sábado, 9 de fevereiro de 2013

Las independencias hispanoamericanas y Cádiz





Después de dos años del bicentenario de
las emancipaciones hispanoamericanas:

1812, Bicentenário de la Constitución de Cádiz.

Las cortes. Ése era el término que se usaba en la península ibérica para designar a las juntas de representantes en las antiguas monarquías de la edad moderna. En la época que se llamó "el Antiguo régimen", solían ser convocadas por el monarca en circunstancias muy especiales, y casi siempre terminaban expresando fuertes presiones populares que desbordaban a la monarquía. 

Las Cortes Generales y Extraordinarias de las que voy a hablar, ocurrieron entre 1810 y 1813, y se reunieron primero en la isla del León -actualmente llamada San Fernando-  y después en Cádiz, en plena guerra de la independencia española contra las tropas francesas napoleónicas que habían invadido la península y terminado con las instituciones del reino.

Gaspar de Jovellanos, un hombre ilustrado y gran patriota, se había refugiado en la isla de León - una de las tantas que forman la Bahía de Cádiz, en la costa atlántica andaluza- en la última campaña exitosa del que ya empezaba a mostrarse como decadente ejército napoleónico.
Jovellanos le escribió en febrero de 1810 una carta a su amigo Francisco Saavedra, el antiguo intendente de Venezuela. Con una angustia creciente Jovellanos -que moriría aquel mismo año de pulmonía, en Asturias, huyendo de las tropas invasoras- le dio instrucciones para actuar en el caso de que la muy previsible caída de la ciudad de Cádiz en manos de las tropas francesas finalmente ocurriera:

“Las Américas serán el primer cuidado de la Regencia -dice la carta de Jovellanos-. Si la patria perece, Ud. no puede ni debe permanecer en España. Sea usted con sus dignos compañeros el salvador de la patria; sean si no, los salvadores de América”.

La llamada a la resistencia extrema que expresa la carta, o el hecho de lo que en verdad ocurrió -porque Cádiz, contra toda previsión, no cayó jamás en manos de las tropas napoleónicas- no puede impedirnos analizar las proposiciones de Jovellanos. Lo que le pedía con gran angustia a Saavedra era una solución “a la portuguesa” para España. O sea, el traslado de la soberanía real a América: trasladar la nación española, pero sin la familia real, como lo habían hecho los portugueses en 1808.
Los Braganza no habían sido como los Borbones, que en las personas de Carlos IV y Fernando VII disfrutaban de la hospitalidad del “monstruo corso” –Napoleón- e incluso festejaban sus éxitos militares y políticos.
La dinastía lusitana había cruzado el Atlántico bajo la protección británica y se había asentado en Río de Janeiro a la espera de tiempos más favorables, que según ellos y los ingleses, llegarían pronto.


PROVINCIAS sí,
COLONIAS no.

La falta de una figura real le arrancó a Hispanoamérica –que los liberales de Cádiz llamaban “la España americana”, en contraposición a la europea- la posibilidad de una autoridad indiscutible. Sin rey y sin esa autoridad, entre el 2 de mayo madrileño –el que pintó Goya en memoria de la resistencia popular a Napoleón- y el 19 de abril de 1810, cuando se desató en Caracas el proceso de creación de las juntas autonomistas, existió una convivencia forzada de tres tipos de autoridades.
Había virreyes y capitanes generales nombrados en la época de gobierno de Godoy, una época que fue nefasta para Hispanoamérica por su deslealtad a los criollos, y por la corrupción y el abandono general.

Pero también las diversas juntas peninsulares, y más tarde la Junta Central de Cádiz, habían hecho sus propios nombramientos y enviado pedidos de ayuda y sus gritos de socorro a los americanos, que fueron atendidos en algunos casos con patriotismo. En 1809, los ingresos de la economía peninsular eran en un 69% de origen americano y en 1810, del 62%. Tampoco la monarquía bonapartista de José 1º dejó de intentar ejercer su influencia en América y se valió de algunos criollos, como el mexicano José María de Lanz o el neogranadino Francisco Antonio Zea.

Se puede decir que lo que se llama en España la “guerra de independencia” engloba dos conflictos distintos. Hay una guerra imperial hasta abril de 1810 de ambas Españas -la europea por un lado, e Hispanoamérica por el otro, a la que los españoles llamaban “la americana”- contra los invasores franceses napoleónicos. Otra guerra, diferente ocurre hasta 1814, con diversas alternativas militares, políticas y constitucionales a cada lado del Atlántico.
La importancia decisiva que los españoles veían en “el componente americano” de lo que entendían como una “nación española única” era obvio a los ojos de los contemporáneos y explica mejor la propia Constitución de Cádiz, ahora, a dos siglos después de su proclamación.


2ª parte
La independencia americana 
y la lucha de Cádiz

Cuando Pedro, el bisabuelo de don Victoriano Unzaga tomó el barco a vapor que lo llevaría desde Bilbao hacia Alejandría, en Egipto, con una larga escala de tres días en Cádiz –allá por el fin de año de 1809- no se imaginaba que pronto estaría implicado en uno de los procesos políticos más ricos de la España moderna y de la patria futura de su bisnieto, Victoriano, en la joven América.

Las primeras noticias que Pedro Unzaga tuvo, siendo muy jovencito, sobre la existencia del movimiento revolucionario en las entonces colonias españolas en América, lo dejaron pensando durante meses. Pedro viajaba a Egipto con la intención de comprar ganado a un precio mucho más bajo que el lograría en el país vasco, y en una de las visitas a los posibles vendedores, conoció al revolucionario Francisco Miranda.

Los dos hombres se encontraron en la isla de León, un poco antes que el patriota lo conociera al joven Bolívar, en esa época con veintiséis años, casi la misma edad de Pedro Unzaga, lo que era una diferencia muy marcada de edad y de experiencias, puesto que Miranda ya contaba por entonces unos sesenta, e incluso había liderado un desembarco republicano fallido en Coro, en 1806.
La expedición se proponía empezar, a partir de Venezuela, una serie de acciones armadas para promover la independencia de toda la América hispana. Para esta empresa Miranda había llegado a Nueva York en noviembre de  1805, procedente de Londres, entrevistándose con notables personajes norteamericanos como Thomas Jefferson.

Unzaga y los dos americanos empezaron una estrecha amistad que duró casi dos años, hasta que el futuro libertador Bolívar se lo llevó a Miranda a Venezuela y Pedro Unzaga volvió a su pueblito cerca de Bilbao, a sus vacas y caballos.
Juntos, los dos americanos fundaron en Caracas la Sociedad Patriótica, y al ser nombrado General en Jefe de los Ejércitos revolucionarios, Miranda le confió a Simón Bolívar el mando de Puerto Cabello, que era un poderoso bastión de las fuerzas republicanas.

Pedro Unzaga nunca se olvidó de esta amistad, corta pero intensa, que le permitió imaginarse cómo eran enormes las posibilidades que se abrían para los vascos en la capitanía de Caracas, en Cuba y en el lejano virreinato del Río de la Plata, el que luego sería las Provincias Unidas del Sud.

-Los hermanos Bartolomé y Antonio Wesler, banqueros alemanes de Carlos V, tuvieron en sus manos la colonización de la capitanía que luego se llamaría Venezuela. Eran los más importantes banqueros de Europa en tiempos de la conquista española de América, y disfrutaban el poder que les daba el  ser los prestamistas de un rey que alcanzó el trono de Alemania con su dinero.
-La capitanía  volvió al poder de España que le repasó la administración a la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas- recuerda Pedro que le había contado Miranda a Bolívar en su presencia, mientras hablaban de política en el retiro conspirativo entre Londres y la isla de León, en Cádiz.

Pero don Pedro Unzaga era agricultor y, aunque leía de todo, nada del tema de las conspiraciones revolucionarias de los americanos  le interesaba demasiado.

En 1809, a los dos días de llegar a Cádiz, a camino de Alejandría, Pedro Unzaga, bisabuelo de Victoriano conoció en un café, a la puerta del pequeño hotel donde se había alojado, a un mercader. Era un anciano de largas barbas blancas; el viejito se apoyaba en un bastón y, haciendo un esfuerzo, le alargó un sobre grueso con matasellos del correo de Caracas.

Pedro entró al hotel y, ya en su habitación, vio que la carta tenía por remitente a Gaspar de Jovellanos, y estaba dirigida a Miranda o a Simón Bolívar. Por qué se la había entregado a él, Pedro Unzaga el viejito, era un misterio que nunca supo resolver.
Gaspar de Jovellanos era conocido en España por ser un hombre ilustrado y un gran patriota, que se había refugiado en la isla de León, en la Bahía de Cádiz, sobre la costa atlántica andaluza, para refugiarse de la persecución desatada contra los españoles que combatían por la independencia durante la última campaña del ejército napoleónico.

Jovellanos se había comunicado con su amigo Francisco Saavedra, el antiguo intendente de Venezuela, para darle instrucciones precisas sobre cómo actuar en el caso de que ocurriera lo que parecía más que previsible en ese momento: la caída de la ciudad de Cádiz en manos de las tropas francesas que la mantenían sitiada.

Y fue por causa de este intercambio epistolar que, sin tener nada que ver con el tema, Pedro se vio implicado en los sucesos de la época. Lógicamente entregó a Miranda, un par de horas después, la carta que debería haber llegado a sus manos por una mera equivocación del viejito barbudo del café.

Y Miranda, al que se agregó Bolívar media hora después, lo invitó a tomar un café y le leyó el contenido de la misteriosa esquela; contenido que Pedro Unzaga nunca reveló a Ignacio, su hijo, ni al segundo Pedro, el padre de Victoriano Unzaga.

Poco se sabía por aquél entonces – entre los años de 1809 y 1812-  sobre aquellos personajes, que eran representantes de los diversos estamentos de la sociedad española y “de ultramar”, ante las Cortes que forjaron Constitución de Cádiz.

Sabemos que eran venidos de distintos puntos de España y de las Américas, y pertenecientes a los varios sectores que se expresaban a través del clero, el comercio, la política y la cultura, pero tenían algo en común. Todos ellos habían sido elegidos por la sociedad española de aquellos días o designados por las autoridades locales de las colonias para tratar de marcar el rumbo de un pueblo sumergido en un contexto histórico extremamente complicado, inmerso en una guerra contra un invasor extranjero en la península, dentro de un llamado “Antiguo Régimen” ya caduco, y ante colonias que empezaban a despertar para el ansia de independencia frente a modelos como los que le llegaban desde la América del Norte y la propia Francia, invasora de la metrópoli que los había sometido durante tres siglos.
Pero antes, veamos el clima de guerra en el que la nueva España que nace, y que concentra sus atenciones en la lejana Cádiz, la ciudad más excéntrica de la península, pero la más cercana a las colonias americanas.


El asedio napoleónico a Cádiz

Fueron largos treinta meses lo que duró el asedio más extenso de todas las campañas de Napoleón, proceso en el cual España se jugó al todo o nada su independencia” escribía Miranda en una de las más de doce cartas que le mandó a Pedro Unzaga durante el año de 1810.

-Rescatar del olvido la larga batalla que se desarrolló en la isla de León -la localidad que, desde el punto militar era la más importante de toda la península- es una tarea que ayuda a entender mejor el proceso paralelo de la independencia de los peninsulares contra Napoleón y la nuestra, la de los americanos contra España- le decía años más tarde Simón Bolívar a Pedro, tratando de convencerlo a que se sumase a los grupos que se preparaban para enfrentar a los realistas en suelo americano.



3ª parte.

A Napoleón, el emperador que a principios del siglo XIX marchaba sus tropas triunfantes sobre media Europa, le hubiera encantado tomar al mismo tiempo las ciudades de Cádiz, al sur de España, y Moscú, en el otro extremo del continente.
En Cádiz, probablemente la cuidad  más antigua de Europa, se desarrolló el asedio más prolongado de toda la guerra española de independencia, y también el más extenso de todas las campañas napoleónicas.
Un sitio que sería el  más  largo de toda la historia contemporánea hasta que ocurrió el de los alemanes a mando de Hitler, cercando Leningrado durante la 2ª Guerra Mundial.
El acoso a Cádiz es un hecho militar insólito, porque al principio se trató de un verdadero asedio, que se fue convirtiendo de a poco en un bloqueo, como el de los EEUU a la Cuba moderna, en el que los sitiados terminaron moviéndose con mucha más libertad  de acción que los propios sitiadores.

Saavedra, miembro de Consejo de Regencia, que era uno de los principales responsables de la defensa de Cádiz -después de haber sido el artífice de la victoria de Bailén contra Napoleón, como presidente de la Junta Suprema de Sevilla- consideraba el bloqueo una “especie de sitio”, que pronto se les presentó a los franceses como una meta prácticamente imposible de ser lograda.

La lucha antinapoleónica de los españoles

De hecho, el gran asedio de Cádiz le impuso nuevas condiciones a toda la guerra de independencia española contra la ocupación francesa durante el tiempo de su duración, que va desde febrero de 1810 hasta agosto de 1812. Y como ya sabemos, anticipa el ambiente en que el liberalismo peninsular le abrirá las puertas a las dos corrientes emancipadoras en América: la liberal y unitarista por un lado, y la regionalista y federal por el otro.
Y con toda seguridad que, de haber ocurrido la toma de la isla de León por parte de las tropas de Napoleón, la guerra hubiera tenido un desenlace diferente, y además, también habría cambiado radicalmente el destino de España como una nación consolidada y unitaria.
Al contrario, el éxito rotundo de la defensa ante el asedio napoleónico hizo que la guerra fuera dirigida justamente desde Cádiz, al mismo tiempo que desde allí se comandara la reforma política liberal que inició el desmonte de lo que se llamó el Antiguo Régimen en España. La constitución de Cádiz de 1812 es hija de esta experiencia revolucionaria para su época.

Para gran sorpresa de los invasores galos, la cuidad española que más contacto tuvo históricamente con Francia, por sus tradiciones y relaciones comerciales, así como por la frecuente presencia militar del país del norte, adoptó de un modo muy claro, desde el principio, una postura completamente antifrancesa e independientista, en particular y sobre todo, entre los sectores más populares.
Parece un chiste, o una anécdota mentirosa, pero no fue por acaso que, antes de empezar la guerra, se llamó a la reunión de Bayona, y el gaditano que fue designado para ser el representante de la ciudad, se disculpó por faltar ante aquellas Cortes, alegando “sufrir de hemorroides”.
El comando de los franceses durante el asedio –que fue dirigido por los mariscales Soult y Víctor– planeó diversos ataques contra las líneas  de la defensa. Al principio creyeron que un ataque arrojado con la potencia feroz que era famosa en el ejército napoleónico, sería imparable. Pero ni Napoleón, ni su hermano delegado en la península, José Bonaparte, el “Pepe Botella” -que visitó el sitio, conciente de que la de Cádiz podría ser, y de hecho lo fue, la última batalla de la guerra-, ni los generales franceses se imaginaron en ningún momento que se chocarían con una resistencia en que, desde el inicio, quedó muy claro lo inexpugnable de la fortaleza.

Poco después, el propio rey invasor –“Pepe Botella” en persona, acompañado por todos sus mariscales y el general Chaussegros, el comandante en jefe de Ios ingenieros, y el general de división Alexandre Antonie Hureau, comandante en jefe de la artillería, que más tarde moriría en el sitio- sería el primero en darse cuenta de las enormes dificultades de sus propósitos. Habiendo fallado varias tentativas de entrar en negociaciones con los sitiados, se vio claro que era necesario decidirse por un asedio más permanente y estable, lo que representaba preparativos más grandes y mucho mejor pensados.

Fue así que, durante meses, un poderoso ejército invasor quedó inmovilizado en frente a las  poderosas defensas infranqueables, e incluso separado por completo de otras operaciones en las que hubiera podido servir como una pieza clave. Además, quedó expuesto al hostigamiento de las guerrillas populares, que desde ese momento se hicieron más  numerosas y activas que nunca.
Los objetivos de las tropas francesas se volvieron imposibles, y para los invasores napoleónicos fue como morir en la playa después de un naufragio, porque nunca los ejércitos del Gran Corso habían estado tan cerca y a la vez tan lejos de apoderarse  no sólo de una plaza fundamental, que al final les resultó inalcanzable, sino del objetivo central: el de tomar el gobierno de toda la península ibérica.

La gran batalla para tomar la isla de León. 

Resulta casi una paradoja llamarle apenas “batalla” al asedio más largo  de toda la campaña napoleónica. Es que en ninguna batalla de la guerra de independencia española, ni en ningún acoso a cualquier otra fortaleza se desafió tanto la osadía de Napoleón y su despliegue de propaganda.
La acción psicológica propagandística de los sitiados de Cádiz superó de lejos a la de los franceses. Fue una “batalla de papel” fantástica, extendida a los cuatro puntos cardinales ibéricos durante todo el sitio de las tropas francesas.
Pero sea como sea, el asedio francés a Cádiz fue una de las acciones más importantes de  la guerra en la península. Y ninguna otra tuvo consecuencias tan importantes. 
Los franceses habían elegido la capital portuguesa -Lisboa, abandonada por la familia imperial de los Braganza- como el centro desde el cual empezar la conquista. Desde el otro bando, el de la independencia española, la ciudad escogida a partir de 1810 para la reconquista fue Cádiz que, con la ayuda naval británica, se volvió la base de operaciones más importante de la ofensiva aliada en toda la península. Canning, uno de los más famosos ministros del imperialismo británico, lo dijo muy claro: “Cádiz was essentially important”.

El rotundo fracaso napoleónico en el asedio a Cádiz fue el hecho central de la guerra de la independencia, por su insólita duración de dos años y medio, que hizo imposible las pretensiones de un reinado de José “Pepe Botella” Bonaparte en España, y por su alto significado militar y político.
“Pepe Bottella” había sido el rey de Sicilia hasta 1808, cuando su hermano, el emperador Bonaparte, le encargó la tarea de gobernar la España invadida por los ejércitos de la “grande armée”, después de hacer abdicar a los borbones Carlos IV y Fernando VII en su favor. 
El pobrecito “Pepe Botella” no podría imaginarse que la ciudad más excéntrica de la península –en el sentido de ser la más alejada de los centros del poder español- iría a ser el centro de la dirección político-militar de la guerra.
Fue así que, después de innumeras derrotas, el gobierno patriota español logró su objetivo de seguir luchando desde Cádiz hasta el final. De haber ocurrido la caída de Cádiz en poder de las tropas del emperador Bonaparte, la guerra contra los invasores napoleónicos hubiera llegado a su fin. No hubiera podido continuar por falta de un comando obstinado –como lo fue el de Cádiz- en luchar a toda costa hasta el fin, atrás de su objetivo de independencia.

Para entender mejor las futuras batallas que se librarían en breve por la emancipación de las colonias españolas de ultramar –Hispanoamérica- es necesario que pensemos lo que la palabra independencia  representaba  para los contemporáneos de aquel entonces: un objetivo e ideales completamente nuevos en la península, que cautivaron los sentimientos ibéricos desde el comienzo de la guerra contra los invasores franceses.

Continuará.
Javier Villanueva. São Paulo, 21 de enero de 2013. 

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