quarta-feira, 29 de abril de 2020

Girasoles y libros

Tarde de lectura y girasoles, momentos tan apetecibles ...

Girasoles y libros

La casona de Puerto Iguazú era muy parecida a la primera residencia en que pasara cuatro años de su infancia en Catamarca. 
       Sólida y tradicional, con una puerta de hierro de dos hojas, después de un pasillo corto que se abría generoso al enorme patio español de baldosas decoradas. 
        Una galería lateral a la derecha, llena de macetas y geranios daba a tres piezas amplias, mientras que otra de doble hoja, la primera de todas, también a la derecha, llevaba a las oficinas del padre. 
         Ventanales internos y altas puertas de madera hasta el techo, terminaban en un baño, atrás del cual se abría otro patiecito, menor, con entrada al depósito de la empresa del padre; era pegado -a la izquierda de quién entra a la casa- a la amplia cocina-comedor, que limitaba el patio grande de la entrada. 
           Así era la casa de Catamarca, en la calle San Martín, la principal, a dos cuadras largas de la plaza central -llamada San Martín, como se llaman casi todas las plazas de Argentina-. 
          En la esquina con la calle Tucumán, una vitrina ancha, con puerta central para acceder a las oficinas de Águila Saint, en las que el padre de Ricardo era gerente. Una escalera al fondo, atrás de los escritorios, llevaba al sótano que servía de pequeño depósito.
La residencia de Puerto Iguazú, un poco más grande y nueva que la catamarqueña tenía, curiosamente, casi la misma estructura: el patio que se abría a un par de metros de la entrada era un poco más grande y alargado hacia el fondo, regalado por el clima tropical de Misiones con una alta palmera imperial, que le daba sombra y pájaros a manos llenas.
La galería lateral, más espaciosa, con vigas de madera de las cuales colgaban enormes samambaias, llevaban a dos habitaciones, ambas con altas ventanas de hierro y vidrio, y a una puerta cancel hacia la oficina de la esquina derecha.
Todo el resto, poco más o poco menos, parecía haber sido calcado del plano de construcción de la casa de su infancia en Catamarca.
En la esquina de la calle El Pindo con Los Lapachos, a escasos doscientos metros de la avenida Horacio Quiroga, la casona que Ricardo acaba de comprar, disfruta de una enorme ventaja sobre la catamarqueña, gracias al trazado urbano de Puerto: un hermoso jardín frontal de 30 metros hasta la vereda, sin vallas ni varandas, acompaña la ochava de la esquina y le da a la residencia unos aires imponentes de mansión inglesa o francesa de finales del siglo XIX que a Ricardo le encantan.

La gran vitrina de la esquina, entrada a las antiguas oficinas de una distribuidora de yerba mate ya desaparecida, la viene imaginando Ricardo como la fachada de su futura librería y casa de cultura: "Los Girasoles. Libros y culturas de Hispanoamérica, de Brasil y de España".

En la primera de las tres paredes interiores de la oficina y futura librería, se imagina estantes con literaturas de la América que habla castellano, especialmente Argentina. Al medio, las letras de Paraguay, tanto en español como en guaraní. Y a la derecha, las literaturas de España y de Brasil. Al centro de la sala, sillones mullidos y almohadones para la lectura, y una mesita destinada a quién quisera leer en voz alta o presentar al público un cuento, un libro nuevo o una conferencia sobre las culturas y los pueblos a los que la librería se propone destacar.
Los sueños recurrentes y la realidad se le mezclan a Ricardo hace un cierto tiempo: piensa en Catamarca de día, sueña con sus librerías a la noche.
Traer los libros de São Paulo, a través de la frontera, al contrario, es casi una pesadilla: le cuesta más de un mes por causa de la burocracia de la aduana. Almacenarlos en la vecina Foz do Iguaçu y agregarle los títulos brasileños, otra aventura sin glorias, con muchos enojos y bastante paciencia para poder llegar al buen puerto.
            Sueña con su infancia en Catamarca, la llegada en 1952, con un año apenas y una memoria que le viene del deslumbramiento que siente desde entonces por el estallido de colores de Las Chacras, en Fray Mamerto Esquiú, a 12 kilómetros de San Fernando del Valle. 
Colores y voces de medio centenar de parientes que lo levantan, le hablan, lo suben a la yegua Pampita del tío Negro, le hacen chistes que él no entiende porque, después de todo, ¡no sabe ni hablar siquiera! Lo recuerda como si fuera ayer, y en sueños, su padre le dice que no puede ser que se acuerde de cosas tan antiguas, ¡68 años, nada menos! Que te la deben haber contado, Ricardo, y a vos te parece que las viviste; no, no puede ser, hijo.
Los arreglos en Puerto van a todo vapor, pero aun así no alcanzan a la velocidad de las ansias de Ricardo: las cosas no salen de la aduana, los libros que logra traer entre sus bultos personales en las idas y vueltas a Foz no son suficientes para cubrir ni un estante siquiera...en fin, nada alentador.
Una de las preocupaciones de Ricardo es la responsabilidad de saber que la casona de alguna manera mantiene toda la historia yerbatera de la región: había pertenecido a La Cachuera, empresa de Juan Szychowski, un inmigrante polaco cuya familia se estableció en la colonia de Apóstoles en 1900. 
En 1997 inauguraron el Museo Histórico Juan Szychowski, con fotos y herramientas de trabajo que son testigos de la historia de la región. Lo mismo que Kraus, que en la Colonia Santo Domingo Savio, San Ignacio, produce yerba orgánica desde 1894. 
La familia de los primeros propietarios vinieron a Puerto Iguazú y a Aristóbulo del Valle desde Cerro Azul, Bonpland, Colonia Mecking, hasta la ciudad que hoy se llama Leandro N. Alem. Piensa que desde 1930 hasta 1940 llegaron inmigrantes en contingentes cada vez más numerosos para radicarse en las distintas secciones de la Colonia de Aristóbulo del Valle y Salto Encantado. 
Ahora, la actual Aristóbulo del Valle, conocida como la "Capital de los Saltos y Cascadas", es el lugar donde primero se asentaron los pioneros alemanes, austríacos, ucranianos y polacos. Queda a 140 kilómetros de la Capital de la Provincia de Misiones, y a un poco más de Puerto Iguazú. 
Y toda esa historia pesa en los sueños recurrentes de Ricardo, porque él sabe que su librería, al formar parte de la cultura misionera, no podría olvidarse de todos esos aportes humanos.
           Y vuelve Ricardo en sus noches solitarias a pensar en Catamarca, y se acuerda del lustrabotas que pasaba por la puerta de la calle San Martín a las tardecitas. Era un chiquillo de no más de ocho años, y varias veces se sentaban a conversar en el umbral de la casona. El "lustra" le enseñaba cómo arreglarse el pelo con un golpe de cabeza cuando no estaba usando gomina. Y a doña Tina, su mamá, le gustaba ver al chiquilín, admirado con el autito de lata en que Ricardo andaba a toda velocidad entre los dos patios de la casona. Y se emocionaba cuando el pequeño trabajador le pedía permiso humildemente y enseguida se subía al cochecito, una imitación casi perfecta del Fórmula 1 de los hermanos Gálvez, y andaba despacito, como con miedo de ofender a alguien.
Se despierta Ricardo en medio de la noche y piensa que siempre se está muy solo dentro de una casa o departamento. No del lado de afuera, no en el jardín, por ejemplo, donde hay pájaros, perros, gatos y a veces pasa y se queda pastando algún caballo en el césped. 

En el patio grande, con la alta palmera imperial, igual que en el jardín que se extiende hasta la vereda no se está solo nunca. Pero, dentro de las piezas de la casa, sí que se está tan solo que a veces uno se siente medio perdido. 

Oye el chistido de la coruja, como le decía en São Paulo a la lechuza blanca que no salía de sus jardines a la noche. A veces se le aparece também un caburé, que algunos dicen que trae suerte con las guainas y con la timba, pero esos son temas que ya no le llaman la atención a Ricardo, siempre soltero y alejado de las farras, las bebidas y el juego.
Piensa en la soledad y vuelve a reflexionar sobre la librería que va a abrir. La compara con un café, que es toda una institución en Argentina y Uruguay, heredada de España y Francia, y que surgió como algo a medio camino entre lo público y lo privado. Ricardo lo ve como otra forma de la soledad, otra manera de estar solo o de sentirse solitario. En los cafés, como en las librerías, existe siempre la posibilidad real de estar solo, pero cerca de otros. Como el café, la librería pequeña sigue siendo un lugar de reunión de varios o un encuentro de dos. Y también es un lugar habitado por personas solas, o solitarias. 
             Sueña o delira por el calor sofocante del "infierno verde" del que hablaba Horacio Quiroga, y se acuerda Ricardo de los veranos de Catamarca en los que su padre ponía los colchones en el sótano para poder dormir, y el sueño o delirio lo lleva a acordarse de que su viejito tampoco le creía que fuera verdad que se acordara de aquel 9 de agosto. En realidad no confiaba demasiado en sus virtudes de Memorioso. Pero, si yo me acuerdo clarito del verano de 1952 y del tío Rodolfo levantándome en brazos a nuestra llegada a Catamarca, piensa, sueña o delira Ricardo, cómo no me voy a acordar de un hecho tan patente, un año y medio después, nomás.
          Era de noche aquel 9 de agosto de 1953, y el abuelo Samuel vino a buscarme a mi cama. Era muy alto y flaco, se acuerda Ricardo, el viejito  parecía un Quijote; o sea que, cuando me levantó, quedé mucho más alto que en los brazos del tío Rodolfo. Recuerdo muy bien la sensación de pasar con la cabeza raspando por el marco de las puertas de la casa de la calle San Martín, en Catamarca, sueña o delira. Y así fue que la conocí a Gracielita. Llevado a upa por don Samuel, vi por primera vez, en una cuna grandota, marrón, a la que sería mi mejor amiga en la infancia y la cómplice en la adolescencia, recuerda con nitidez Ricardo. 
         Pasaron los años y le enseñé a jugar a la radio –la tele no había llegado a nuestra vida cotidiana- haciéndome pasar yo por el locutor que ofrecía sensacionales ofertas en las Casas Brener (la misma de “me cacho en Brener”); le tocaba a ella el femenino y anticuado papel de ponerse un pañuelito en la cabeza y una cartera en el brazo y salir a hacer compras. El detalle es que ella tenía dos años y yo cuatro, y mi Mamá casi me mata cuando vinieron a contarle que Gracielita estaba a diez metros de la Plaza San Martín, sola. 
         Y poco después de eso, mi Papá nos llevó a todos a Buenos Aires, previo susto durante el golpe militar de la “Libertadora”, en 1955, que nos obligó a dormir un par de noches en el sótano de Águila-Saint. Mientras un tanque del regimiento 17º apuntaba a la CGT, bien enfrente a la ventanita de nuestro sótano, Graciela y yo jugábamos, saltando en nuestros colchones de emergencia, ajenos todavía a los odios de los botudos contra el pueblo y a los miedos de nuestros viejos, que en aquel año de 1955 aun eran muy jóvenes.
La casona de la calle Los Lapachos (la entrada quedaba en la ochava de la esquina, pero Ricardo prefería este nombre y no el de la otra calle, El Pindo) iba progresando de a poco, con tan solo tres obreros en la reforma, un electricista y un plomero. Todos mayores de edad y muy lentos, pero trabajadores y honestísimos, lo que le permitía salir a hacer sus trámites de aduana y dejarlos solos con las llaves, sin preocuparse con los libros y sus pertenencias, a veces durante todo el día.
             Graciela jugaba con Muñeca, nuestra prima -todos los días, las 24 horas y a veces un poco más-, mientras Carlitos y yo, que así se llamaba mi amigo lustrabotas (ahora me acordé del nombre, piensa Ricardo en medio del sueño) nos dedicábamos a la exploración de las terraza de mi casa. 
           Ricardo se recordaba muy bien ahora, en medio del delirio nocturno, que la casona de Catamarca incluía una escalera altísima, o por lo menos así le parecía a él a los cuatro años, que llevaba a la pieza en la que en una época vivió el abuelo Samuel, después el tío Daniel y más tarde el tío Luís, que no debería tener más que veinte años por entonces; y tocábamos el violín del tío Luis y nos subíamos a los techos que quedaban bajos, a la altura de la terraza, sin peligros,  y nos pasábamos horas conversando de quién sabe qué asuntos infantiles, debajo de los tanques de agua de las casas vecinas. 


Se despierta Ricardo y se pone a pensar mientras remueve la cucharita en el café, que Puerto Iguazú nació tal vez en 1609, al establecerse en la zona las primeras misiones jesuíticas, que se quedaron allí por más de un siglo y medio. Y que a fines del siglo XIX se realizó el primer paseo turístico a las Cataratas, en el que viajó doña Victoria Aguirre, la dama que más tarde donaría una buena parte del dinero usado para construir el camino hasta los saltos de agua. ¿Me merezco tremendo honor? piensa Ricardo: estar acá, en este paraíso tropical, el Infierno Verde de Horacio Quiroga -pensó incluso en llamarla así a su librería, Horacio Quiroga, o incluso Infierno Verde, pero no tuvo tiempo de ver si ya no hay otra con ese nombre, seguro que debe haber, pero además lo de los girasoles le gusta más, porque le recuerda a Roberta-. ¿Me merezco yo este premio final en mi vida, ya casi con 65 años, lo que se llama un anciano?

Y se acuerda entre sueños del poema de Mario Vidal que dice "Estoy a tiro del tiro por la culata. Hormigueante el dedo en el gatillo. Ruleta rusa. Girando el tambor. Sonado. Por cuenta propia, a cuenta en la libretita de los fiados o de los finados. Préstamo impagable. Deuda interna eterna. Una seña como seña. A la saña, sana sana. Sacarse la espina, la mala espina."
              Se duerme otra vez, y su último pensamiento antes de comenzar la  secuencia de sueños es que el calor le quita fuerzas, le cambia el metabolismo y necesita una siesta con urgencia. Pero son casi las seis de la tarde y todavía debería estar trabajando, pero no, duerme hasta oscurecer, y se despierta transpirando, con la espalda pegoteada en las sábanas. El aire acondicionado se debe haber descompuesto. Toma un vaso de agua y vuelve a dormir. Sueña. Se acuerda que doña Tina le contaba que, todos los meses, más o menos por el día 6 o 7, su mamá, la abuela Eufemia Valentina se ponía su mejor vestido, se pasaba rímel en las pestañas, lo que le resaltaba el gris azulado de los ojos, un lápiz de labio rojo, y un poco de "blush".
          Como la distancia de Las Chacras hasta San Fernando del Valle -que en esa época era Catamarca, a secas - es muy corta, unos 12 kilómetros, doña Eufemia no se preocupaba en gastar un par de pesos con el taxi, al final, era el día en que ella se lo dedicaba por entero: ir a la peluquería, comprarse un vestido o una blusa nueva. Y claro, hacer las compras del mes en los almacenes de Filipín, o dejar el pedido en las Casas Cola, en la esquina de San Martín y Rivadavia, ya que las tiendas de San Antonio eran poco provistas. Un par de zapatos para los chicos mayores, alpargatas para los menores, botines y chalas con semillas de anís para Victoriano. 

           No había problema con dejar los hijos solos en la casa, le contaba doña Tina a Ricardo, después de todo Saro, el mayor, ya era un hombre de casi dieciseis años y Berta una mujercita, y podían cuidar a los hermanos menores, el Negro, Tina y Luis.

         En todo caso, había también un cuerpo auxiliar de subjefes intermedios: Daniel -el que se cayó en el estanque y al que doña Eufemia consideraba desde entonces "enfermito del corazón", con lo que se aprovechaba para disfrutar de diversos privilegios, como desayunar con café con leche y bifecito, mientras sus hermanos tomaban mate cocido con pan de grasa. Rodolfo y la Gringa, también servían de subjefes de la gran tropilla de los Unzaga.
           La cosa es que ese día, el orden lógico y natural de las jerarquías fraternas no funcionó, y se armó una trifulca de aquellas que empiezan por los bordes, en las periferias del conflicto, y cuando llegan al centro culminan en una pelea al estilo de las de "saloon" en las películas de vaquero, con sillazos, piñas y chichones a diestra y siniestra.
Cuentan que en el año 1901 se funda el pueblito del actual Puerto Iguazú, que nació como Puerto Aguirre. En ese mismo año se construyó también el primer camino que lleva desde el pueblo hasta las cataratas, gracias a la donación de tierras y dinero de la Srta. Victoria Aguirre. Ricardo sueña que maneja un viejo Ford a bigotes, de aquellos de los años de 1910. Maneja a alta velocidad para la época, 50 km/h. Transpira con el calor y el viento le pega la tierra colorada en la cara y el cuello mojados de sudor. Va vestido con camisa mangas largas, chaleco y moñito porque va a la recepción del gobernador que piensa levantar un monolito, lo que después será el hito de las tres fronteras. Se le cruza un yaguareté, y él no sabe si es lo que su tío Negro llama jaguar en Catamarca, pero en los diez kilómetros restantes ve en sueños un tapir, dos ocelotes, y tres pavas de monte. Delira y mientras maneja y toca bocina cada cinco metros, piensa en las cajas de libros que todavía no llegaron a la aduana. Se revuelca en la cama, hasta que por fin se despierta:
          La periferia de la pelea partió, como siempre ocurre donde hay muchos caciques y pocos indios , de uno de los subtenientes -el tío Daniel que, a pesar de su condición de "enfermito del corazón" no perdía ocasión de provocarlo al Negro, que de inmediato mordía la carnada y se enfurecía, dándole el gusto a Daniel. En esa ocasión, la causa de la trifulca había sido una ollita de arroz con leche, que Eufemia le había dejado a Saro para que la repartiera entre todos, y que Daniel astutamente se había hurtado, subiéndose a lo alto de una higuera y comiéndose todo a lentas cucharadas, mientras el Negro, allá abajo, le imploraba : "- Dame un poquito?- ", y el "enfermito del corazón" le contestaba: "- Ya te voy a dar...cuando se termine- ".
          Cuentan los antiguos de la familia que la pelea se generalizó, y cuando ya estaban en medio de los sopapos, llegó la Negra de la abuela, -en realidad, su bisabuela, recuerda Ricardo en medio del sueño- criada de la madre de Eufemia, que quiso intermediar y separar a los revoltosos con sensatos argumentos pacifistas. La Negra, claro, terminó en el gallinero, donde Rodolfo la dejó encerrada por un par de horas hasta que se calmara la pelea.
          Una parte importante de los hechos de ese día fue que la tía Berta, encargada de preparar la comida, estaba picando cebollas en la cocina cuando el "Pintado" - pollo macho y ya casi gallo, para el cual Eufemia y Victoriano habían trazado planes en los que prevían un glorioso futuro de pisador de gallinas - no tuvo mejor idea  que subirse a la mesa a picotear unos restos de legumbre.  
            Y a Berta, con esa sincronía y perfección fatal con que los hechos se concatenan cuando algo tiene que salir mal - lo que ahora se llama "Ley de Murphy", pero que Victoriano prefería denominar "la yeta puta"- no se le ocurrió nada mejor que querer correrlo al súper-pollo tirándole con el cuchillo con el que estaba trabajando. Y el cuchillazo, afiladísimo y certero, fue a clavarse, exacta y sorprendentemente, justo, justo, en el corazón del plumífero.
           Doña Eufemia Valentina y Victoriano llegaron un poco antes de la cena, y ya todo estaba en perfecto orden, y calmo. Ni rastros de la pelea, la Negra ya casi ni lloraba, y en la mesa esperaba servido un rico y abundante puchero de pollo. Se da vuelta en la cama, se endereza en la almohada, se da cuenta que el aire acondicionado volvió a funcionar. Toma un vaso de agua y se levanta en medio de la noche.
Continuará.
JV. Puerto Libertad, Misiones. R.A. Agosto de 2021.

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