Cuando el fútbol se lo comió todo
Horacio Maggio, el “Nariz”, se escapó de la Esma y logró
reencontrarse con su familia durante el mes del Mundial 78.
Por Nicolás Lovaisa
Horacio Domingo Maggio lleva 396 días detenido en el corazón
mismo del infierno. Un infierno que incluso él, cristiano, como se define, sabe
que no tiene equivalencias con el que describe su religión. “La terrible espera
del juicio y el fuego ardiente pronto a devorar a los rebeldes”, dice la Biblia
sobre el averno. En la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma) no hay juicio.
Todos son culpables y para la dictadura sólo hay enemigos, a menos que
demuestren lo contrario. Lo dejó en claro el General Ibérico Manuel Saint-Jean,
gobernador de facto de Buenos Aires, en mayo de 1977: “Primero mataremos a
todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus
simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente,
mataremos a los tímidos”. Cuando Saint-Jean dijo esto, Horacio, el “Nariz”,
para sus amigos, llevaba tres meses secuestrado.
De la Esma, Horacio piensa en escapar. En su cucheta, en esa
habitación mugrienta en la que, por las noches, él y sus compañeros sienten
ratas caminar sobre sus cuerpos lastimados, lee. Guarda un libro del periodista
francés Gilles Perrault. La orquesta roja, publicado en 1967, cuenta la
historia de una red de espionaje que se formó durante la Segunda Guerra Mundial
para combatir al nazismo. En una de sus páginas, un informe policial destaca
que el líder de una organización “al parecer tenía la lista completa de todas
las casas con doble salida en París”.
El 17 de marzo de 1978, el capitán Jorge Acosta, alias “el
Tigre”, le permite una distracción a Horacio, que se había ganado su confianza.
Sale de la Esma acompañado por un militar joven, de bajo rango, con la misión
de comprar lapiceras y papel para reabastecer “la Pecera”, un sector de
oficinas en el que los secuestrados son obligados a producir informes de
interés para los militares. Horacio desciende del auto y recuerda,
inmediatamente, la lectura que lo acompañó durante su cautiverio. Identifica un
negocio con dos puertas e ingresa. Se esfuma por la de atrás, mientras su
custodio está en la de adelante. Enterado de la noticia y enfurecido, Acosta
revisa la cama del flamante prófugo. Allí, encuentra el ejemplar del libro que
había inspirado al “Nariz”.
Horacio huye. Recuerda su Santa Fe natal, las charlas de
política en el colegio Nacional, a sus compañeros de trabajo eligiéndolo
delegado del Banco Provincia, su militancia en el peronismo. A su vieja. A
Norma, su compañera. A Juan Facundo y María, sus hijos.
El 12 de abril de 1978, Horacio escribe. Lo hace sin parar.
Cuenta que fue secuestrado. Que lo torturaron durante 15 días. Que tuvo un paro
cardíaco y que un médico lo reanimó para que puedan seguir con “la picana, la
máquina y el submarino”. Que escuchó en boca de los uniformados que la manera
en la que se deshacían de los cuerpos era juntando 6 ó 7 cadáveres en un auto
para acribillarlos y luego incendiarlos. Que estaban tirando personas al mar.
Identifica a algunos de los secuestrados con los que estuvo en la Esma. Entre
ellas, las monjas francesas Alice Domon y Leonié Duquet y la joven Dagmar
Hagelin. También a varios de los represores. Envía cartas a las embajadas de
Francia y Estados Unidos; a la ONU; a la Asamblea Permanente por los Derechos
Humanos; a Amnesty Internacional; a sindicatos, periodistas, empresarios y a la
Junta Militar. También a dos agencias de noticias extranjeras: la Agence
France-Presse (AFP) y la Associated Press (AP). Brinda su testimonio también
ante el periodista Richard Boudreaux.
Horacio dice que denuncia por su “obligación moral de
cristiano”, y hace llegar su texto a las máximas autoridades de la Iglesia
Católica en la Argentina: Juan Carlos Aramburu, Raúl Francisco Primatesta y
Vicente Zazpe. Cinco meses antes de su secuestro, los tres habían elaborado un
documento en el que reflejaban su acompañamiento a la dictadura “con
comprensión, a su tiempo con adhesión y aceptación”. Agregaban que “a pesar de
los notables esfuerzos del Gobierno en pro del país, pareciera que hubiera una
falta de autoridad”. La cúpula eclesiástica se veía ante una disyuntiva: “Un
silencio comprometedor de nuestras conciencias que, sin embargo, tampoco le
serviría al proceso”, o “un enfrentamiento que sinceramente no deseamos”. Dos
días antes de que Horacio comenzara a redactar su denuncia, los tres se habían
reunido con la Junta Militar, que les confirmó, cara a cara, que los
desaparecidos habían sido asesinados. Tenían la versión del verdugo. El “Nariz”
les escupió la de las víctimas. Decidieron guardar silencio.
El Mundial 78 comienza mientras la Junta Militar está abocada
a contrarrestar las denuncias por violaciones a los derechos humanos. Juan
Facundo Maggio tiene seis años. Sube a un auto en Caseros. Ve camiones y
colectivos repletos de banderas argentinas. En un momento, el auto detiene su
marcha. Se abre la puerta y lo ve: después de más de un año, su papá, Horacio,
se reencuentra con ellos. En las semanas posteriores, mientras la Argentina
avanza en la Copa del Mundo, intenta retomar su vida familiar: pese a ser uno
de los objetivos más urgentes de la patota de la Esma, cada tarde busca a
Facundo en la escuela.
La selección se queda con la copa y el título le da oxígeno a
la Junta Militar. A escasas cuadras del estadio de River Plate, epicentro de la
gloria futbolera, el infierno seguía funcionando. En la clandestinidad,
sabiendo que su vida pendía de un hilo, Horacio celebró el campeonato con sus
hijos. María recordó aquellos festejos durante su testimonio en el tercer
juicio por delitos de lesa humanidad que se llevaron a cabo en aquel centro
clandestino. “Ese es uno de los recuerdos que tengo —dijo durante su testimonio
en el juicio oral por la Megacausa Esma—, de haber estado con mi papá en el
festejo del Mundial, de haber estado con él, porque él estaba seguro de que ese
día no lo iban a ir a buscar”, contó ante el tribunal la joven. No fue quietud
la clandestinidad de Horacio. Por aquellos días, también juntaba cospeles y,
desde teléfonos públicos, llamaba a la Esma. “Va a haber un Nüremberg para
todos ustedes, asesinos”, les gritaba.
Lo mataron el 4 de octubre de 1978. “El Tigre Acosta nos
llamó y nos hizo pasar a todos, uno por uno, frente al cuerpo de Horacio”,
contó Alicia Milia, sobreviviente de la Esma. Las cartas del “Nariz” sirvieron
como prueba en aquel juicio y en los que siguieron. Además de su testimonio, en
ellas había también mapas del mayor centro clandestino de detención que existió
en el país. Horacio pudo ocultarse, pero eligió denunciar lo que pasaba. Lo
hizo cuando, como canta León Gieco, “se callaron las iglesias y el fútbol se lo
comió todo”.
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