quinta-feira, 25 de outubro de 2012

Almacén y Almacenero





Y siguen las semblanzas y la poesía de Luis Unzaga, siempre recorriendo despacito los senderos de las Chacras, en especial las huellas añosas de la Falda y San Antonio. J.V.

Almacén y Almacenero 2 . 
      
El almacén de Don Ernesto estaba en la esquina más transitada del pueblo.  
Don Ernesto, hombre  bajo y con una cabeza  grande, poco asomaba por detrás del mostrador; dicen que las medidas de la altura y del ancho del almacenero eran casi iguales.  Mientras atendía  su negocio, Don Ernesto mantenía la esperanza de rehacer su vida matrimonial; había quedado viudo hacía mucho tiempo. 

Para demostrar su  buen estado físico, y como tenía cerca de ochenta años, saltaba hasta los estantes más altos para alcanzar lo que le pedían los clientes; y cuando lo hacía, dejaba ver el 38 que siempre llevaba en la cintura; también sacaba con frecuencia su billetera del bolsillo interno del saco, eternamente gorda  de billetes o de papeles. 

Con su buena disposición de contraer matrimonio, cuando se enteraba de alguna posible candidata, enviaba un emisario con el serio propósito de ofrecer su mano.
La misma táctica empleaba Don Carlos, su vecino, que también era viudo, pero era más distinguido por que usaba galera y bastón. Los años pasaron, y ninguno de los dos lograron alcanzar la ansiada meta de un segundo casamiento.  

Almacén y  Almacenero 3

Don Severo era un hombre alto, delgado, del tipo de un Quijote. Tenía su  almacén  por la otra de las calles principales del  pueblo.

Íbamos a Don Severo cuando en los otros almacenes cercanos  faltaba algún artículo.  El almacén no era de los más ordenados; teníamos  que sortear unas bolsas y canastos hasta poder llegar al mostrador. Y este también gozaba del mismo   aspecto, siempre tapado de papeles; y  lo más importante, la balanza, de dos platos metálicos y sus pesas de distinto tamaño en su espacio circular en la base de madera.  

El hombre experimentado –y pícaro-  rápido levantaba el producto que le habían pedido antes de que el fiel indicara el equilibrio, y siempre la balanza se inclinaba hacia el lado de las pesas.  Luego vinieron  las balanzas Bianchi,  en las que el  cliente podía ver los gramos que indicaba la aguja. 

La yerba venía en unos cilindros de papel duro, y dos rueditas de madera cerraban  sus  extremos. Los fideos se ofrecían en canastos de caña, y los que más se vendían eran los cinta angosta, todo al menudeo.

Cuando Don Severo tenía que vender sus fideos de cinta angosta, primero sacaba los gatos del canasto; los otros dormían sobre las bolsas, sin preocuparse con los clientes; había como cinco.

Autor: Luis Unzaga


El  Ultimo  Rosal

Tirado  en  la  vereda
agoniza el  último  rosal.
El viento,  como un niño
despoja de sus rosas los
pétalos que vuelan, más  allá
Más allá.
No están, también se  fueron
aquellos  que cuidaban el rosal.
Ya  poco queda de la casa y
sigue la picota,  golpeando sin cesar.
Más allá, más allá
florecerá otro rosal.

L.U. 



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