Después de dos años del bicentenario
de
las emancipaciones
hispanoamericanas:
1812, Bicentenário de la Constitución de
Cádiz.
Las cortes. Ése era el término que
se usaba en la península ibérica para designar a las juntas de representantes
en las antiguas monarquías de la edad moderna. En la época que se llamó
"el Antiguo régimen", solían ser convocadas por el monarca en
circunstancias muy especiales, y casi siempre terminaban expresando fuertes
presiones populares que desbordaban a la monarquía.
Las Cortes Generales y
Extraordinarias de las que voy a hablar, ocurrieron entre 1810 y 1813, y se
reunieron primero en la isla del León -actualmente llamada San Fernando- y después en Cádiz, en plena guerra de la
independencia española contra las tropas francesas napoleónicas que habían
invadido la península y terminado con las instituciones del reino.
Gaspar de Jovellanos, un hombre
ilustrado y gran patriota, se había refugiado en la isla de León - una de las
tantas que forman la Bahía
de Cádiz, en la costa atlántica andaluza- en la última campaña exitosa del que
ya empezaba a mostrarse como decadente ejército napoleónico.
Jovellanos le escribió en febrero de
1810 una carta a su amigo Francisco Saavedra, el antiguo intendente de
Venezuela. Con una angustia creciente Jovellanos -que moriría aquel mismo año
de pulmonía, en Asturias, huyendo de las tropas invasoras- le dio instrucciones
para actuar en el caso de que la muy previsible caída de la ciudad de Cádiz en
manos de las tropas francesas finalmente ocurriera:
“Las Américas serán el primer
cuidado de la Regencia
-dice la carta de Jovellanos-. Si la patria perece, Ud. no puede ni debe
permanecer en España. Sea usted con sus dignos compañeros el salvador de la
patria; sean si no, los salvadores de América”.
La llamada a la resistencia extrema
que expresa la carta, o el hecho de lo que en verdad ocurrió -porque Cádiz,
contra toda previsión, no cayó jamás en manos de las tropas napoleónicas- no
puede impedirnos analizar las proposiciones de Jovellanos. Lo que le pedía con
gran angustia a Saavedra era una solución “a la portuguesa” para España. O sea,
el traslado de la soberanía real a América: trasladar la nación española, pero
sin la familia real, como lo habían hecho los portugueses en 1808.
Los Braganza no habían sido como los
Borbones, que en las personas de Carlos IV y Fernando VII disfrutaban de la
hospitalidad del “monstruo corso” –Napoleón- e incluso festejaban sus éxitos
militares y políticos.
La dinastía lusitana había cruzado
el Atlántico bajo la protección británica y se había asentado en Río de Janeiro
a la espera de tiempos más favorables, que según ellos y los ingleses,
llegarían pronto.
PROVINCIAS sí,
COLONIAS no.
La falta de una figura real le
arrancó a Hispanoamérica –que los liberales de Cádiz llamaban “la España
americana”, en contraposición a la europea- la posibilidad de una autoridad
indiscutible. Sin rey y sin esa autoridad, entre el 2 de mayo madrileño –el que
pintó Goya en memoria de la resistencia popular a Napoleón- y el 19 de abril de
1810, cuando se desató en Caracas el proceso de creación de las juntas
autonomistas, existió una convivencia forzada de tres tipos de autoridades.
Había virreyes y capitanes generales
nombrados en la época de gobierno de Godoy, una época que fue nefasta para
Hispanoamérica por su deslealtad a los criollos, y por la corrupción y el
abandono general.
Pero también las diversas juntas
peninsulares, y más tarde la
Junta Central de Cádiz, habían hecho sus propios
nombramientos y enviado pedidos de ayuda y sus gritos de socorro a los
americanos, que fueron atendidos en algunos casos con patriotismo. En 1809, los
ingresos de la economía peninsular eran en un 69% de origen americano y en
1810, del 62%. Tampoco la monarquía bonapartista de José 1º dejó de intentar ejercer
su influencia en América y se valió de algunos criollos, como el mexicano José
María de Lanz o el neogranadino Francisco Antonio Zea.
Se puede decir que lo que se llama
en España la “guerra de independencia” engloba dos conflictos distintos. Hay una
guerra imperial hasta abril de 1810 de ambas Españas -la europea por un lado, e
Hispanoamérica por el otro, a la que los españoles llamaban “la americana”-
contra los invasores franceses napoleónicos. Otra guerra, diferente ocurre
hasta 1814, con diversas alternativas militares, políticas y constitucionales a
cada lado del Atlántico.
La importancia decisiva que los
españoles veían en “el componente americano” de lo que entendían como una
“nación española única” era obvio a los ojos de los contemporáneos y explica
mejor la propia Constitución de Cádiz, ahora, a dos siglos después de su
proclamación.
2ª parte
La independencia americana
y la lucha de Cádiz
Cuando Pedro, el bisabuelo de don
Victoriano Unzaga tomó el barco a vapor que lo llevaría desde Bilbao hacia
Alejandría, en Egipto, con una larga escala de tres días en Cádiz –allá por el
fin de año de 1809- no se imaginaba que pronto estaría implicado en uno de los
procesos políticos más ricos de la España moderna y de la patria futura de su bisnieto,
Victoriano, en la joven América.
Las primeras noticias que Pedro Unzaga
tuvo, siendo muy jovencito, sobre la existencia del movimiento revolucionario
en las entonces colonias españolas en América, lo dejaron pensando durante
meses. Pedro viajaba a Egipto con la intención de comprar ganado a un precio
mucho más bajo que el lograría en el país vasco, y en una de las visitas a los
posibles vendedores, conoció al revolucionario Francisco Miranda.
Los dos hombres se encontraron en la isla
de León, un poco antes que el patriota lo conociera al joven Bolívar, en esa
época con veintiséis años, casi la misma edad de Pedro Unzaga, lo que era una
diferencia muy marcada de edad y de experiencias, puesto que Miranda ya contaba
por entonces unos sesenta, e incluso había liderado un desembarco republicano
fallido en Coro, en 1806.
La expedición se proponía empezar, a
partir de Venezuela, una serie de acciones armadas para promover la
independencia de toda la
América hispana. Para esta empresa Miranda había llegado a Nueva
York en noviembre de 1805, procedente de Londres, entrevistándose con
notables personajes norteamericanos como Thomas Jefferson.
Unzaga y los dos americanos empezaron una estrecha amistad que duró casi dos años, hasta que el futuro libertador Bolívar se lo llevó a Miranda a Venezuela y Pedro Unzaga volvió a su pueblito cerca de Bilbao, a sus vacas y caballos.
Juntos, los dos americanos fundaron en
Caracas la
Sociedad Patriótica , y al ser nombrado General en Jefe de los
Ejércitos revolucionarios, Miranda le confió a Simón Bolívar el mando de Puerto
Cabello, que era un poderoso bastión de las fuerzas republicanas.
Pedro Unzaga nunca se olvidó de esta
amistad, corta pero intensa, que le permitió imaginarse cómo eran enormes las
posibilidades que se abrían para los vascos en la capitanía de Caracas, en Cuba
y en el lejano virreinato del Río de la Plata , el que luego sería las Provincias Unidas
del Sud.
-Los hermanos Bartolomé y Antonio Wesler,
banqueros alemanes de Carlos V, tuvieron en sus manos la colonización de la
capitanía que luego se llamaría Venezuela. Eran los más importantes banqueros
de Europa en tiempos de la conquista española de América, y disfrutaban el
poder que les daba el ser los prestamistas de un rey que alcanzó el trono
de Alemania con su dinero.
-La capitanía volvió al poder de
España que le repasó la administración a la Real Compañía Guipuzcoana de
Caracas- recuerda Pedro que le había contado
Miranda a Bolívar en su presencia, mientras hablaban de política en el retiro
conspirativo entre Londres y la isla de León, en Cádiz.
Pero don Pedro Unzaga era agricultor y,
aunque leía de todo, nada del tema de las conspiraciones revolucionarias de los
americanos le interesaba demasiado.
En 1809, a los dos días de llegar a Cádiz,
a camino de Alejandría, Pedro Unzaga, bisabuelo de Victoriano conoció en un
café, a la puerta del pequeño hotel donde se había alojado, a un mercader. Era
un anciano de largas barbas blancas; el viejito se apoyaba en un bastón y,
haciendo un esfuerzo, le alargó un sobre grueso con matasellos del correo de
Caracas.
Pedro entró al hotel y, ya en su
habitación, vio que la carta tenía por remitente a Gaspar
de Jovellanos, y estaba dirigida a Miranda o a Simón Bolívar. Por qué se la
había entregado a él, Pedro Unzaga el viejito, era un misterio que nunca supo
resolver.
Gaspar de Jovellanos era conocido en España por ser un
hombre ilustrado y un gran patriota, que se había refugiado en la isla de León,
en la Bahía de Cádiz, sobre la costa atlántica andaluza, para
refugiarse de la persecución desatada contra los españoles que combatían por la
independencia durante la última campaña del ejército napoleónico.
Jovellanos se había comunicado con su amigo Francisco
Saavedra, el antiguo intendente de Venezuela, para darle instrucciones precisas
sobre cómo actuar en el caso de que ocurriera lo que parecía más que previsible
en ese momento: la caída de la ciudad de Cádiz en manos de las tropas
francesas que la mantenían sitiada.
Y fue por causa de este intercambio epistolar que, sin
tener nada que ver con el tema, Pedro se vio implicado en los sucesos de la
época. Lógicamente entregó a Miranda, un par de horas después, la carta que
debería haber llegado a sus manos por una mera equivocación del viejito barbudo
del café.
Y Miranda, al que se agregó Bolívar media hora después,
lo invitó a tomar un café y le leyó el contenido de la misteriosa esquela;
contenido que Pedro Unzaga nunca reveló a Ignacio, su hijo, ni al segundo
Pedro, el padre de Victoriano Unzaga.
Poco se sabía por aquél entonces – entre los
años de 1809 y 1812- sobre aquellos personajes, que eran representantes
de los diversos estamentos de la sociedad española y “de ultramar”, ante las
Cortes que forjaron Constitución de Cádiz.
Sabemos que eran venidos de distintos puntos de España y de las
Américas, y pertenecientes a los varios sectores que se expresaban a través del
clero, el comercio, la política y la cultura, pero tenían algo en común. Todos
ellos habían sido elegidos por la sociedad española de aquellos días o
designados por las autoridades locales de las colonias para tratar de marcar el
rumbo de un pueblo sumergido en un contexto histórico extremamente complicado,
inmerso en una guerra contra un invasor extranjero en la península, dentro de
un llamado “Antiguo Régimen” ya caduco, y ante colonias que empezaban a
despertar para el ansia de independencia frente a modelos como los que le
llegaban desde la América
del Norte y la propia Francia, invasora de la metrópoli que los había sometido
durante tres siglos.
Pero antes, veamos el clima de guerra en
el que la nueva España que nace, y que concentra sus atenciones en la lejana
Cádiz, la ciudad más excéntrica de la península, pero la más cercana a las
colonias americanas.
El asedio napoleónico a Cádiz
“Fueron largos treinta meses lo que duró el asedio más
extenso de todas las campañas de Napoleón, proceso en el cual España se jugó al
todo o nada su independencia” escribía Miranda en una de las más de doce
cartas que le mandó a Pedro Unzaga durante el año de 1810.
-Rescatar del olvido la larga batalla que se
desarrolló en la isla de León -la localidad que, desde el punto militar era la
más importante de toda la península- es una tarea que ayuda a entender mejor el
proceso paralelo de la independencia de los peninsulares contra Napoleón y la
nuestra, la de los americanos contra España- le decía años más tarde Simón
Bolívar a Pedro, tratando de convencerlo a que se sumase a los grupos que se
preparaban para enfrentar a los realistas en suelo americano.
3ª parte.
A
Napoleón, el emperador que a principios del siglo XIX marchaba sus tropas triunfantes sobre
media Europa, le hubiera encantado tomar al mismo tiempo las ciudades de Cádiz,
al sur de España, y Moscú, en el otro extremo del continente.
En
Cádiz, probablemente la cuidad más antigua de Europa, se desarrolló
el asedio más prolongado de toda la guerra española de independencia, y también
el más extenso de todas las campañas napoleónicas.
Un
sitio que sería el más largo de toda la historia
contemporánea hasta que ocurrió el de los alemanes a mando de Hitler, cercando
Leningrado durante la 2ª Guerra Mundial.
El
acoso a Cádiz es un hecho militar insólito, porque al principio se trató de un
verdadero asedio, que se fue convirtiendo de a poco en un bloqueo, como el de
los EEUU a la Cuba
moderna, en el que los sitiados terminaron moviéndose con mucha más
libertad de acción que los propios sitiadores.
Saavedra,
miembro de Consejo de Regencia, que era uno de los principales responsables de
la defensa de Cádiz -después de haber sido el artífice de la victoria de Bailén
contra Napoleón, como presidente de la Junta Suprema de Sevilla- consideraba el bloqueo
una “especie de sitio”, que pronto se les presentó a los franceses como una
meta prácticamente imposible de ser lograda.
La
lucha antinapoleónica de los españoles
De
hecho, el gran asedio de Cádiz le impuso nuevas condiciones a toda la guerra de
independencia española contra la ocupación francesa durante el tiempo de su
duración, que va desde febrero de 1810 hasta agosto de 1812. Y como ya sabemos,
anticipa el ambiente en que el liberalismo peninsular le abrirá las puertas a
las dos corrientes emancipadoras en América: la liberal y unitarista por un
lado, y la regionalista y federal por el otro.
Y
con toda seguridad que, de haber ocurrido la toma de la isla de León por parte
de las tropas de Napoleón, la guerra hubiera tenido un desenlace diferente, y
además, también habría cambiado radicalmente el destino de España como una
nación consolidada y unitaria.
Al
contrario, el éxito rotundo de la defensa ante el asedio napoleónico hizo que
la guerra fuera dirigida justamente desde Cádiz, al mismo tiempo que desde allí
se comandara la reforma política liberal que inició el desmonte de lo que se
llamó el Antiguo Régimen en España. La constitución de Cádiz de 1812 es hija de
esta experiencia revolucionaria para su época.
Para
gran sorpresa de los invasores galos, la cuidad española que más contacto tuvo
históricamente con Francia, por sus tradiciones y relaciones comerciales, así
como por la frecuente presencia militar del país del norte, adoptó de un modo
muy claro, desde el principio, una postura completamente antifrancesa e
independientista, en particular y sobre todo, entre los sectores más populares.
Parece
un chiste, o una anécdota mentirosa, pero no fue por acaso que, antes de
empezar la guerra, se llamó a la reunión de Bayona, y el gaditano que fue
designado para ser el representante de la ciudad, se disculpó por faltar ante
aquellas Cortes, alegando “sufrir de hemorroides”.
El
comando de los franceses durante el asedio –que fue dirigido por los mariscales
Soult y Víctor– planeó diversos ataques contra las líneas de la
defensa. Al principio creyeron que un ataque arrojado con la potencia feroz que
era famosa en el ejército napoleónico, sería imparable. Pero ni Napoleón, ni su
hermano delegado en la península, José Bonaparte, el “Pepe Botella” -que visitó
el sitio, conciente de que la de Cádiz podría ser, y de hecho lo fue, la última
batalla de la guerra-, ni los generales franceses se imaginaron en ningún
momento que se chocarían con una resistencia en que, desde el inicio, quedó muy
claro lo inexpugnable de la fortaleza.
Poco
después, el propio rey invasor –“Pepe Botella” en persona, acompañado por todos
sus mariscales y el general Chaussegros, el comandante en jefe de Ios
ingenieros, y el general de división Alexandre Antonie Hureau, comandante en
jefe de la artillería, que más tarde moriría en el sitio- sería el primero en
darse cuenta de las enormes dificultades de sus propósitos. Habiendo fallado
varias tentativas de entrar en negociaciones con los sitiados, se vio claro que
era necesario decidirse por un asedio más permanente y estable, lo que
representaba preparativos más grandes y mucho mejor pensados.
Fue
así que, durante meses, un poderoso ejército invasor quedó inmovilizado en
frente a las poderosas defensas infranqueables, e incluso separado
por completo de otras operaciones en las que hubiera podido servir como una
pieza clave. Además, quedó expuesto al hostigamiento de las guerrillas populares,
que desde ese momento se hicieron más numerosas y activas que nunca.
Los
objetivos de las tropas francesas se volvieron imposibles, y para los invasores
napoleónicos fue como morir en la playa después de un naufragio, porque nunca
los ejércitos del Gran Corso habían estado tan cerca y a la vez tan lejos de
apoderarse no sólo de una plaza fundamental, que al final les
resultó inalcanzable, sino del objetivo central: el de tomar el gobierno de
toda la península ibérica.
La
gran batalla para tomar la isla de León.
Resulta
casi una paradoja llamarle apenas “batalla” al asedio más largo de
toda la campaña napoleónica. Es que en ninguna batalla de la guerra de
independencia española, ni en ningún acoso a cualquier otra fortaleza se
desafió tanto la osadía de Napoleón y su despliegue de propaganda.
La
acción psicológica propagandística de los sitiados de Cádiz superó de lejos a
la de los franceses. Fue una “batalla de papel” fantástica, extendida a los
cuatro puntos cardinales ibéricos durante todo el sitio de las tropas
francesas.
Pero
sea como sea, el asedio francés a Cádiz fue una de las acciones más importantes
de la guerra en la península. Y ninguna otra tuvo consecuencias tan
importantes.
Los
franceses habían elegido la capital portuguesa -Lisboa, abandonada por la
familia imperial de los Braganza- como el centro desde el cual empezar la
conquista. Desde el otro bando, el de la independencia española, la ciudad
escogida a partir de 1810 para la reconquista fue Cádiz que, con la ayuda naval
británica, se volvió la base de operaciones más importante de la ofensiva
aliada en toda la península. Canning, uno de los más famosos
ministros del imperialismo británico, lo dijo muy claro: “Cádiz was essentially
important”.
El
rotundo fracaso napoleónico en el asedio a Cádiz fue el hecho central de la
guerra de la independencia, por su insólita duración de dos años y medio, que
hizo imposible las pretensiones de un reinado de José “Pepe Botella” Bonaparte
en España, y por su alto significado militar y político.
“Pepe
Bottella” había sido el rey de Sicilia hasta 1808, cuando su hermano, el
emperador Bonaparte, le encargó la tarea de gobernar la España invadida por los
ejércitos de la “grande armée”, después de hacer abdicar a los borbones Carlos
IV y Fernando VII en su favor.
El
pobrecito “Pepe Botella” no podría imaginarse que la ciudad más excéntrica de
la península –en el sentido de ser la más alejada de los centros del poder
español- iría a ser el centro de la dirección político-militar de la guerra.
Fue
así que, después de innumeras derrotas, el gobierno patriota español logró su
objetivo de seguir luchando desde Cádiz hasta el final. De haber ocurrido la
caída de Cádiz en poder de las tropas del emperador Bonaparte, la guerra contra
los invasores napoleónicos hubiera llegado a su fin. No hubiera podido
continuar por falta de un comando obstinado –como lo fue el de Cádiz- en luchar
a toda costa hasta el fin, atrás de su objetivo de independencia.
Para
entender mejor las futuras batallas que se librarían en breve por la
emancipación de las colonias españolas de ultramar –Hispanoamérica- es
necesario que pensemos lo que la palabra
independencia representaba para los contemporáneos de aquel
entonces: un objetivo e ideales completamente nuevos en la península, que cautivaron
los sentimientos ibéricos desde el comienzo de la guerra contra los invasores
franceses.
Continuará.
Javier Villanueva. São Paulo, 21 de enero de 2013.
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