terça-feira, 26 de maio de 2020

El Oeste y los olores de la infancia. 1ª. crónica.




El Oeste y los olores de la infancia. 1ª crónica.

Los mejores recuerdos de infancia tienen olores, sabores y colores. Pero en mi caso, sobre todo olores, y el que más se me grabó era el olor de papá cuando llegaba de sus giras al oeste. Olor a tierra y a cansancio.

Vivíamos en Catamarca - desde 1952, año de la muerte de Evita, hasta 1955, año del golpe gorila- y una vez por mes papá se iba hacia la cordillera, al oeste. Pasaba cerca de la frontera con Chile, después de ir a Belén, Londres, Tinogasta y Santa María. No recuerdo el orden de esas idas y venidas, y no voy a mirar en el Google Maps ahora para no sacarle la gracia al relato.

Mi viejo - todavía no usábamos esa palabra adolescente para referirnos al padre-, papá, iba en su camión de Águila-Saint, junto con un vendedor. Él era el gerente de la sucursal Catamarca, pero actuaba como los capitanes de antes, le gustaba estar al frente de la tropa, en la primera línea de combate, y no como los generales y comandantes de los nuevos ejércitos, que prefieren el aire acondicionado de sus oficinas. Manejaba y se turnaba con Atencio o Bebilaqua en las largas jornadas del "oeste", visitando cada cliente, dejando sus cafés, chocolates y chocolatines. Y pongo la palabra "oeste" entre comillas porque, pocos años después, al mudarnos para San Martín, en el Gran Buenos Aires, y al llegar la televisión a mi casa, aquel Oeste pasó a mezclarse con el Far West, en el que mi hermana Graciela y yo, indefectiblemente, inchábamos siempre por los indios y jamás por los cow-boys.

Pero, volviendo a los años 1952 o 1955 en Catamarca, recuerdo que los regresos de papá a casa siempre venían con dos alegrías: el olor del viejo, mezcla del polvo de los caminos y de la transpiración, aunque hubiera tomado sus baños diarios, pegadas en la ropa. Los dos últimos días no se afeitaba; como me pasa a mí ahora, afeitarse para ir a trabajar era para él un suplicio cotidiano; así que cuando llegaba del oeste, la barba nos pinchaba al darnos sus abrazos y besos. Y ahí estaba el olor a tierra de las rutas sin asfalto.

La otra alegría, que se mezcla al recuerdo de los olores hasta hoy, eran los regalos: los de Graciela no me acuerdo demasiado, aunque sí me suena haber jugado con ella con un rompecabezas de plástico ("material plástico" le decíamos en esos años, toda una novedad!) grueso, muy lleno de colores, donde las piezas se encajaban de un modo perfecto, hermoso y alegre como todo lo que ocurría en nuestros años de niños en Catamarca. Mis regalos eran siempre autitos: un autito negro y rojo es el que más recuerdo; con ruedas y llantas gruesas y anchas, con guardabarros a la moda de los años 20 o 30, equivalentes y en escala real a unos 35 centímetros, lo suficiente para que el feliz propietario del Roll Royce - creo que era ese el modelo de mi autito- pusiera el pie entero antes de entrar a su coche. Era un cochecito para armar, con tuercas y tornillos, arandelas y volante, ruedas, ejes y chasis desmontables. Armable y desarmable para todos (tal vez más para Sebita y mis nietos), pero no para mí, que lloraba y sufría amargamente porque no lograba armar el juguete. Y en este punto del relato Seba se acordará de mis avioncitos de aeromodelismo, pintados con pintura a la cal, que yo jamás entendía por que no levantaban vuelo.

Mi viejito seguramente llegaba, en esos largos recorridos hacia el oeste, hasta más allá de la frontera con Chile, por sus muchos pasos, y con seguridad que esos lindos autitos que me traía, como los rompecabezas y muñecas de Graciela, eran obra y gracia de algún contrabandista de la zona.

Otro recuerdo inolvidable era el de sus aventuras en la ruta: la del porteño llorando en lo alto de la Cuesta del Diablo - imagínense el motivo de ese homenaje al Supay- porque había fundido biela, algo que podía ser una condena a muerte en las noches heladas de la montaña. "Fundí biela, fundí biela", repetía el angustiado metropolitano, y mi viejo, como buen provinciano, le ató un cable al paragolpe y lo llevó a rastras hasta Tinogasta. Pero como buen pajuerano también, hasta sus 87 años todavía se reía a carcajadas de la cara de pavor del pobre porteño.

Y el puma durmiendo en la nieve, calentándose con el motor del camión? Sí, y pensarán Uds. "ya viene el escritor con su frondosa imaginación", pero juro que hasta el Tío Negro Unzaga le creía, porque era totalmente verosimil: papá y Guastavino - otro de sus empleados vendedores- habían parado el viaje y dormido antes de llegar a una curva en que una avalancha había llenado de nieve la ruta casi hasta la altura del camión. Sabían que a la mañana ya se habría derretido la nieve, y si otro camión viniera por atrás, vería las luces traseras y pararía a esperar el paso libre. Pero ocurre que a la mañana temprano, cuando el sol ya licuaba la nieve, papá se bajó del camión y qué halló al lado del radiador? Un puma, sí, como ya adelanté en esta crónica del felino anunciado. Mi viejo, ni lerdo ni perezoso, salió corriendo a la cabina del camión y prendió el motor sin mover la marcha. Esperó diez, quince minutos, y el puma, bastante malhumorado por tener que dejar el calor del motor y el radiador, terminó yéndose, no sin antes emitir un par de rugidos estremecedores. El viejito no era ni demasiado valiente ni mucho menos temerario. Aunque, como lo probó muchas veces, un cierto miedo justificado no se opone al coraje necesario para enfrentar situaciones de riesgo, como las muchas veces en que me protegió en los años crueles de la dictadura. A mí y a varios de mis compañeros, corriendo peligro de vida para limpiar una casa, o avisar a alguien que tenía que irse.

El olor de papá y sus recuerdos me acompañan casi a diario; a mí, a sus nietos y a los míos, sus bisnietos. La vida pasa rápido, pero deja huellas preciosas.

Fin.
Javier Villanueva. São Paulo, febrero de 2020.






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