Y siguen las semblanzas
y la poesía de Luis Unzaga, siempre recorriendo despacito los senderos de
las Chacras, en especial las huellas añosas de la Falda y San Antonio. J.V.
Almacén y Almacenero
2 .
El
almacén de Don Ernesto estaba en la esquina más transitada del
pueblo.
Don Ernesto, hombre
bajo y con una cabeza grande, poco asomaba por detrás del mostrador;
dicen que las medidas de la altura y del ancho del almacenero eran casi
iguales. Mientras atendía su negocio, Don Ernesto mantenía la
esperanza de rehacer su vida matrimonial; había quedado viudo hacía mucho
tiempo.
Para
demostrar su buen estado físico, y como tenía cerca de ochenta años,
saltaba hasta los estantes más altos para alcanzar lo que le pedían los
clientes; y cuando lo hacía, dejaba ver el 38 que siempre llevaba en la
cintura; también sacaba con frecuencia su billetera del bolsillo interno del
saco, eternamente gorda de billetes o de papeles.
Con
su buena disposición de contraer matrimonio, cuando se enteraba de alguna
posible candidata, enviaba un emisario con el serio propósito de ofrecer su
mano.
La
misma táctica empleaba Don Carlos, su vecino, que también era viudo, pero era
más distinguido por que usaba galera y bastón. Los años pasaron, y ninguno de
los dos lograron alcanzar la ansiada meta de un segundo casamiento.
Almacén y Almacenero 3
Don
Severo era un hombre alto, delgado, del tipo de un Quijote. Tenía su
almacén por la otra de las calles principales del pueblo.
Íbamos
a Don Severo cuando en los otros almacenes cercanos faltaba algún
artículo. El almacén no era de los más ordenados; teníamos que
sortear unas bolsas y canastos hasta poder llegar al mostrador. Y este
también gozaba del mismo aspecto, siempre tapado de papeles;
y lo más importante, la balanza, de dos platos metálicos y sus pesas de
distinto tamaño en su espacio circular en la base de madera.
El
hombre experimentado –y pícaro- rápido levantaba el producto que le
habían pedido antes de que el fiel indicara el equilibrio, y siempre la balanza
se inclinaba hacia el lado de las pesas. Luego vinieron las
balanzas Bianchi, en las que el cliente podía ver los gramos que
indicaba la aguja.
La
yerba venía en unos cilindros de papel duro, y dos rueditas de madera cerraban
sus extremos. Los fideos se ofrecían en canastos de caña, y los que
más se vendían eran los cinta angosta, todo al menudeo.
Cuando
Don Severo tenía que vender sus fideos de cinta angosta, primero sacaba los
gatos del canasto; los otros dormían sobre las bolsas, sin preocuparse con los
clientes; había como cinco.
Autor: Luis
Unzaga
Tirado en la vereda
agoniza el último rosal.
El viento, como un niño
despoja de sus rosas los
pétalos que vuelan, más allá
Más allá.
No están, también se fueron
aquellos que cuidaban el rosal.
Ya poco queda de la casa y
sigue la picota, golpeando sin cesar.
Más allá, más allá
florecerá otro rosal.
L.U.
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