sexta-feira, 16 de agosto de 2013

Los guantes de Locche y el Negro Barrionuevo




Los guantes de Locche y el Negro Barrionuevo

No fue fácil ponerme los guantes quirúrgicos, sin talco y con el frío de un mes de julio cordobés que mis muchos años de vida en los trópicos ya me habían hecho olvidar. Me puse también el delantal y entré a la sala de terapia intensiva.

Entonces te vi: pálido, la boca un tanto entreabierta, el pecho desnudo, los ojos cerrados. Los abriste y me miraste con ternura cuando llegué hasta la cama.  Amor, me dijiste, y me imaginé que me veías como a un niño, porque quisiste besarme, pero la rejita metálica, alta y helada, no me dejó aproximarme demasiado. Te pasé la mano por la cabeza: ahora el niño eras vos, y yo un hombre envejeciendo rápidamente, viéndome cada vez más parecido a tu propia figura. Los mismos ojos, las cejas, iguales; y además, el gusto por la política, la lectura y noticias. Pero vos siempre más calmo, más reflexivo y menos impulsivo, incapaz de guardar rencores.

Sonreíste con dulzura y te pregunté cómo estabas; me dijiste que bien, y levantaste los hombros, como agregando, qué más voy a hacerle. Pero enseguida te animaste de nuevo y me preguntaste qué estabas haciendo ahí; te conté que habías tenido un infarto y que estabas mejorando. Te mentí sin querer. Pero vos mismo cambiaste de asunto y me comentaste cómo era buena la comida de ese hotel. Ya le habías preguntado antes a Raquel si sería mejor seguir viaje o si aprovechaban para quedarse en ese hotel tan confortable. Preguntaste por mamá, y contaste cómo habías sido feliz cuando éramos chicos y jugábamos en las Chacras. Solo te preocupaste un poço cuando me dijiste que hacía cuatro dias que no veías a tu mamá –la abuela Juana, muerta hace 35 años- y que ella se iba a enojar si no volvías esa noche.

Sé que al día siguiente leíste el diario, y le dijiste a Raquel que sabías que yo ya me había ido. Perdonáme, te mentí otra vez; mejor dicho, te oculté que volvía a São Paulo, porque no quería que te pusieras triste.

Volví después, como me habías pedido, pero solo para llevarme unas cuantas camisas que ya no vas a usar más, las fotos de los abuelos y bisabuelos, y el pantalón de boxeador que te había dejado Luciano. Se lo devolví para que se entrene. Y nos vamos a entrenar todos, para poder estar a tu altura cuando vayamos a verte otra vez, como te prometió Luciano, y nos pongamos a guantear  con el tío Pibe y Víctor Galindez, Nicolino Locche y Monzón.

Perdón, viejito, por haber pensado que fueras inmortal; todos te creíamos inmune a las vulgaridades de la muerte. Pero ahora, una semana después, y luego de haber pasado a limpio cada uno de tus recuerdos, de haber contrastado mi visión de hijo –de primogénito, para peor- con la de los otros humanos, tus amigos, compañeros de trabajo, primos y cuñados, sé que sos un simple y común hombre lúcido. Y que si en algún momento de tu larga vida –como decía el antiguo texto caldeo- te hubiera alcanzado la infelicidad con sus pesares: la nostalgia, el dolor u otro emisario cualquiera de la muerte, sabrías soportarlo con coraje, mansamente; y morirías, como al final lo hiciste,  de causas naturales, viejo, al lado de hijos y nietos, que sabrán entenderte, y recordarán con ternura y comprensión tu aventura magnífica.
Y además, viejito, Pepe Bertarelli te mando un recuerdo:

Milonga del hombre muerto

De Eduardo Falú, J.L. Borges y Sebastián Piana

Lo he soñado en esta casa
entre paredes y puertas.
Dios les permite a los hombres
soñar cosas que son ciertas.
Lo he soñado mar afuera
en unas islas glaciales.
Que nos digan lo demás
la tumba y los hospitales.
Una de tantas provincias
del interior fue su tierra.
(No conviene que se sepa
que muere gente en la guerra).
Lo sacaron del cuartel,
le pusieron en las manos
las armas y lo mandaron
a morir con sus hermanos.
Se obró con suma prudencia,
se habló de un modo prolijo.
Les entregaron a un tiempo
el rifle y el crucifijo.
Oyó las vanas arengas
de los vanos generales.
Vio lo que nunca había visto,
la sangre en los arenales.
Oyó vivas y oyó mueras,
oyó el clamor de la gente.
Él solo quería saber
si era o si no era valiente.
Lo supo en aquel momento
en que le entraba la herida.
Se dijo No tuve miedo
Cuando lo dejó la vida.
Su muerte fue una secreta
victoria. Nadie se asombre
de que me dé envidia y pena
el destino de aquel hombre.

Y Cristina te trajo otro regalo. Para que lo leas, que ella sabe cómo te gusta leer. Y aunque está en portugués, yo sé que lo vas a entender bien:

A morte, por Santo Agostinho

A morte não é nada. Eu somente passei para o outro lado do caminho. Eu sou eu, vocês são vocês. O que eu era para vocês, eu continuarei sendo. Deem-me o nome que vocês sempre me deram, falem comigo como vocês sempre fizeram.
Vocês continuam vivendo no mundo das criaturas, eu estou vivendo no mundo do Criador. Não utilizem um tom solene ou triste, continuem a rir daquilo que nos fazia rir juntos. Rezem, sorriam, pensem em mim. Rezem por mim. Que meu nome seja pronunciado como sempre foi, sem ênfase de nenhum tipo. Sem nenhum traço de sombra ou tristeza. A vida significa tudo o que ela sempre significou, o fio não foi cortado. Porque eu estaria fora de seus pensamentos, agora que estou apenas fora de suas vistas? Eu não estou longe, apenas estou do outro lado do caminho... Você que aí ficou, siga em frente, a vida continua, linda e bela como sempre foi.


JV. Entre São Paulo, Córdoba y Catamarca, 14 de agosto de 2013.

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