Sueños de una madrugada de primavera
Tampoco
se dice nada en el “Laprida” sobre el
asunto, pero por lo que yo sé, hoy en día, en Chilecito, poco ha quedado del
pueblo que ya empieza a ser devorado por una densa y extraña vegetación, mucho
más espesa que la selva nativa de la precordillera, más tropical que la de la vecina
Tucumán, como si el intenso calor del subsuelo hubiera despertado las lujurias
de una tierra que a los Incas les habría resultado demasiado peligrosa o
misteriosa. Además, como un signo claro de la decadencia, en el año 1968 el correo
riojano canceló el código postal del pueblo. El Negro Unzaga volvió a Catamarca
y finalmente se reconcilió con Victoriano. Sigo leyendo el manuscrito de mi
papá:
“Sueño que el mozo trae el
pintado a la brasa y parece que estoy en Corrientes o el Chaco; Mempo sugiere ponerles
hielo a la cerveza y el invento resulta bueno; hablamos de todo un poco, le
cuento sobre la miopía política del diario “El País”, que dice que Brasil es
“aislado lingüísticamente”. —¿Un coloso de 190 millones
aislado? ¡buena excusa para venderles más servicios y empresas del pujante
capitalismo ibérico a las tiernas democracias de America del Sur!— le dice Villanueva a Carlos Prestes, y el
viejo, educado y fino, apenas se sonríe; al final, ¿cómo podría imaginarse que
Brasil iría a llegar a un número tan enorme de habitantes? ¿Y qué España es ésa,
que él vio miserable y partida entre el fascismo y la república, expulsando
trabajadores y rota por una guerra cruel, y que ahora exporta empresas y quiere
imponer su idioma más allá de la línea de Tordesillas?.
—Parece que estamos en el Chaco o en Corrientes, pero no, el calor
de 39°, el taxi sin aire acondicionado y el pescado de río, son todos de
Cuiabá, capital de Mato Grosso— le
oigo comentar a Prestes, y ya no sé
si estoy soñando o delirando por causa de la fiebre, pero seguro que para el
Caballero de la Esperanza ,
Mato Grosso y Bolivia, el Chaco, Paraguay o Santa Catarina son todos muy
parecidos, parte de una patria grande, dividida, singular, y nada más.
—Hablábamos de los amores maduros, sin
infidelidades, de los hijos y los dolores del crecimiento; coincidimos en que
la lectura democratiza y hace universal el conocimiento. ¡Después de un siglo y
medio, parece mentira, concordamos con Sarmiento en que “hay que educar al
soberano”! ¡Y hasta parece que la vieja meta de “socializar la enseñanza para
democratizar el saber y la cultura” puede hacerse realidad sin que haya una
revolución social!. Pero, ¿y los jóvenes que lucharon contra las dos últimas
dictaduras argentinas, fueron o no factores de la vuelta a la democracia? ¿Hay
algo que diferencie de un modo definitivo a los que lucharon, de un modo u otro,
y fueron eliminados por el estado terrorista? ¿Qué opinar sobre la lucha de
ésos 10 mil ó 30 mil desaparecidos y muertos de la militancia de la izquierda,
obreros, profesionales, universitarios, guerrilleros y familiares, amigos o
simpatizantes?— dice Villanueva, casi olvidándose de la presencia de Prestes y
dirigiéndose a Carlitos Fressie y al Pelado Rafael.
—Los del lado vencedor, el Estado, asaltado
por el ejército y sus socios civiles, pudieron recuperar, velar y sepultar a
sus muertos, los que cayeron en combate a la guerrilla, o en los ataques
sorpresa de los revolucionarios. Los otros, obreros, estudiantes y políticos de
oposición, armados o no, no pudieron ni siquiera ser enterrados. Las víctimas
que el Estado hizo desaparecer no están
más: “se esfumaron”, dijo el dictador Videla. El que muere sin justicia, ni defensa,
sin ley, en la tortura o por obra del suicidio, autoeliminado con la pastilla
de cianuro, con su cuerpo robado a la memoria de los suyos, en ese exacto
momento es un inocente, estemos o no de acuerdo con lo que haya sido su vida,
aunque discutamos hasta el fin de nuestros días qué política estuvo bien o qué
estrategia fue equivocada— asienten
Fressie y el Rafa, coinciden Mempo, Villanueva y Luis Carlos Prestes.
—Cometimos muchos errores, sin duda, los
jovenes que con armas o desarmados, en células o a granel en la periferia de
los varios partidos armados o sin armas, retamos a la dictadura, de un modo tal
que todo terminó tan mal. Pero nuestra generación creyó que debía y que podría
cambiar el mundo para mejor, tuvo ideales y se jugó por ellos— murmura casi, llama al mozo y paga la
cuenta, Villanueva. —Yo creo sí, que
forzamos a la dictadura y ayudamos a derrotarla, aunque ella nos venciera
antes, y así permitimos la vuelta de la democracia.
Pero desgraciadamente, son
muy pocos hoy, los que todavía creen en estas “envejecidas” ideas del pasado. Y
hasta don Gabo García Márquez se equivoca cuando dice que “los Beatles son la
única nostalgia que compartimos con nuestros hijos”, no, ni siquiera éso; igual
que los españoles, que en menos de una generación, ya se olvidaron la miseria,
el exilio y el desarraigo, y sólo piensan en vender e imponer sus capitales,
los argentinos y brasileños no logran imaginarse lo que es vivir sin libertad— pienso, más que digo.
Salgo del restaurante Okada y estoy solo
otra vez; Carlos Prestes y Mempo ya no están y ahora veo que todo no era nada
más que un sueño. Me despierto sintiendo mucho calor, ¡un calor de 39 grados a
la sombra!
capítulo veintitres
“Hoy parece que de nuevo tengo fiebre; escucho las voces de las
enfermeras como si estuvieran lejos y, cuando el médico llega, confirma lo que
me sospechaba: 38 y medio y además...estoy resfriado; ¡carajo!...es ridículo,
en coma y resfriado; parece que me agregan un antifebril al goteo del suero y
empiezo a adormecerme otra vez. Siento sed, sueño: estoy cerca del jagüel de Vargas, un pozo de agua, un aljibe, pero mucho más
grande, en el camino que sale de los llanos de La Rioja en dirección a
Catamarca. Es el 10 de abril de 1867, y durante siete largas horas, desde el
mediodía hasta el anochecer, veo librarse aquí la más sangrienta de las
batallas de nuestras muchas guerras civiles.
“—Desde los comienzos de abril, el ejército mitrista
del Noroeste venía siendo reforzado por tropas veteranas y con oficiales que
habían ido a guerrear contra el Paraguay. Con los cañones, armas cortas y
rifles de repetición con que los ingleses abastecieron Buenos Aires, la tropa
del gobierno porteño pudo entrar a la ciudad de La Rioja y obligar a Felipe
Varela a volverse y luchar hasta liberarla. Al frente de su montonera iban los
bravos Guayama, Chumbita, Medina y Elizondo— abre el libro de historia de Vasconselos que me trajo mi viejo, lo
hojea, se despereza ruidosamente, y me lee unas cuantas páginas, Carlitos
Fressie.
—Ya en marcha, el
caudillo catamarqueño lo llamó a Taboada, jefe de la tropa enemiga, a enfrentar
sus ejércitos en las afueras de la ciudad, para evitar que los civiles pudieran
convertirse en víctimas inocentes de los horrores de la guerra y “de los
excesos de violencia que ni V.S. ni yo podremos evitar”— cuenta Carlitos Fressie, cierra el libro con
pereza, y se lo pasa al Chacho Rubio para que él me lo siga leyendo. —Pero
el general del partido porteñista no contestó. Con astucia y calculismo, fue armando
sus fuerzas en el Pozo de Vargas, una vaguada en el camino por donde él sabía
que vendrían las montoneras a tomar agua. Era el sitio seguro donde Varela
pararía obligatoriamente con sus gauchos, que debían estar sedientos y
extenuados por una marcha contínua y a todo galope— lee el Chacho.
—Los porteñistas de
Mitre ya habían destruído todos los otros jagüeles del camino, dejándole tan
sólo el Vargas, entrando a la ciudad, a unos dos kilómetros del centro. Taboada
les dejó el pozo de agua de cebo, camuflando entre los troncos y las ramas los
poderosos cañones y rifles— lo
escucho casi entre sueños a Carlitos Fressie, con voz monótona y cansada.
—La ventaja de los soldados del gobierno porteño, menos numerosos que
los de la guerrilla norteña, era la superioridad de armamento; estaban
descansados, y habían llegado con tiempo suficiente para elegir una mejor
posición, en la que se ubicaron desde temprano para disponer el ataque—
termina de leer en voz baja, cierra el
libro, y se prepara para dormir antes que toquen el silbato de recoger en la Cárcel de Encausados, el
Chacho Rubio.
—En efecto, al llegar, la tropa montonera sedienta y
descuidada, fue recibida arteramente con una descarga brutal de fuego
concentrado del ejército de línea de Mitre— dice mi abuelo Samuel. —A pesar de la sorpresa de la emboscada, las cargas de
los gauchos se fueron repitiendo una atrás de otra, a pura lanza y chuza,
durante siete largas horas contra la imbatible posición de los cañones y rifles
del astuto Taboada— agrega. —Siempre primero en cargar al ataque, como buen
comandante que era, Varela de pronto tropezó y se cayó con su caballo junto al
pozo.
Pero la Dolores Díaz , una de
las mujeres de su ejército montonero, de las tantas auxiliares enfermeras,
cocineras, novias y esposas que, si fuera necesario, estaban siempre listas para
agarrar las chuzas y los machetes por sus maridos, vió al jefe cayéndose y se
lanzó al galope para salvarlo—
cuenta Victoriano. —Y fue así, montado encima de las ancas del tordillo
de la Díaz , más
conocida entonces como la Tigra ,
que el caudillo se le escapó a la muerte segura de aquel inesperado tropezón en
plena batalla— agrega mi
abuelo Samuel.
Fin
Javier Villanueva. São Paulo, 2004.
Trecho de la novela “De héroes, traidores y otros demonios de la patria”.
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