Entre Berlín y Madrid
Juancito deja el libro que termina de leer sobre la
mesita de luz y trata de dormir. La lectura de “Mika” le consumió casi una
semana, porque volvía sobre las páginas una y otra vez, hacía anotaciones y
consultaba otros textos. Apaga la luz, pero no logra relajarse. Recuerda sus
charlas con el viejo Pedro y vuelve sobre la novela de Elsa, repensando las
arrugas del alma de Mika, mujer nada común, que salió del capullo de sus
principios para meterse en el barro de las trincheras y luchar contra dos
enemigos poderosísimos.
Se duerme de a poco. Pero no es un descanso tranquilo.
A Juan lo persigue desde siempre un sueño recurrente: se ve andando entre los
techos de unas casas de barrio que no conoce, agachado y agarrando con fuerza
su escopeta recortada, con la que podrá dar no más que tres o cuatro tiros en
el caso de un enfrentamiento. En sus sueños, que no llegan a ser pesadillas,
porque están ausentes el sudor, la desesperación y la claustrofobia del
perseguido, Juancito pasa noches enteras buscando una casa donde dormir, un
refugio en el que pueda pasar dos o tres días seguro y sin sobresaltos.
No es una guerra. Es una persecución implacable de los
que se han apropiado del estado para exterminar las ideas libertarias de una
gran parte del pueblo, sus organizaciones, sindicatos y grupos políticos. Dicen
que somos terroristas; pero los que llevan el terror al pueblo son ellos. Los
obreros en sus sindicatos y los trabajadores en sus barrios nunca aterrorizaron
a nadie, a no ser a los privilegiados. Luego dirán que ellos, los militares y
las grandes empresas, eran un demonio necesario, porque nosotros, los que nos
levantamos contra la violencia y la explotación éramos el otro demonio. Pero
no, el pueblo no se engaña.
Y sueña Juancito con Mika, y la ve afligida con el
estado de salud de su compañero, Hipólito; está llena de dudas y de opiniones
contrarias a lo que ve en los primeros días después del golpe franquista contra
la 2ª república española. Ve que a Mika le disgustan las ejecuciones sumarias a
los fascistas y a la violencia contra la iglesia. Se la imagina en sus
funciones de miliciana rasa primero, y su escaso gusto por las armas y los
planes militares. Pero nota cómo cambia rápidamente, cómo asume el mando de
tropa y, al mismo tiempo, cuánto le cuesta separar sus instintos maternales de
la actitud de dirigente en la guerra, responsable por sus hombres en el combate
y por acciones en las que solo se puede triunfar o resistir hasta la muerte.
Juancito ve a Mika en su sueño agitado, y se la
imagina pensando en otra revolucionaria. Piensa en Rosa, una mujer que tuvo un
destino más injusto y cruel, porque murió –fue asesinada- sin haber tomado las
armas, sin haber podido acompañar a los trabajadores en su insurrección
destinada al fracaso. Como Mika, Rosa Luxemburgo fue a la lucha con dudas y
contradicciones, pero tampoco vaciló ni un instante al entrar en la rebelión
justa de los obreros alemanes, aunque estuviera todo destinado al fracaso más
rotundo.
“El orden reina en Varsovia”, denuncia Rosa,
ironizando el anuncio del ministro Sebastiani a la Cámara de París en 1831
después de haber lanzado el terrible asalto sobre el barrio de Praga, cuando la
soldadesca de Paskievitch entra en la capital polaca y da comienzo a su trabajo
de verdugos contra los insurgentes.
“¡El orden reina en Berlín!”, repite Rosa la proclama
triunfal de la prensa patronal y de los oficiales de las tropas victoriosas a
las que la pequeño burguesía de Berlín aplaude en las calles. La gloria y el
honor de las armas alemanas “se salvan” ante la historia mundial. Vencidos de
Flandes y en las Ardenas restablecen su renombre con una “brillante victoria”
sobre los 300 espartaquistas del
Vorwärts, dice Rosa. Los parlamentarios que van a negociar la rendición del
Vorwärts ven obreros muertos, asesinados a golpes de culata por la soldadesca
gubernamental, prisioneros colgados de la pared. ¿Quién se acuerda al ver estas
“gloriosas hazañas” de las vergonzosas derrotas ante los franceses, ingleses y
americanos? “Espartaco”, un pequeño grupo de revolucionarios, es el gran
enemigo y Berlín es el lugar donde los oficiales alemanes se ven vencedores, se
burla Rosa Luxemburgo del éxito de los reaccionarios contra la insurrección
alemana.
¿Cómo podría Rosa no recordar la jauría que impuso el
orden en París, en la bacanal de la burguesía sobre los cuerpos de los
luchadores de la Comuna? ¡Esa misma burguesía que se rinde sin vergüenza ante
los prusianos y abandona la capital del país al enemigo exterior para poner
pies en polvorosa como el último de los cobardes! La misma a la que, frente a
los proletarios de París, hambrientos y mal armados, contra sus mujeres e hijos
indefensos, ¡cómo le vuelve a florecer el coraje!, ¡cómo se agrandan los
hijitos de la burguesía, la “juventud dorada”, de los oficiales! ¡Cómo se
desata la bravura de esos cachorros de Marte, humillados ante el enemigo
exterior cuando se trata de ser bestialmente crueles con los indefensos
prisioneros!
¡El orden reina en Varsovia!, ¡El orden impera en
París!, ¡El orden reina en Berlín!, dice Rosa Luxemburgo que proclaman los
guardianes del orden, cada medio siglo de una capital a la otra de la lucha
histórica mundial. Y esos eufóricos “vencedores” no notan que un “orden”, que
necesita ser periódicamente mantenido con carnicerías sangrientas, marcha sin
remedio hacia su fin.
Y se pregunta Rosa, como también se debe haber
preguntado Mika ante la inminencia de la guerra civil desatada por los
sublevados franquistas ¿podría esperarse una victoria definitiva del pueblo
revolucionario en este enfrentamiento? Desde luego, se contesta a sí misma Rosa
–del mismo modo que se lo explicaba Hipólito a Mika- si se toman en cuenta
todos los elementos que deciden en la cuestión. La herida abierta de la causa
revolucionaria alemana en ese momento, la inmadurez política de la masa de los
soldados, que todavía se dejan manipular por sus oficiales y sus objetivos
antipopulares y contrarrevolucionarios, es ya una prueba de que en el presente
choque -la insurrección de los obreros alemanes- no era posible esperar una
victoria duradera de la revolución.
Ante el hecho de la descarada provocación por parte de
los gobernantes socialistas alemanes, la clase obrera revolucionaria se vio
obligada a tomar las armas. Para la revolución era una cuestión de honor dar de
inmediato la más enérgica respuesta al ataque, e impedir que la
contrarrevolución se agrandase con un nuevo paso adelante, y que las filas
revolucionarias del proletariado y el crédito moral de la revolución alemana
sufriesen grandes pérdidas, dice Rosa Luxemburgo.
Una ley interna de la revolución, que es vital, dice
que nunca hay que pararse, o sumirse en la inacción, en la pasividad, después
de haber dado un primer paso adelante. La mejor defensa es el ataque. Esta
regla elemental de toda lucha rige sobre todos los pasos de la revolución. Era
evidente -y haberlo comprendido así testimonia el sano instinto, la fuerza
interior siempre dispuesta del proletariado berlinés- que los trabajadores
alemanes no podían darse por satisfechos con reponer a Eichhorn en su puesto.
Espontáneamente se lanzó a la ocupación de otros centros de poder de la
contrarrevolución: la prensa burguesa, las agencias oficiosas de prensa, el
Vorwärts. Todas estas medidas surgieron entre las masas a partir del
convencimiento de que la contrarrevolución, por su parte, no se iba a conformar
con la derrota sufrida, sino que iba a buscar una prueba de fuerza general,
dice Rosa. Y piensa Juancito en el momento pre revolucionario que se vivía
entre 1969 y 1975. ¿Había que parar y volverse atrás? Los obreros, los
estudiantes y los grupos revolucionarios, teníamos que “evitar toda
provocación”? ¿O era nuestra obligación profundizar las luchas, aún a riesgo de
perderlo todo?
¿Qué nos enseña toda la historia de las revoluciones
modernas? Se pregunta Rosa Luxemburgo, y piensa Juan que también se lo preguntó
Mika. La primera llama de la lucha de clases en Europa, el levantamiento de los
tejedores de seda de Lyon en 1831, terminó con una severa derrota. El
movimiento cartista en Inglaterra también acabó con una derrota aplastante. La
insurrección de París, en junio de 1848, finalizó con una derrota asoladora. La
Comuna de París se cerró con una terrible derrota. Todo el camino que conduce
al socialismo con las luchas revolucionarias está sembrado de grandes derrotas,
piensa Juancito. Mika e Hipólito lo comprobarían, en la misma Berlín de Rosa
Luxemburgo, 14 años después, ya con el triunfo aplastante de las hordas nazis.
Pero ese mismo camino conduce, paso a paso, a la
victoria final ¿Dónde estaríamos sin esas “derrotas”, de las que hemos sacado
conocimiento, fuerza, idealismo? ¿Las luchas revolucionarias son lo opuesto a
las luchas parlamentarias? se pregunta Rosa. En Alemania hubo, a lo largo de
cuarenta años, sonoras “victorias” parlamentarias, yendo de victoria en
victoria. Y el resultado de todo ello fue que, cuando llegó el día de la gran
prueba histórica, el 4 de agosto de 1914, una aniquiladora derrota política y
moral, un voto inaudito, sin precedentes, de los socialistas a favor del
imperialismo y la guerra, se queja Rosa Luxemburgo.
Piensa Juan, las revoluciones, al contrario, no nos
han dado hasta ahora sino graves derrotas, pero esas derrotas inevitables han
ido acumulando, una atrás de la otra, las garantías necesarias de que podremos
alcanzar la victoria final en el futuro. Lo del viejo topo, se acuerda Juancito
que le contó el Viejo Pedro, que tanto lo habían conversado con Mika e Hipólito
a la salida de las reuniones del grupo Insurrexit.
Es necesario saber en qué condiciones ocurren en cada
caso las derrotas. ¿La derrota, ocurre porque la energía combativa de los
trabajadores chocó contra condiciones históricas inmaduras?, se preguntan Rosa
y también Mika, en la misma Berlín de Rosa Luxemburgo, 14 años después, ¿o fue
por culpa de la indecisión, o de la debilidad interna que acabó paralizando la
acción revolucionaria?
Dos ejemplo clásico de esas diferentes posibilidades
son, la revolución de febrero en Francia para la primera; y la revolución
alemana de marzo para la segunda, responde Rosa. La heroica acción obrera en el
París en 1848 fue una fuente viva de energía de clase para todo el proletariado
internacional. Por el contrario, las miserias de la revolución de marzo en
Alemania entorpecieron la marcha de todo el moderno desarrollo alemán como una
bola de hierro atada a los pies. Y ejercieron su influencia a lo largo de toda
la historia, tan particular, de la Socialdemocracia oficial alemana llegando
incluso a repercutir en los acontecimientos de la revolución alemana, incluso
en la dramática crisis que acabamos de vivir, piensa Rosa Luxemburgo, y Mika e
Hipólito coinciden, 14 años más tarde.
¿Qué podemos decir de la derrota sufrida en la Semana
de Espartaco? ¿Fue una derrota causada por el ímpetu revolucionario chocando
contra la inmadurez de la situación o se ha debido a las debilidades e
indecisiones de nuestra acción? se pregunta Rosa.
¡Las dos cosas a la vez! El carácter doble de esta
crisis, la contradicción entre la intervención ofensiva, llena de fuerza,
decidida, de los trabajadores berlineses y las vacilaciones, la timidez de la
dirección, el dato más peculiar del más reciente episodio, se responde Rosa.
La dirección fracasó, sí. Pero la dirección puede y
debe ser recreada por las masas y por ellas mismas, insiste Rosa Luxemburgo.
Ellas son lo decisivo, son la roca sobre la que se basa la victoria final de la
revolución. Los trabajadores han estado a la altura, e hicieron de la “derrota”
una pieza más de esa serie de derrotas históricas que forman el orgullo y la
fuerza del socialismo internacional. Y por eso, del tronco de esta “derrota”
florecerá la victoria futura, piensa Juancito, y ve que repite Rosa la teoría
del viejo topo de la historia.
“¡El orden reina en Berlín!”, ¡esbirros estúpidos! Ese
orden de Uds. está armado sobre arena. La revolución, mañana ya se levantará de
nuevo con estruendo hacia lo alto y proclamará, para terror de Uds., entre
sonidos de trompetas: ¡Fui, soy y seré!”, escribe Rosa Luxemburgo, poco antes
de caer presa y ser asesinada por la soldadesca alemana.
Pero fue el 4 de agosto de 1914, al comienzo de la 1ª
guerra mundial, llamada entonces la Gran Guerra, el día en que Rosa sufre su
más grande frustración: “el 4 de agosto quise morir, matarme, pero los amigos
me lo impidieron”, dice Rosa Luxemburgo. Ese mismo día fatal en que los
socialdemócratas alemanes votaron a favor de la guerra, el 4 de agosto de 1914
se reunió un pequeño grupo en la casa de Rosa, el que luego se convirtió, en
1916 en la Spartakusbund, la Liga Espartaco. Igual que Mika e Hipólito y su
grupo de oposición comunista al PC alemán, en la misma Berlín de Rosa
Luxemburgo, pero 14 años después. Igual que los destacamentos revolucionarios
argentinos, armados y no armados, en la crisis que va de 1973 a 1975, piensa
Juan.
Discutieron los medios para impedir que los diputados
del Partido Socialdemócrata Alemán votaran a favor del presupuesto de guerra.
Las únicas armas que tenía Luxemburgo eran su oratoria y su pluma. Corría de un
lado al otro, convencida de que “las masas obreras se pondrán de nuestro lado
si fuera posible mostrarles nuestra posición y se rebelarán contra la guerra”.
El 4 de agosto de 1914 fue para Rosa Luxemburgo, como ella misma decía, el día
más negro.
El hecho de que la clase trabajadora se dejara arrastrar a la
matanza sin ofrecer la menor resistencia, la capitulación inmediata de la
socialdemocracia alemana, así como el
hundimiento de la Internacional Socialista, todo aquello era para ella
inconcebible.
Esperaba Rosa que los trabajadores vieran su error lo
antes posible, pero se equivocaba. El ejército alemán se anotó sus primeras
victorias y el orgullo nacional se enardeció. Y ella comenzaría un largo
recorrido por cárceles cada vez más alejadas hasta el final de la guerra.
Sin embargo, hacia finales de 1918, la revolución
también parecía ser imparable en Alemania. Empezó con el levantamiento de los
marineros de Kiel el 3 de noviembre, y alcanzó su punto alto el día 9. En todo
el Reich se organizaron los consejos de trabajadores y soldados. La noche del
10 de noviembre, Rosa Luxemburgo llegó a Berlín desde la prisión de Breslau.
Aún enferma y cansada, no dejó de asumir con gran entusiasmo el trabajo en la
redacción de “Rote Fahne”, el periódico partidario
Bandera Roja.
El 4 de enero de 1919, el gobierno socialdemócrata
despidió al jefe de policía de Berlín, Emil Eichhorn, del ala izquierda del
USPD. Eso fue una provocación para los obreros y soldados revolucionarios de
Berlín, que se lanzaron a la lucha armada cuando no estaban bien pertrechados,
lo que concluyó con la derrota el 12 de enero.
Pero aún sabiendo que iba hacia la derrota, Rosa
permaneció al lado de aquellos que no encontraron el camino correcto en el
presente, pero a los que no obstante los acompañaba la razón, según dijo Peter
Weiss. O como escribiría enseguida Rosa: “sólo me consuela el pensamiento fiero de que quizá yo también
pronto viaje al más allá, puede que por una bala de la contrarrevolución, que
acecha por doquier. Pero mientras esté viva me sentiré unida a ustedes en el
amor más cálido, fiel e íntimo”.
El 15 de enero, la “División de escolta de caballería y tiradores” ocupó el oeste
berlinés. En el aristocrático hotel Eden estableció su cuartel general el
capitán Pabst, su comandante. El mismo dia 15 de enero fueron localizados Rosa
Luxemburgo, Karl Liebknecht y Wilhelm Pieck en el barrio de Wilmersdorf. Allí los apresaron, para
llevarlos de inmediato al hotel Eden.
Tras un breve interrogatorio y una conversación
telefónica con el ministro del Ejército del Reich, Gustav Noske, Pabst ordenó el traslado de los
prisioneros a la prisión de Moabit. El traslado formaba parte del plan de
asesinato. Karl Liebknecht fue duramente
maltratado y lo ejecutaron de camino a la prisión.
A Rosa Luxemburgo la sacaron del hotel a rastras, la
maltrataron con suma crueldad y, en el trayecto, la ejecutó de un tiro el
subteniente Souchon. Después la arrojaron al Landwehrkanal. El comando de la
muerte lo dirigió el teniente Vogel. En la primavera y el verano de 1919 una
cruel guerra civil asoló toda Alemania y miles de trabajadores fueron
brutalmente asesinados.
La 2ª república española anda a la deriva y la
sorprende el golpe militar pro fascista
El Viejo Pedro le contaba a Juancito que el golpe militar
del 18 de julio no tomó por sorpresa al pueblo ni a las organizaciones
políticas y sindicales de los trabajadores. Pero sí al gobierno de la 2ª
República Española, que se esperaba en todo caso una insurrección de las
izquierdas más radicales antes que la levantamiento militar, le cuenta Mika al
Viejo Pedro algunos años después, en un momento de reencuentro con los viejos
camaradas del grupo Insurrexis en el café La Paz, en Buenos Aires.
El gobierno de la 2º República, que era presidido por
Casares Quiroga, dice Juan, no esperaba el golpe de estado o, por lo menos, no como
una sublevación de los mandos militares. No creía y no quería creer en tal
posibilidad, y estaba mucho más alarmado
por los posibles movimientos de los revolucionarios anarquistas y del ala
izquierdista del PSOE. Más aún, pensaba que las continuas llamadas de alerta
que, desde varias semanas antes, se venían lanzando sobre la inminencia de un
golpe militar eran advertencias falsas de la misma izquierda para inducir al
gobierno a actuar con mano más firme contra los sectores derechistas y buena
parte del ejército, y así facilitar el camino de la insurrección revolucionaria
de las izquierdas más radicales, especulaba Hipólito y se lo contaba con
detalles a Mika, mientras esperaban en vano que llegaran las armas que habían
prometido repartir esa noche.
El gobierno, por lo tanto, buscó eludir cualquier
acción que pudiera ser entendida como una amenaza o provocación a las derechas
y mucho menos como un respaldo a las izquierdas radicales, lo que le llevó en
la práctica a la más absoluta pasividad cuando el sordo ruido de las armas del
ejército ya un estruendo abierto, le cuenta el Viejo Pedro Milesi a Susana
Fiorito muchos años después, a la salida de una reunión del Sitrac-Sitram.
La incredulidad de las primeras horas y la absoluta
incapacidad de reacción de parte del gobierno desde el primer momento de la
sublevación militar tiene este origen. Las noticias del levantamiento en
Marruecos el 17 de julio son oídas con desconfianza y no se envían aviones ni
refuerzos militares, a consecuencia de lo cual, en muy pocas horas se pierde
todo el control de los republicanos sobre el protectorado africano.
Cuando al día siguiente se conoce la certeza y lo
inevitable de la rebelión, un simple comunicado a las 8 de la mañana informa
sobre la misma, pero desprecia su alcance y asegura que en la España peninsular
nadie lo habría apoyado. Nada de esto era verídico, relata Mika y el Viejo
Pedro la escucha en silencio.
Sin embargo, aún con sus limitaciones y todas sus vacilaciones,
la noticia lanzada por el gobierno moviliza a las organizaciones obreras, que
se concentran en sus locales sindicales y partidarios, así como a varios de los
gobiernos civiles locales, que exigen armas y órdenes claras para la
resistencia.
En contraste, el gobierno sigue negándose a querer ver
y aceptar que lo que enfrenta es una sublevación de la derecha con todas las
letras, y prefiere seguir imaginándose que solo le hace frente a un
levantamiento parcial, y así se va paralizando cualquier respuesta posible. El
gobierno de la 2º República confía en definitiva en que, por las buenas,
utilizando la negociación y el diálogo con el ejército, conseguirá parar la
intentona. Telefonean y envía emisarios a los distintos militares con mando de
tropa. Pero el engaño o las evasivas que recibe de la mayor parte de los interlocutores
a los que busca en relación a su obediencia al orden institucional, ayuda aún
más a que Casares Quiroga siga totalmente pasivo respecto al golpe militar
contra el estado, legalmente dirigido por el gobierno del frente republicano.
El único que se ubica en su papel es el director
general de Aeronáutica, el general Núñez del Prado, que al comprobar la
extensión de la sublevación se dispone a avanzar sobre Marruecos y parar la
rebelión. Pero al ver que allí ya había triunfado el golpe, y que era completamente
inútil el viaje, se encamina en la madrugada del día 18 hacia Zaragoza para
detener al capitán general Cabinillas, un viejo amigo suyo. Preso, algunos días
después, lo fusilarán por orden del
mismísimo general Mola, sueña Juan que le cuenta el Viejo Pedro Milesi.
Continuará.
JV. São Paulo, Febrero de MMXIII.
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