron las conciencias de un pueblo cansado de ser atropellado por la prepotencia de los poderosos.

Y en medio del tiroteo de esa noche del 29 al 30 de mayo, la calle Ovidio Lagos fue tomada entre dos fuegos por la estupidez de un grupo de la policía provincial y un destacamento del tercer cuerpo del ejército. Los tontos, pensando que los "francotiradores centroamericanos" los estaban atacando, se dispararon mutuamente durante horas.
El padre de Guillermito, un amigo de la edad de mi hermano Alfredo -8 años en esa época- se empeñaba en abrir la ventana de su casa para ver qué estaba ocurriendo. "- Cierre la ventana, boludo! -" resonaba la voz marcial de un sargento del glorioso ejército de Lanusse. Y enseguida venía la ráfaga de las FAL contra la fachada de Guillermito. Pero otra vez el cabezón del padre volvía a asomarse, y nuevos gritos de los guardianes del orden y la propiedad: "- Cierre esa ventana, le he dicho! -" y otra vez las ráfagas, ahora más caricaturescas de las PAM de la policía de Córdoba, supuestamete fusilando a los infiltrados cubanos.

Y Raquelita, con sus exactos tres meses y 26 días, no quería ni enterarse de lo que estaba pasando: tenía hambre y quería la mamadera. Pero la familia toda estaba atrincherada en el corredor de la casa, único lugar seguro para defenderse de las balas de los defensores del gobierno militar del tirano Onganía y sus ganas de impedir la llegada de barbudos guerrilleros castristas a nuestra pacata calle Ovidio Lagos. Alguien tenía que arrisgarse a salir de la seguridad del pasillo e ir hasta la cocina -sin prender las luces para no ser blanco de los señores botudos- y calentar la mamadera, que estaba en la heladera. Yo, como hermano mayor, me ofrecí de voluntario y salí cuerpo a tierra, march, hacia mi misión peligrosísima.

Para hacerlo corto, digamos que la leche de la mamadera, por estar en la heladera, entró en choque térmico con la hornalla del baño-maría, y como hacía poco que se había inventado el plástico (perdón Raquelita, pero es verdad) no había biberones que no fueran de vidrio...y crac! la mamadera se partió al medio, con el precioso líquido que Raquel nos exigía, gritando más que un lechoncito. No sé cómo resolvió el problema el ingenio de doña Tina, porque la practicidad de mi Papá era casi más inexistente que la mía. Pero algo debemos haber descubierto para que la nena se alimentara y parara de llorar.

Los años pasaron, la nena creció, los íntimos empezamos a llamarla "Turquita", por causa de los ojos verdes y la piel morena; y los hermanos mayores fuimos entrando en aquella área de sutil frontera entre la juventud tardía y la senectud galopante, que ahora algunos pícaros decidieron llamar "mejor edad". 
¡Mejor edad un catzo! Mejor edad es la de Raquelita, joven en la flor de la vida y la madurez sin arrugas ni dolores de columna. Nacida en un año glorioso para el pueblo, viviendo en una Patagonia llena de futuro, rodeada por una familia enorme, que se desparrama generosa entre los valles de Catamarca, Córdoba, y por las pampas del sur hasta los trópicos paulistanos, sin duda será cada día más feliz de lo que fue hasta ahora, y aprenderá en una larga vida que los genes que vienen de la abuela Eufemia, doña Juana y la Tina son fuertes, aguerridos y leales, sobre todo eso, fieles a una tradición de vivir la vida con pasión.

JV, São Paulo, 3 de febrero de 2013. 

Um comentário:

  1. Bravo, Javier, que delicia! Lí de um só fôlego e o todo se apresenta em cores, sons,afetos, história! Parabéns!

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