domingo, 3 de maio de 2020

Girasoles y libros. Final





Girasoles y libros. Final

De veras, don Queiróz, su historia de vida y de trabajo es muy interesante, pero digamé, ¿Ud. ya escuchó hablar, o leyó algo,algún libro de su tocayo, o casi tocayo Horacio Quiroga,  ¿no? 

Sí, señor Ricardo, mire, esa es otra historia muy larga y triste: antes de Salto, vivíamos en un pueblo muy chico, llamado Andresito, y mucho antes todavía en Salsipuedes. 
Ajá. Ya sé, don Queiróz, y los dos nombres llevan las memorias de nuestros pueblos originarios, ¿no? dice, o piensa Ricardo, -y recurre a su viejo enciclopedismo, que tanto le critican sus hijos-, sí, La Matanza del Salsipuedes fue un ataque cobarde del ejército de Uruguay en 1831 contra los Charrúas con tropas al mando de Bernabé Rivera, sobrino del presidente Fructuoso Rivera, del Partido Colorado. 
Es verdad, señor Ricardo, según la historia oficial, en el ataque mataron unos 40 Charrúas y 300 fueron hechos prisioneros, otros lograron huir. Pero fueron muchos más. Fue el exterminio del pueblo Charrúa​, sí. Era mi pueblo, señor Ricardo. Y Andresito, el hijo adoptivo de Artigas, ese era guaraní ¿no? ¿Ud. vio la estatua que le hicieron acá cerca? 
No, don Queiróz, no fui todavía a verla. Pero dígame, y en Salto, ¿Ud. todavía tiene familia?
Sí, don Ricardo, mire, la verdad es más larga y triste: mi abuelo era el escritor Horacio Quiroga nomás, el de los cuentos, que vivió acá en Misiones. Después del suicidio de su padre y de su hermano, y cuando él mismo se mató, los que quedaron de la familia decidieron cambiarse el apellido. Ahora somos los Queiroz, así nomás. 
Ricardo sigue mudo, estupefacto con lo que acaba de oír: don Queiróz es nieto de Horacio. Se levanta y trae un paquete de Criollitas, el mate y un poco de Paty. Pone la pava en el fuego y se sienta a seguir oyendo el relato:
Sí, patrón, fue así nomás, y mis tíos, los Quirogas, ¿sabe? eran bisnietos del Cacique Sepé, -uno de los sobrevivientes de la emboscada- que fue el que organizó y comandó la venganza después. 
¿Qué venganza, don Queiróz? le pregunta Ricardo, que a veces parece que piensa que lo sabe todo, pero no, es muy conciente de lo poco que sabe, y muy por arriba de muchos temas, como este.
Los indios que fueron atraídos arteramente por Rivera y su sobrino a la encerrona, terminaron muertos; o presos y llevados a Montevideo como esclavos. Entre los que consiguen escaparse, -entre ellos mi tatarabuelo, el Cacique Sepé-, surge la idea y la acción del ajusticiamiento de Bernabé Rivera, que encontró la muerte delante de un grupo de los Charrúas sobrevivientes.
Ricardo se queda boquiaberto, pero disimula la sorpresa y la emoción. Le sirve un mate dulce a don Queiróz, Horacio Queiroz, nieto nada menos que de su querido Horacio Quiroga.


             -Vení Robertito, ayudame a levantarme que voy a salir- le dice el Negro Unzaga a su hijo, que lo mira sorprendido y trata de convencerlo de volver a la cama, al final hace más de dos años que no se levanta. El tío Negro era el más fuerte y campechano, el gaucho, de toda la familia de Las Chacras, el Macondo catamarqueño de Ricardo. Y así lo sueña en esa noche de calor pegajoso, tal como lo vio en su último viaje a Catamarca, hace diez años.
           -Ayudame vos, Davicito entonces. Es que me llamó el Negro Barrionuevo y tengo que ir a encontrarme con él.- insiste don Unzaga, pero se le acaban las fuerzas y se deja convencer. Vencido, vuelve a la cama, recita una de sus poesías, toma un mate cocido con leche y se duerme otra vez. 
         Diez minutos después toca el teléfono. Es Raquel, desde Córdoba, para contarles que el Negro Barrionuevo había fallecido esa tarde.


A la muerte de su padrastro se sucedieron la muerte de sus hijos, sí, fue así nomás, se lo recordó don Queiróz a Ricardo. Cuando tenía cinco años, el padrastro de Horacio Quiroga se suicida con idéntico método al que utilizó, años antes, su padre biológico. Poco más tarde, además, se suicida su hija mayor, Eglé, y su único hijo varón, Darío, al que le tocó el turno macabro en 1951, el mismo año en que nació Ricardo. Horacio Quiroga pierde su trabajo al suicidarse su amigo. Tenía un puesto de cónsul de Uruguay en la capital porteña, y lo pierde después de que el mismo amigo se suicidase. Pasaron los años y el joven Quiroga se hace profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires y se casa con una alumna, que en 1915 también se suicida, bebiendo un líquido que se usaba en aquella época para revelar fotografías. Qué horror, piensa Ricardo, qué horror. Su empleado, don Queiróz parece adivinarle el pensamiento y repite: qué horror, sí, don Ricardo, imagínese cómo quedó mi familia.


            Sueña Ricardo y sonríe: al contrario de la tragedia continua de los Quiroga, ahora llamados Queiróz, hay historias muy graciosas en su familia, sobre todo entre los Unzaga de Catamarca. Sueña con el tío Saro, que había llegado a Las Chacras después de casi veinte años de no bajar de La Cocha, una ciudad de la provincia de Tucuman a poco más de 100 kilómetros de Catamarca, en la que se había establecido. El abuelo Victoriano estaba feliz con la visita del primogénito, y la abuela Eufemia no paraba de andar de acá para allá, como una hormiguita laboriosa, arreglando cosas, preparando las comidas para la enorme familia, conversando con su nuera, al Yoli, y con la cuñada del Sarito –sus dos mujeres, decíamos los chicos, porque lo seguían a sol y a sombra y no se le despegaban ni un minuto siquiera.
            Sarito, según dicen los viejos, había sido muy aventurero en sus años mozos. Y yo me lo imaginaba al tío Saro con un sombrero de corcho de explorador, viajando por las selvas de África; pero no, las "aventuras" a las que se referían los mayores eran de otro tipo, y los chicos no podíamos saber demasiados detalles.
            Digamos que para la época de aquella visita memorable yo ya había entendido un poco más de las cosas de la vida y me lo imaginaba a Sarito como un hombre maduro, pero todavía alegre, juguetón, atractivo para las damas de aquella época tan recatada, anterior a los locos años sesenta.
              La cosa es que después  de pasar dos días en casa, con toda la familia, Saro decidió dar una vuelta por el vecindario de chacras y quintas de la región de la Falda. El único pequeño inconveniente era que el jeep, un rastrojero de la época de la segunda gran guerra mundial, estaba con un pequeño desperfecto en el arranque. Por eso, no podía ser apagado.
              La cosa es que, aún con problemas mecánicos -o eléctricos- en el auto, el tío se fue a cumplir con sus obligaciones sociales. Sí, así nomás como lo recuerda clarito Ricardo: el Sarito se pasó dos días y sus dos noches sin apagar el rastrojero porque al final descubrió que también se le había quemado el burro de arranque, y si lo apagaba ya no lo podría encender más. Entonces se escuchaba el puf-puf-puf del autito, día y noche por los sinuosos senderos de las Chacras; y el viejo Saro, dale que dale a festejar. 
                De a poco se fueron organizando las mujeres de la familia, y partían comitivas de primos y cuñados tratando de convencerlo a Saro a que volviera a los brazos de su mujer -o de sus mujeres-; pero el viejo tenía un tremendo índice de aceptación popular, y a cada partida de parientes que iba a llamarlo, el grupo de farristas crecía y crecía. 
             A mí me mandaron en la partida final. Era la última esperanza, por ser el mayor de los primos varones; pero no hubo caso, solo volvimos un par de horas después. Yo me sentía como Lucio V. Mansilla en su excursión a los indios ranqueles...no podíamos fallar, ¡había que traerlo al viejo costara lo que costara! Por fin, volvimos con mi tío unas 49 horas después de su partida original, con una murga alegrísima de primos, tíos y cuñados, todos cantando.                 
              El rastrojero todavía llevaba un poco de gasoil en el tanque. La mujer lo quería matar, -la cuñada también- pero él insistía en una única y muy coherente explicación y disculpa: "pero mujer, ¡es el pueblo que me quiere!".

¿Sabe? Su abuelo, por lo que he leído, don Queiróz, fue un escritor cuentista que a lo largo de toda su vida se sintió más atraído por escribir sobre la naturaleza y también sobre el amor. Pero esas mismas historias, sus cuentos digo,  mostraban bien su vida, que fue tan llena de tragedias. Como Ud. bien lo sabe, por la pérdida de muchos seres queridos muy cercanos. Y tampoco sus historias de amor nunca tuvieron finales felices. ¿Qué quiere que le diga, Queiróz? cuando leo los cuentos de su abuelo, me parece que él amaba la naturaleza, pero la colocaba como un enemigo del ser humano. ¿Entiende lo que le digo? Queiróz lo mira con un mirar lejano, como pensando en dos o tres generaciones para atrás, recordando lo que no vivió. Y sí, mueve la cabeza como un ternero manso,  Queiróz, y sí, le dice, sí señor. Él no se quería ni un poquito. Y según dicen mis tías, tampoco quería a nadie de verdad.


                El Mandinga, picado de celos, y lanzando al mismo tiempo un rugido de puma y una humareda de azufre hediondo y azulado por la boca y la nariz, le arrancó de las manos la guitarra al desafiante, y le contestó enseguida, el mentón temblándole de furia— se estremece en sueños Ricardo que, pensando de día en Horacio Quiroga y soportando pesadillas nocturnas en medio del calor de la selva tropical, no logra salir de los pensamientos mágicos.
             
               —Yo soy el Diablo, señoreees; yo soy Mandinga en persooona, y por eso es que le acepto, le banco su desafío; sepa Ud. don Morochito, sepaló don Tiznadito, que este mi canto ha vencido, ya ha derrotao a más de un angel. Pero sólo acepto retos por una apuesta ambiciooosa. Pregúnteme cualquier cosa, pregúnteme cualquier cosa, sobre la vida y la ciencia, la historia y la cultura. Y si le contesto, le digo, si le respondo bien digo, me llevo su alma conmigo a los abismos más escabrosos, a las nieblas pavorosas, al río del perro Cervero, al can de triple cabeza, el guardián de mi Jardín, de mi Jardín de los Infiernos— se despierta, se seca la frente, perlada por la transpiración, tose, resuella y trata de dormir. Y siempre al fondo, como un telón musical difuso, se oye el canto gregoriano, sílaba por silaba, monocorde, el pregón del Malo.

            Pero aparece un desafiante, un payador brasileño -repentista, dice él que es- que  no se le achica al Diablo. 
           —Por mi alma se lo acepto, por mi alma se lo acepto, o si no por un tintillo; não me apavora João Sem Terra, no me asustan, que nem ao Cão eu respeito, pero seamos muy discretos, mas sejamos bem discretos, que el tema va a ser  profundo, diga de un modo sincero su pensamiento fecundo, su más oculto temor: ¿qué sabe Ud. del querer? ...o quê sabe você da dor de um amor renegado, de una pasión rechazada, de un dolor de cuernos?¿eh? ¿qué sabe?...e se não sabe, convide, amigão, y si no invite, señor, y si no lo sabe Ud. pague la vuelta 'e ginebra, pague la vuelta pra todo o mundo, patrão— terminó el brasileño el reto, según cuenta Rosa.
         —El Supay escupió fuego en el suelo, hizo una mueca de odio y cansancio, y levantó una nube azulada y hedionda con la cola puntiaguda y peluda que le asomó de pronto por debajo del sobretodo, reconociéndose vencido. Les pagó una inesperada e irrehusable vuelta de coñac en llamas a todos los estupefactos parroquianos del Hotel Ancasti, a pocos metros de la plaza central de Catamarca y se fue, golpeando al salir las puertas del bar con tanta rabia, con tanta frustración mal contenida, que los vidrios añosos se quebraron en exactos 666 mil pedazos—.


               El tío Rodolfo y Evita y sus desapariciones, ambos en plena juventud, en el año de 1952 eran otras de las memoria claras de Ricardo, que su padre nunca creyó que fueran verdaderas. Rodolfo Unzaga, se cuenta Ricardo a don Queiróz mientras le pasa el mate, era rubio y de ojos verdes, levemente azulados. O tal vez eran ojos azules, tenuemente verdosos como ocurría, alternadamente, entre algunos de los hijos de don Victoriano. El viejo los tenía de un azul marino, sin medias tintas; a veces claros, a veces oscuros. A Doña Eufemia le brillaban un par de ojos castaños verdosos, medio grisáceos, como los de Liz Taylor, decían los nietos, y la abuela no sabía de quién hablaban. Pero los de Rodolfito eran definitivamente de un indefinido color verde.
            Y las mujeres de medio San Antonio se deshacían de amores por ese par de esmeraldas y por las mechas rubias doradas, -se ríe Ricardo cuando le cuenta los detalles de la familia a su empleado, después de nueve o diez horas de trabajo duro-. Pero él no se aprovechaba de la situación, al contrario. Tenía una clara preferencia por chicas no tan jóvenes, solteronas declaradas a veces; y sobre todo, siempre se acercaba a aquellas que decididamente no habían sido favorecidas por la naturaleza en materia de bellezas. O sea, en las fiestas del pueblo de San Antonio, Rodolfito solo sacaba a bailar a las feas, a las que nadie invitaba a la pista.
           Rodolfo Unzaga era divertido y conversador; seductor a su manera, muy especial, dejaba siempre felices a las chicas del pueblo con sus cortejos inocentes.
         Pero en aquella última fiesta, desde que empezó el baile, Rodolfito insistía en una de sus bromas favoritas. Hacía poco que había terminado el carnaval, y sobraban serpentinas y papel picado. Y al rubio se le había dado por enroscar a las chicas y sus amigos con las largas tiritas de papel colorido. “El que quede más enroscado con las serpentinas va a morirse este año”, decía; y como pasaba con todas las bromas y juegos de Rodolfo, este de las serpentinas y el destino también entusiasmó a las jovencitas, que en pocos minutos casi no podían moverse de tan enroscadas que estaban entre las cintas de mil colores. Y el más enroscado fue Rodolfito.
           Pasaron pocas semanas y Saro -el tío que Javier imaginaba en aventuras selváticas y con sombrero de corcho- lo llamó a Rodolfo para un viaje por la cuesta de Ancasti. Irían en dos camiones, llevando frutas para una finca en la cima de la montaña. Cuando Saro volvió solo, ya todos se lo imaginaban: el camión de Rodolfito se había desbarrancado en un precipicio y nunca más lo veríamos. Su alegría juvenil se había terminado en el viaje trágico, cumpliéndose la profecía del juego de las serpentinas.  
        Pocas semanas después –por lo menos en las remembranzas del Tonto Memorioso-  moría en Buenos Aires la mujer más importante, la más querida y la más odiada de su época, Evita. El año de 1952 fue muy triste para todos.


Después de una semana de mucho trabajo y habiendo llegado todos los palets esperados, las charlas entre Ricardo y su empleado, don Queiróz, tomaram novos rumos: ambos pasaron a leer más sobre la obra y la vida de Horacio Quiroga. Don Queiróz había leído un poco antes de llegar a la librería, pero ahora pasaba largas horas de la noche leyendo sobre su abuelo. Supo, por ejemplo que la enorme alegría que le havía provocado la aparición de su primer libro -Los arrecifes de coral, con poemas, cuentos y prosa lírica, que fue publicado en Buenos Aires en 1901, y dedicado al poeta argentino Leopoldo Lugones- se vio trágicamente oscurecida —una vez más— por la muerte de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora Quiroga, que cayeron víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco argentino. Ese año funesto de 1901, se enteró don Queiróz, reservaba todavía otra espantosa sorpresa para el escritor: su amigo Federico Ferrando había sido muy mal criticado por el periodista montevideano Germán Papini Zas. Ferrando le comunicó a Quiroga que iba a batirse en duelo con el periodista. De visita en la casa del amigo, Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se puso de inmediato a revisar y limpiar el revólver que iría a ser usado en el duelo. De repente, mientras trataba de inspeccionar el arma, se le escapó a Quiroga un tiro que impactó en la boca de Federico y lo mató al instantante. La policía, al llegar al lugar, detuvo de inmediato a Quiroga, que fue interrogado y trasladado a una cárcel correccional. Al comprobar lo accidental y desafortunado del homicidio, el escritor fue suelto después de cuatro días de prisión. La pena y la sensación horrible de culpa por la muerte de su compañero hicieron que Quiroga abandonase el Uruguay y cruzase el Río de la Plata en 1902 para vivir con María, otra de sus hermanas. En Buenos Aires va a alcanzar toda su madurez profesional, que tuvo su punto culminante durante su vida en la selva misionera, justo donde su nieto, Queiróz, se había establecido ahora. 

            - Toda familia tiene un tonto memorioso - le dijo un día Mempo Giardinelli a Ricardo, en un encuentro para profesores en São Paulo; sí, ese mismo, el de El santo Oficio de la Memoria. - ¿Y por qué tonto? - le preguntó, pero no creyó haberle entendido bien lo que le contestó; además, el calor de casi 46º en Cuiabá, y el almuerzo suculento a base de pescado de río, no ayudaban a la especulación y al devaneo de ideas.
                Los memoriosos, creo yo, le dice Ricardo a don Queiróz, a veces son indiscretos, se acuerdan de todo, viven anotando todo. Otras veces, sólo hablan. Don Victoriano y el Negro Unzaga pertenecen a esta última estirpe. A veces son cuentistas y narradores; otras son payadores o cantores. Recordaba Victoriano, el abuelo de Ricardo, algunas cosas que habían pasado ochenta, o cien años atrás...¿cómo? si él sólo había vivido noventa!
              Se acordaba mi abuelo, -le dice Ricardo a Queiróz- por ejemplo, que Pedro, su padre, le había contado cómo lo conoció a John Robertson, el gringo que lo entrevistó al libertador Artigas; y también recordaba todo lo que Pedro había escuchado de sus antepasados, allá en el lejano país vasco.
             El viejo Victoriano anotaba en el piso de tierra, escribiendo con su bastón de palo en el suelo endurecido y seco. Hacía cuentas, anotaba palabras, como apuntes que nunca iría a pasar para el papel. Aunque un par de veces, sí, le dictó a Ricardo unas pocas frases para que no se le olvidaran.
            Samuel, el otro abuelo del librero, también era un memorioso. Se acordaba del folclorista Andrés Chazarreta, su tío, y también de los Jaime, la familia de su suegro.
             Don José Jaime, -mire lo que le cuento, amigo Queiróz-, mi bisabuelo y padre de doña Juana, era un criollo alto y fuerte. Tenía más de 80 años cuando lo incorporé en mi conciencia como uno de los abuelos. ¡Fui muy afortunado de haber tenido na infancia con tres abuelos! Y lo primero que me acuerdo de él es cuando le dio un tremendo trompazo a un atrevido que había molestado a la maestra del pueblo. Y lo más gracioso es que se fue directo a la cama, a esconderse del comisario, que claro, no lo podía detener y además, en el fondo, había simpatizado con su quijotada. Fue por aquella época en que un día me di cuenta, don Queiróz, que los rasgos aindiados de una parte de la familia venían de don José Jaime.
            Pensando bastante, y estudiando mucho el tema, al cabo de casi 50 años, un buen día Ricardo notó que la raíz india de los Jaime no era diagüita, ni calchaquí, los pueblos nativos del norte. ¡Sus orígenes no eran catamarqueños, sino patagónicos!
           El abuelo José -en realidad bisabuelo de Ricardo- pertenecía a la masa anónima de guríes tehuelches, mapuches y pampas que las tropas del general Julio A. Roca habían arrancado de sus familias, después de derrotar y fusilar a los caciques y capitanejos del desierto.
           Centenas de indiecitos habían salido del sur extremo de la Patagonia hacia el norte, como esclavos, siervos de las familias patricias. Las mujeres iban a servir como empleadas domésticas sin sueldo -sirvientas y esclavas- en las ciudades. Mientras, hacia Tucumán y Catamarca partían las carretas con los niños y adolescentes pampas, y entre ellos, José Jaime y sus tíos menores. El padre, indio "bombista", que observaba de lejos el desplazamiento de las tropas de Roca, había desaparecido en las últimas escaramuzas del gran cacique Namuncurá contra el ejército. Algunos dicen que lo estaquearon al sol y lo dejaron -sin agua ni comida, claro- a merced de los caranchos.
           
            Treinta años después de 1878 - cuando los bravos del cacique rendían sus lanzas y el hijo de Namuncurá, Severino, era entregado a los padres salesianos para emprender su peculiar camino del cautiverio a la santidad - José Jaime ya era hombre crecido, casado con doña Rosa Monasterio, y padre de Juana, la que sería mujer de mi abuelo Samuel, cuenta Ricardo.
          
             Memoriosos como Samuel o Victoriano, los abuelos del librero, solo el Negro Unzaga, su tío, que se acordaba patente, fresco en el recuerdo como si fuera ayer, cuando una noche de otoño, fría y seca pero sin viento, golpearon con fuerza en la ventana de atrás de la casa de Las Chacras, cerca del gallinero; y salieron todos los hombres: Saro, Rodolfo y Daniel, y él que era chico se quedó con Eufemia, atento pero sin miedo. Mientras, Victoriano rodeaba la casa con el máuser en manos, a ver si lo sorprendía al "fantasma".
           Victoriano no creía en aparecidos ni en almas en pena, y cuando empezaron a resonar cadenas y fierros debajo de la casa, en el piso de la "piecita del sur", y a brillar la "luz mala", enseguida se acordó del inglés Robertson que le contaba: - Donde hay luces nocturnas, es porque hay huesos o fierros enterrados; y ruidos de cadenas también, podés creer: hay cosa vieja enterrada bien hondo! - Y entonces Victoriano mandó cavar, y cavó hasta llegar a unos cuatro metros abajo del nivel del piso de ladrillos; pero no podía pasar por abajo de las viejas paredes de abobe crudo y paja: la estructura no resistiría.
          La casa de Las Chacras -donde vivían los abuelos de Ricardo- había sido una posta de las montoneras del Chacho Peñaloza y Felipe Varela, a mitad del siglo XIX, y lo que Victoriano encontró al cavar no lo sorprendió: una galería con más de veinte piezas de "naranjeros", una especie de pistolón antiguo, y unas diez carabinas. Todas herrumbradas y casi sin las partes de madera, desaparecidas desde décadas atrás.
           Victoriano juntó todo, lo llamó a don Gabino, el viejito que entonces ya pasaba de los cien años y que había sido "bombista" de las tropas del Chacho, y el viejito le confirmó sus sospechas. Mi abuelo, le cuenta Ricardo a don Queiróz, evaluó el valor histórico de las armas -vio que en dos de ellas había una marca a fuego, "F.V.", en los dos únicos restos de cachas de madera que habían sobrado en sendos pistolones de pedernera- y lo llevó a la iglesia de Fray Mamerto Esquiú.
           El viejo estaba feliz porque otra vez su intuición científica lo había llevado a no creer en bultos ni sombras que se menean.


¿Sabe, don Ricardo? anduve leyendo un poco más sobre mi abuelo, sus libros, su vida. Supe que fue profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en 1903, y ese mismo año ya era un fotógrafo experto. El abuelo Quiroga acompañó a Leopoldo Lugones en una expedición que vino acá, a Misiones. Los mandaba el Ministerio de Educación, y el poeta Lugones iba a investigar las ruinas de las misiones jesuíticas en esta provincia. Y después, al volver a Buenos Aires el abuelo se dedicó a la narración corta con gran pasión. En 1904 publicó el libro de relatos El crimen de otro, influido por Edgar Allan Poe, fue reconocido y muy elogiado. El entusiasmo del empleado era tan grande que se agitaba y se le atropellaban las palabras al mostrar todo lo que había leído. 

Es verdad, don Queiróz, dicen que esas primeras comparaciones con el llamado "Maestro de Boston" no lo molestaban a Quiroga, que las escuchaba siempre con alegría, sonriendo, hasta el fin de su vida y respondía que Poe era su primer y también su principal maestro.

Leí que el abuelo Quiroga trabajó durante dos años en una cantidad enorme de cuentos, y que muchos eran de terror en un ambiente rural, pero otros eran historias para niños llenas de animales que hablan y piensan sin dejar de ser animales salvajes. ¿Sabe, señor Ricardo? leí que en esa época produjo la novela  Los perseguidos -en 1905, creo-, después de un viaje que hizo con Leopoldo Lugones por la selva misionera, exactamente por acá, hasta llegar a la frontera con Brasil. Fue entonces que escribió el cuento horroroso El almohadón de pluma, publicado en la revista argentina Caras y Caretas en 1905, don Ricardo...sí, horroroso! La revista llegó a publicar ocho cuentos de Quiroga al año. 


             Tina Unzaga se enderezó en la cama, se sentó a la orilla del colchón y respiró hondo; antes de ponerse las pantuflas pensó que la noche pasada había sido bastante extraña y llena de acontecimientos confusos. El Negro había llamado un par de veces, pero ella estaba tan somnolienta que no se levantó a atender el teléfono; Raquel le había ocultado lo peor, el timbre también había sonado una vez; era la policía que decía haber encontrado el coche del Negro en un terreno baldío, y querían saber si él estaba bien, y dónde se encontraba.
              Aunque el padre de Raquel y de Ricardo era tan despistado que un par de veces antes ya le habían robado el auto, y solo se había dado cuenta cuando la policía se lo devolvía, días o hasta semanas más tarde. En ambas ocasiones había pensado que la grúa municipal lo hubiera guinchado por dejarlo mal estacionado, y como en aquellas ocasiones no tenía, de cualquier modo, dinero en efectivo para pagar las multas, se había olvidado del asunto, y de hecho solo se recordaba de su coche cuando se lo devolvían; el Negro es del tipo de personas a quién no le hace falta nada que él considere superfluo o accesorio, y un vehículo está en esta categoría.
                 Pero lo que la perturbaba más a Tina no habían sido los timbres ni las llamadas telefónicas de la noche anterior, y sí el sueño extrañísimo que había tenido; mientras se vestía, muy lenta y parsimoniosamente, con toda la ceremonia de sus setenta años bien llevados, repasaba mentalmente cada detalle del sueño, que si fuera otro u otra le hubiera llamado pesadilla.                              
Recordaba nítidamente que había empezado a flotar, en medio de una paz, una sensación de tranquilidad y de alegría enorme e inexplicable; que se había visto a sí misma, a dos metros hacia abajo de su ruta de vuelo, o de sobrevuelo, sobre la cama, durmiendo muy relajadamente. Había salido, en su sueño, por la puerta cancel de la entrada, pero no recordaba haber abierto ni cerrado nada, simplemente salió, volando, o mejor dicho, sobrevolando la calle Bedoya, y en pocos segundos estaba sobre la ruta que lleva primero a Jesús María y Quirino, y luego se mete por los polvorientos caminos de las salinas, rumbo a San Fernando del Valle, en Catamarca.
                
Llegando al camino estrecho en que se deja la ruta provincial, ya en San Antonio, y girar rumbo a la Falda, se había detenido por un instante en frente a la casa de los Ovejero, y había visto una grieta profunda en medio de la mampostería; parecía casi abandonada, y Tina se dijo a sí misma que si no la arreglaran rápido, La Casa, como le llamaban los vecinos, iba a terminar partiéndose al medio a cualquier momento. 
               Al pasar delante de la casita tipo chalet de los Ávalos, al contrario, se había sentido alegre de ver que la habían pintado de blanco; los muros altos y los balcones relucian alvos, mientras que las persianas habían ganado un verde inglés o un verde musgo, la verdad que no lo recordaba con precisión. Las margaritas amarillas y los no-me-olvides azules y celestes se juntaban, armoniosos y contrastantes al anaranjado de los girasoles que, al parecer, don Julio había plantado durante el otoño que se terminaba. Y Ricardo, en medio de su propio sueño, soñando el sueño antiguo de su madre, se había acordado del nombre de su librería: girasoles y libros.
              Llegando a la casa de su padre, don Victoriano, Tina vio que la galería estaba llena de valijas y arcones, baúles y atados, como que hubiera llegado un montón de gente de visita a Las Chacras. Y de hecho, por lo menos dos coches eran de afuera; reconoció enseguida el jeep gasolero de Saro, con las chapas de Tucumán y el fitito de Orlando, con patentes de Buenos Aires:
           – Algo debería estar ocurriendo para haber tanta gente de afuera! – se dijo Tina.
           Quiso abrir la puerta de la pieza de Eufemia, pero la traba del piso se lo impedía, incluso a ella, que estaba volando y no ponía los pies en el piso; empujó la pesada hoja de algarrobo rojo y la puerta cedió, chirriando agudo. Pasó al lado de Ester, que en esa época era una niñita que cuidaba con todo cariño a su madre enferma; se enterneció al verla durmiendo, siempre tan buena, y le puso la mano en al cabeza, en un gesto de cariño, pero Ester se despertó asustada; como no vio nada, volvió a quedarse dormida enseguida, pero la impresión le hizo a Tina perder altura, y al bajar al piso tropezó levemente con la mesita de luz y dejó caer las llaves que estaban encima; nuevo sobresalto de Ester, que ahora se incorpora en la cama y mira alrededor, asustada.
           Fue ahí, en ese momento, que Tina se despertó.
Después del medio día llegó Ricardo, su hijo mayor, y Tina no lo pensó dos veces:
        – Riqui, ¿qué te parece si te hacés un tiempito y me llevás a Catamarca? Tengo un presentimiento de que las cosas no deben andar muy bien por allá- le dijo Tina a su hijo.
         – ¿Y qué te hace pensar eso? ¿Tuviste alguna noticia de las Chacras?- le contestó Ricardo.
           – No, fue un sueño, un presentimiento- trató de quitarle importancia Tina - no, nada más.
          – ¿Un sueño premonitorio?- insistía en el asunto Ricardo. – Bueno, de todos modos puedo ir mañana viernes, hoy no, tengo mucho trabajo; paso a buscarte a la mañana temprano.
            A las ocho ya estaban camino a Quirino, una mañana soleada pero fría de mayo, y aunque en las salinas el sol se refleja con un brillo enceguecedor, el viento todavía traía una parte del frío de la madrugada anterior en la que había helado, cayendo una escarcha pesada que había quemado los pastos ralos de la banquina.
            Las cinco horas de viaje pasaron normalmente, sin otro inconveniente que una goma pinchada y un cambio de aceite en San Martín. Al llegar al destino, las primeras sorpresas de Tina empezaron a asustarlos.
             La Casa de los Ovejero, que durante muchas décadas había sido un orgullo de los lugareños, y de la propia familia, claro, yacía en escombros, con la fachada principal partida al medio, el tejado prácticamente destruido por completo, los vidrios de las ventanas destrozados, y una gran parte de la mampostería que se había desprendido de la fachada, como derramándose sobre las orillas del estanque de los Avalos y dentro de sus negras aguas.
               Ricardo frenó el coche y se bajó, estupefacto, porque no podía creer que la misma construcción sólida que había visto menos de tres semanas atrás, cuando había viajado para llevar a su abuela de vuelta de unas cortas vacaciones, ahora estuviera en ese estado calamitoso, y sobre todo después de haber oído no sin cierta incredulidad el relato del sueño de su madre un par de noches antes.
             – ¿Y usted sabe, don Ricardo, que la otra noche nos espantaron? – empezó a contar Ester, ni bien nos sentamos a la mesa a comer unos tamales, media hora después que llegamos a las Chacras.
          – Hubo unos ruidos raros en medio de la noche y yo me desperté asustada, pero no vi nada, después un manojo de llaves se cayó solito de la mesa de luz y entonces ya no pude más pegar un ojo, incluso me parece que sentí una mano tocándome la frente, virgen santísima – y se persignó, todavía asustada, Estercita.
              – Sí, están pasando cosas extrañas últimamente – agregó la tía Gringa – la casa de los Ovejero, sin ir más lejos, hace dos o tres noches empezó a temblar, exactamente como si estuviera habiendo un terremoto, pero no, era un temblor debajo de la casa de don Julio, y de pronto la casa se rajó, sí, así como lo oís, ché, se partió al medio. Don Julio murió debajo de los escombros, y fijate que no hacía ni una semana que había fallecido la hermana.
             
Antes de viajar de vuelta a Córdoba, Ricardo y Tina fueron hasta Piedra Blanca a visitar a los Jaime, los tíos maternos del Negro Barrionuevo. Un señor de barbas largas y blancas los saludó a la entrada de la casa de veredas altas que había sido de doña Rosa y don José, y en la que ahora vivía una bisnieta, y los hizo pasar, sonriéndoles mientras se apoyaba en un nudoso bastón que enseguida le recordó a Javier la figura bíblica de Abraham. Conversaron con Rosarito un buen par de horas, comieron pancitos de grasa y tomaron mate, y se enteraron de los casos raros que habían andado ocurriendo, como el de unos caballos que habían aparecido duros, como muertos, pero de pie, con los ojos abiertos. Y los pájaros y lagartijas, calientes pero ríjidos en el suelo.
         
               – Las Chacras siempre tienen sus historias fantásticas, de luces malas o ruidos subterráneos – dijo Ricardo con un dejo de sarcasmo urbano, pero sin olvidarse de lo que había presenciado: el sueño premonitorio de su madre volviéndose real y concreto, la casa de los Ovejero destruida, el estremecimiento de Ester durante la noche en que la habían “espantado” unos supuestos fantasmas, las llaves que doña Tina había hecho caer durante su “vuelo” onírico, y el manojo real y concreto que se había caído de la mesita de luz de Ester aquélla noche.
           – Y el viejito ese que nos atendió al llegar, ¿quién es? – preguntó Tina.
          – ¿Qué viejito? No, no hay ningún viejito en la casa, estoy sola, doña Tina – le contestó Rosarito, soltando una carcajadita corta y nerviosa, que les hizo correr a todos un frío por las espaldas.

Ricardo se despierta, pegado en transpiración a la cama. Mira el reloj despertador: 4:38 de la madrugada. El sueño trataba de otro sueño, uno de su madre que se volvió realidad, un sueño premonitorio que había ocurrido un medio siglo atrás. 

Buenos dias, señor Ricardo. ¿Sabe? me acordé anoche de algo que no le conté; Mi papá decía que su padre le había hablado que a Quiroga, mi abuelo, se le aparecía un indio cada vez que estaba afligido, triste o muy enojado. Era el Cacique Sepé, el jefe Charrúa que se vengó del comandante de la emboscada de Salsipuedes. A mi papá le daba rabia esa historia del viejo, decía que era puro cuento, una mentira del abuelo para asustarlo, manipular y hacerlo obedecer sus órdenes. Quiroga no quería a nadie, decía papá.
La cosa es que a mi viejo también se le apareció un par de veces el indio. Pero a él no le causó ninguna buena impresión: le pareció tan frío y egoista como el propio viejo Quiroga. Es que papá nunca le perdonó al abuelo lo que hizo, y se propuso cortar la maldición del suicidio que parecía impregnar la vida de toda la familia.

Ricardo no pudo dejar de notar que el vocabulario de don Queiróz estaba más refinado y preciso, con más palabras y mejor pensadas y aplicadas.
Digamé don Queiróz, le soltó: y a Ud. ¿nunca lo visitó el fantasma del Cacique?

Después de un largo silencio, el fiel empleado que ya era casi un amigo -un solitario que solo habla con otro solitario-, le dice que sí, que una vez cuando era jovencito, y otra hacía poco tiempo, un par de meses atrás. Me mandó a buscar otra changa, y me dijo que estudiara y que leyera más.

La librería ya está lista y Ricardo va a abrirla al público esa misma tarde. Corre las cortinas nuevas y abre los ventanales y las puertas dobles de la vidriera.
Qué parecido todo a la casona infantil de la calle San Martín en Catamarca! y además con un césped enorme! Cuántos recuerdos de la Tina y el negro Barrionuevo!

Toca el timbre. Un cliente impaciente, adelantado "de más", como dicen en Entre Ríos, en Chajarí, donde vivió don Queiróz en su niñez., piensa. Es solo mediodía y anunció que abriría a las dos de la tarde.
Va a abrir y ve venir, muy lentamente desde el ancho jardín que separa la casa de la vereda, a un viejito, flaco y relativamente alto para su edad, de pelo y barba muy blancos. nariz afilado, como toda la cara. Traje oscuro, con chaleco y moñito, a pesar del calor tropical de Puerto Iguazú.

Buenas tardes, señor, le dice. ¿Puedo hablar con mi nieto? Se llama Queiróz. Dígale, por favor, que me manda Sepé.

Fin.

Javier Villanueva. San Fernando del Valle de Catamarca. Agosto de 2022.

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