quinta-feira, 21 de fevereiro de 2013

Rosa Luxemburgo, Mika y Juancito. 1ª parte


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Entre Berlín y Madrid

Juancito deja el libro que termina de leer sobre la mesita de luz y trata de dormir. La lectura de “Mika” le consumió casi una semana, porque volvía sobre las páginas una y otra vez, hacía anotaciones y consultaba otros textos. Apaga la luz, pero no logra relajarse. Recuerda sus charlas con el viejo Pedro y vuelve sobre la novela de Elsa, repensando las arrugas del alma de Mika, mujer nada común, que salió del capullo de sus principios para meterse en el barro de las trincheras y luchar contra dos enemigos poderosísimos.

Se duerme de a poco. Pero no es un descanso tranquilo. A Juan lo persigue desde siempre un sueño recurrente: se ve andando entre los techos de unas casas de barrio que no conoce, agachado y agarrando con fuerza su escopeta recortada, con la que podrá dar no más que tres o cuatro tiros en el caso de un enfrentamiento. En sus sueños, que no llegan a ser pesadillas, porque están ausentes el sudor, la desesperación y la claustrofobia del perseguido, Juancito pasa noches enteras buscando una casa donde dormir, un refugio en el que pueda pasar dos o tres días seguro y sin sobresaltos.

No es una guerra. Es una persecución implacable de los que se han apropiado del estado para exterminar las ideas libertarias de una gran parte del pueblo, sus organizaciones, sindicatos y grupos políticos. Dicen que somos terroristas; pero los que llevan el terror al pueblo son ellos. Los obreros en sus sindicatos y los trabajadores en sus barrios nunca aterrorizaron a nadie, a no ser a los privilegiados. Luego dirán que ellos, los militares y las grandes empresas, eran un demonio necesario, porque nosotros, los que nos levantamos contra la violencia y la explotación éramos el otro demonio. Pero no, el pueblo no se engaña.

Y sueña Juancito con Mika, y la ve afligida con el estado de salud de su compañero, Hipólito; está llena de dudas y de opiniones contrarias a lo que ve en los primeros días después del golpe franquista contra la 2ª república española. Ve que a Mika le disgustan las ejecuciones sumarias a los fascistas y a la violencia contra la iglesia. Se la imagina en sus funciones de miliciana rasa primero, y su escaso gusto por las armas y los planes militares. Pero nota cómo cambia rápidamente, cómo asume el mando de tropa y, al mismo tiempo, cuánto le cuesta separar sus instintos maternales de la actitud de dirigente en la guerra, responsable por sus hombres en el combate y por acciones en las que solo se puede triunfar o resistir hasta la muerte.

Juancito ve a Mika en su sueño agitado, y se la imagina pensando en otra revolucionaria. Piensa en Rosa, una mujer que tuvo un destino más injusto y cruel, porque murió –fue asesinada- sin haber tomado las armas, sin haber podido acompañar a los trabajadores en su insurrección destinada al fracaso. Como Mika, Rosa Luxemburgo fue a la lucha con dudas y contradicciones, pero tampoco vaciló ni un instante al entrar en la rebelión justa de los obreros alemanes, aunque estuviera todo destinado al fracaso más rotundo.

“El orden reina en Varsovia”, denuncia Rosa, ironizando el anuncio del ministro Sebastiani a la Cámara de París en 1831 después de haber lanzado el terrible asalto sobre el barrio de Praga, cuando la soldadesca de Paskievitch entra en la capital polaca y da comienzo a su trabajo de verdugos contra los insurgentes.

“¡El orden reina en Berlín!”, repite Rosa la proclama triunfal de la prensa patronal y de los oficiales de las tropas victoriosas a las que la pequeño burguesía de Berlín aplaude en las calles. La gloria y el honor de las armas alemanas “se salvan” ante la historia mundial. Vencidos de Flandes y en las Ardenas restablecen su renombre con una “brillante victoria” sobre los 300  espartaquistas del Vorwärts, dice Rosa. Los parlamentarios que van a negociar la rendición del Vorwärts ven obreros muertos, asesinados a golpes de culata por la soldadesca gubernamental, prisioneros colgados de la pared. ¿Quién se acuerda al ver estas “gloriosas hazañas” de las vergonzosas derrotas ante los franceses, ingleses y americanos? “Espartaco”, un pequeño grupo de revolucionarios, es el gran enemigo y Berlín es el lugar donde los oficiales alemanes se ven vencedores, se burla Rosa Luxemburgo del éxito de los reaccionarios contra la insurrección alemana.

¿Cómo podría Rosa no recordar la jauría que impuso el orden en París, en la bacanal de la burguesía sobre los cuerpos de los luchadores de la Comuna? ¡Esa misma burguesía que se rinde sin vergüenza ante los prusianos y abandona la capital del país al enemigo exterior para poner pies en polvorosa como el último de los cobardes! La misma a la que, frente a los proletarios de París, hambrientos y mal armados, contra sus mujeres e hijos indefensos, ¡cómo le vuelve a florecer el coraje!, ¡cómo se agrandan los hijitos de la burguesía, la “juventud dorada”, de los oficiales! ¡Cómo se desata la bravura de esos cachorros de Marte, humillados ante el enemigo exterior cuando se trata de ser bestialmente crueles con los indefensos prisioneros!

¡El orden reina en Varsovia!, ¡El orden impera en París!, ¡El orden reina en Berlín!, dice Rosa Luxemburgo que proclaman los guardianes del orden, cada medio siglo de una capital a la otra de la lucha histórica mundial. Y esos eufóricos “vencedores” no notan que un “orden”, que necesita ser periódicamente mantenido con carnicerías sangrientas, marcha sin remedio hacia su fin.

Y se pregunta Rosa, como también se debe haber preguntado Mika ante la inminencia de la guerra civil desatada por los sublevados franquistas ¿podría esperarse una victoria definitiva del pueblo revolucionario en este enfrentamiento? Desde luego, se contesta a sí misma Rosa –del mismo modo que se lo explicaba Hipólito a Mika- si se toman en cuenta todos los elementos que deciden en la cuestión. La herida abierta de la causa revolucionaria alemana en ese momento, la inmadurez política de la masa de los soldados, que todavía se dejan manipular por sus oficiales y sus objetivos antipopulares y contrarrevolucionarios, es ya una prueba de que en el presente choque -la insurrección de los obreros alemanes- no era posible esperar una victoria duradera de la revolución.

Ante el hecho de la descarada provocación por parte de los gobernantes socialistas alemanes, la clase obrera revolucionaria se vio obligada a tomar las armas. Para la revolución era una cuestión de honor dar de inmediato la más enérgica respuesta al ataque, e impedir que la contrarrevolución se agrandase con un nuevo paso adelante, y que las filas revolucionarias del proletariado y el crédito moral de la revolución alemana sufriesen grandes pérdidas, dice Rosa Luxemburgo.

Una ley interna de la revolución, que es vital, dice que nunca hay que pararse, o sumirse en la inacción, en la pasividad, después de haber dado un primer paso adelante. La mejor defensa es el ataque. Esta regla elemental de toda lucha rige sobre todos los pasos de la revolución. Era evidente -y haberlo comprendido así testimonia el sano instinto, la fuerza interior siempre dispuesta del proletariado berlinés- que los trabajadores alemanes no podían darse por satisfechos con reponer a Eichhorn en su puesto. Espontáneamente se lanzó a la ocupación de otros centros de poder de la contrarrevolución: la prensa burguesa, las agencias oficiosas de prensa, el Vorwärts. Todas estas medidas surgieron entre las masas a partir del convencimiento de que la contrarrevolución, por su parte, no se iba a conformar con la derrota sufrida, sino que iba a buscar una prueba de fuerza general, dice Rosa. Y piensa Juancito en el momento pre revolucionario que se vivía entre 1969 y 1975. ¿Había que parar y volverse atrás? Los obreros, los estudiantes y los grupos revolucionarios, teníamos que “evitar toda provocación”? ¿O era nuestra obligación profundizar las luchas, aún a riesgo de perderlo todo?

¿Qué nos enseña toda la historia de las revoluciones modernas? Se pregunta Rosa Luxemburgo, y piensa Juan que también se lo preguntó Mika. La primera llama de la lucha de clases en Europa, el levantamiento de los tejedores de seda de Lyon en 1831, terminó con una severa derrota. El movimiento cartista en Inglaterra también acabó con una derrota aplastante. La insurrección de París, en junio de 1848, finalizó con una derrota asoladora. La Comuna de París se cerró con una terrible derrota. Todo el camino que conduce al socialismo con las luchas revolucionarias está sembrado de grandes derrotas, piensa Juancito. Mika e Hipólito lo comprobarían, en la misma Berlín de Rosa Luxemburgo, 14 años después, ya con el triunfo aplastante de las hordas nazis.

Pero ese mismo camino conduce, paso a paso, a la victoria final ¿Dónde estaríamos sin esas “derrotas”, de las que hemos sacado conocimiento, fuerza, idealismo? ¿Las luchas revolucionarias son lo opuesto a las luchas parlamentarias? se pregunta Rosa. En Alemania hubo, a lo largo de cuarenta años, sonoras “victorias” parlamentarias, yendo de victoria en victoria. Y el resultado de todo ello fue que, cuando llegó el día de la gran prueba histórica, el 4 de agosto de 1914, una aniquiladora derrota política y moral, un voto inaudito, sin precedentes, de los socialistas a favor del imperialismo y la guerra, se queja Rosa Luxemburgo.

Piensa Juan, las revoluciones, al contrario, no nos han dado hasta ahora sino graves derrotas, pero esas derrotas inevitables han ido acumulando, una atrás de la otra, las garantías necesarias de que podremos alcanzar la victoria final en el futuro. Lo del viejo topo, se acuerda Juancito que le contó el Viejo Pedro, que tanto lo habían conversado con Mika e Hipólito a la salida de las reuniones del grupo Insurrexit.
Es necesario saber en qué condiciones ocurren en cada caso las derrotas. ¿La derrota, ocurre porque la energía combativa de los trabajadores chocó contra condiciones históricas inmaduras?, se preguntan Rosa y también Mika, en la misma Berlín de Rosa Luxemburgo, 14 años después, ¿o fue por culpa de la indecisión, o de la debilidad interna que acabó paralizando la acción revolucionaria?

Dos ejemplo clásico de esas diferentes posibilidades son, la revolución de febrero en Francia para la primera; y la revolución alemana de marzo para la segunda, responde Rosa. La heroica acción obrera en el París en 1848 fue una fuente viva de energía de clase para todo el proletariado internacional. Por el contrario, las miserias de la revolución de marzo en Alemania entorpecieron la marcha de todo el moderno desarrollo alemán como una bola de hierro atada a los pies. Y ejercieron su influencia a lo largo de toda la historia, tan particular, de la Socialdemocracia oficial alemana llegando incluso a repercutir en los acontecimientos de la revolución alemana, incluso en la dramática crisis que acabamos de vivir, piensa Rosa Luxemburgo, y Mika e Hipólito coinciden, 14 años más tarde.

¿Qué podemos decir de la derrota sufrida en la Semana de Espartaco? ¿Fue una derrota causada por el ímpetu revolucionario chocando contra la inmadurez de la situación o se ha debido a las debilidades e indecisiones de nuestra acción? se pregunta Rosa.
¡Las dos cosas a la vez! El carácter doble de esta crisis, la contradicción entre la intervención ofensiva, llena de fuerza, decidida, de los trabajadores berlineses y las vacilaciones, la timidez de la dirección, el dato más peculiar del más reciente episodio, se responde Rosa.

La dirección fracasó, sí. Pero la dirección puede y debe ser recreada por las masas y por ellas mismas, insiste Rosa Luxemburgo. Ellas son lo decisivo, son la roca sobre la que se basa la victoria final de la revolución. Los trabajadores han estado a la altura, e hicieron de la “derrota” una pieza más de esa serie de derrotas históricas que forman el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y por eso, del tronco de esta “derrota” florecerá la victoria futura, piensa Juancito, y ve que repite Rosa la teoría del viejo topo de la historia.
¡El orden reina en Berlín!”, ¡esbirros estúpidos! Ese orden de Uds. está armado sobre arena. La revolución, mañana ya se levantará de nuevo con estruendo hacia lo alto y proclamará, para terror de Uds., entre sonidos de trompetas: ¡Fui, soy y seré!”, escribe Rosa Luxemburgo, poco antes de caer presa y ser asesinada por la soldadesca alemana.

Pero fue el 4 de agosto de 1914, al comienzo de la 1ª guerra mundial, llamada entonces la Gran Guerra, el día en que Rosa sufre su más grande frustración: “el 4 de agosto quise morir, matarme, pero los amigos me lo impidieron”, dice Rosa Luxemburgo. Ese mismo día fatal en que los socialdemócratas alemanes votaron a favor de la guerra, el 4 de agosto de 1914 se reunió un pequeño grupo en la casa de Rosa, el que luego se convirtió, en 1916 en la Spartakusbund, la Liga Espartaco. Igual que Mika e Hipólito y su grupo de oposición comunista al PC alemán, en la misma Berlín de Rosa Luxemburgo, pero 14 años después. Igual que los destacamentos revolucionarios argentinos, armados y no armados, en la crisis que va de 1973 a 1975, piensa Juan.

Discutieron los medios para impedir que los diputados del Partido Socialdemócrata Alemán votaran a favor del presupuesto de guerra. Las únicas armas que tenía Luxemburgo eran su oratoria y su pluma. Corría de un lado al otro, convencida de que “las masas obreras se pondrán de nuestro lado si fuera posible mostrarles nuestra posición y se rebelarán contra la guerra”. El 4 de agosto de 1914 fue para Rosa Luxemburgo, como ella misma decía, el día más negro.

El hecho de que la clase trabajadora se dejara arrastrar a la matanza sin ofrecer la menor resistencia, la capitulación inmediata de la socialdemocracia alemana, así como  el hundimiento de la Internacional Socialista, todo aquello era para ella inconcebible.
Esperaba Rosa que los trabajadores vieran su error lo antes posible, pero se equivocaba. El ejército alemán se anotó sus primeras victorias y el orgullo nacional se enardeció. Y ella comenzaría un largo recorrido por cárceles cada vez más alejadas hasta el final de la guerra.

Sin embargo, hacia finales de 1918, la revolución también parecía ser imparable en Alemania. Empezó con el levantamiento de los marineros de Kiel el 3 de noviembre, y alcanzó su punto alto el día 9. En todo el Reich se organizaron los consejos de trabajadores y soldados. La noche del 10 de noviembre, Rosa Luxemburgo llegó a Berlín desde la prisión de Breslau. Aún enferma y cansada, no dejó de asumir con gran entusiasmo el trabajo en la redacción de  “Rote Fahne”, el periódico partidario Bandera Roja.

El 4 de enero de 1919, el gobierno socialdemócrata despidió al jefe de policía de Berlín, Emil Eichhorn, del ala izquierda del USPD. Eso fue una provocación para los obreros y soldados revolucionarios de Berlín, que se lanzaron a la lucha armada cuando no estaban bien pertrechados, lo que concluyó con la derrota el 12 de enero.

Pero aún sabiendo que iba hacia la derrota, Rosa permaneció al lado de aquellos que no encontraron el camino correcto en el presente, pero a los que no obstante los acompañaba la razón, según dijo Peter Weiss. O como escribiría enseguida Rosa: “sólo me consuela el  pensamiento fiero de que quizá yo también pronto viaje al más allá, puede que por una bala de la contrarrevolución, que acecha por doquier. Pero mientras esté viva me sentiré unida a ustedes en el amor más cálido, fiel e íntimo”.
El 15 de enero, la “División de escolta  de caballería y tiradores” ocupó el oeste berlinés. En el aristocrático hotel Eden estableció su cuartel general el capitán Pabst, su comandante. El mismo dia 15 de enero fueron localizados Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y Wilhelm Pieck en el barrio de  Wilmersdorf. Allí los apresaron, para llevarlos de inmediato al hotel Eden.

Tras un breve interrogatorio y una conversación telefónica con el ministro del Ejército del Reich,  Gustav Noske, Pabst ordenó el traslado de los prisioneros a la prisión de Moabit. El traslado formaba parte del plan de asesinato.  Karl Liebknecht fue duramente maltratado y lo ejecutaron de camino a la prisión.

A Rosa Luxemburgo la sacaron del hotel a rastras, la maltrataron con suma crueldad y, en el trayecto, la ejecutó de un tiro el subteniente Souchon. Después la arrojaron al Landwehrkanal. El comando de la muerte lo dirigió el teniente Vogel. En la primavera y el verano de 1919 una cruel guerra civil asoló toda Alemania y miles de trabajadores fueron brutalmente asesinados.


La 2ª república española anda a la deriva y la sorprende el golpe militar pro fascista

El Viejo Pedro le contaba a Juancito que el golpe militar del 18 de julio no tomó por sorpresa al pueblo ni a las organizaciones políticas y sindicales de los trabajadores. Pero sí al gobierno de la 2ª República Española, que se esperaba en todo caso una insurrección de las izquierdas más radicales antes que la levantamiento militar, le cuenta Mika al Viejo Pedro algunos años después, en un momento de reencuentro con los viejos camaradas del grupo Insurrexis en el café La Paz, en Buenos Aires.

El gobierno de la 2º República, que era presidido por Casares Quiroga, dice Juan, no esperaba el golpe de estado o, por lo menos, no como una sublevación de los mandos militares. No creía y no quería creer en tal posibilidad, y  estaba mucho más alarmado por los posibles movimientos de los revolucionarios anarquistas y del ala izquierdista del PSOE. Más aún, pensaba que las continuas llamadas de alerta que, desde varias semanas antes, se venían lanzando sobre la inminencia de un golpe militar eran advertencias falsas de la misma izquierda para inducir al gobierno a actuar con mano más firme contra los sectores derechistas y buena parte del ejército, y así facilitar el camino de la insurrección revolucionaria de las izquierdas más radicales, especulaba Hipólito y se lo contaba con detalles a Mika, mientras esperaban en vano que llegaran las armas que habían prometido repartir esa noche.

El gobierno, por lo tanto, buscó eludir cualquier acción que pudiera ser entendida como una amenaza o provocación a las derechas y mucho menos como un respaldo a las izquierdas radicales, lo que le llevó en la práctica a la más absoluta pasividad cuando el sordo ruido de las armas del ejército ya un estruendo abierto, le cuenta el Viejo Pedro Milesi a Susana Fiorito muchos años después, a la salida de una reunión del Sitrac-Sitram.

La incredulidad de las primeras horas y la absoluta incapacidad de reacción de parte del gobierno desde el primer momento de la sublevación militar tiene este origen. Las noticias del levantamiento en Marruecos el 17 de julio son oídas con desconfianza y no se envían aviones ni refuerzos militares, a consecuencia de lo cual, en muy pocas horas se pierde todo el control de los republicanos sobre el protectorado africano.

Cuando al día siguiente se conoce la certeza y lo inevitable de la rebelión, un simple comunicado a las 8 de la mañana informa sobre la misma, pero desprecia su alcance y asegura que en la España peninsular nadie lo habría apoyado. Nada de esto era verídico, relata Mika y el Viejo Pedro la escucha en silencio.
Sin embargo, aún con sus limitaciones y todas sus vacilaciones, la noticia lanzada por el gobierno moviliza a las organizaciones obreras, que se concentran en sus locales sindicales y partidarios, así como a varios de los gobiernos civiles locales, que exigen armas y órdenes claras para la resistencia.

En contraste, el gobierno sigue negándose a querer ver y aceptar que lo que enfrenta es una sublevación de la derecha con todas las letras, y prefiere seguir imaginándose que solo le hace frente a un levantamiento parcial, y así se va paralizando cualquier respuesta posible. El gobierno de la 2º República confía en definitiva en que, por las buenas, utilizando la negociación y el diálogo con el ejército, conseguirá parar la intentona. Telefonean y envía emisarios a los distintos militares con mando de tropa. Pero el engaño o las evasivas que recibe de la mayor parte de los interlocutores a los que busca en relación a su obediencia al orden institucional, ayuda aún más a que Casares Quiroga siga totalmente pasivo respecto al golpe militar contra el estado, legalmente dirigido por el gobierno del frente republicano.

El único que se ubica en su papel es el director general de Aeronáutica, el general Núñez del Prado, que al comprobar la extensión de la sublevación se dispone a avanzar sobre Marruecos y parar la rebelión. Pero al ver que allí ya había triunfado el golpe, y que era completamente inútil el viaje, se encamina en la madrugada del día 18 hacia Zaragoza para detener al capitán general Cabinillas, un viejo amigo suyo. Preso, algunos días después, lo  fusilarán por orden del mismísimo general Mola, sueña Juan que le cuenta el Viejo Pedro Milesi.

Continuará.
JV. São Paulo, Febrero de MMXIII.

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