domingo, 7 de outubro de 2012

Banderas victoriosas. Por M. Teresa García Banús





2ª parte de la autobiografía de Maria Teresa García Banús  
      
Una vida bien vivida 
Dedicatoria 

Ha pasado ya tanto tiempo desde aquellos años, tan tristes y desesperados, en que te debatías con el destino doloroso de tu hijo; días sin descanso físico ni moral, en los que te veía consumirte y me sentía impotente para poder prestarte ayuda. 
Todas las noches te llamaba por teléfono, con el único fin de distraerte con mi charla, contándote mil historias de mi vida para hacerte olvidar momentáneamente tu drama. 
Tú me instabas siempre para que escribiera todo aquello, pero yo no lo hice nunca y, como te lo prometí, lo hago ahora ya medio ciega y con "los pies en el estribo". 
Estos recuerdos son todos vividos o sentidos; mi vida no ha sido realmente trágica. Ha estado llena de las actividades más diversas, de trabajos de toda clase, de situaciones buenas y malas, de momentos difíciles que parecían no tener solución; apasionante exultantes, de pobreza a veces y también de persecución y cárcel. Una vida un poco fuera de lo corriente, pero llena de todos los sentimientos que puede experimentar un ser humano. Hermosa pues, hasta el punto de que la volvería a vivir sin cambiar nada. 

Hoy, ya en la senectud, cuando el porvenir se queda reducido a lo más mínimo y el presente apenas se vive a causa del desgaste normal del cuerpo y de la mente, el pasado adquiere toda la preponderancia y yo, como todos los viejos, me recreo en él. De ese pasado nacen estos cuentos, hechos reales que se recuerdan ahora placidamente, sin los sentimientos alegres, tristes o agobiantes que los acompañaban entonces.
M.T.G.B.

Volverán banderas victoriosas
Introducción

Para aclarar el texto es necesario recordar que en el momento de los hechos referidos en el cuento estábamos tres compañeras en la cárcel de Barcelona como consecuencia de la persecución estaliniana de los comunistas, persecución feroz, que llegó al asesinato de Andreu Nin y de otros compañeros. Nuestra situación en la cárcel en el momento del derrumbamiento de Barcelona era pues muy peligrosa. Tres presas en medio de una multitud de presas fascistas y de elementos oficiales del orden dominados por los comunistas. Nuestra salida de la cárcel estaba pues condicionada si no salíamos antes de la llegada de las tropas franquistas, a lo que las presas fascistas mayoritarias y dueñas de la cárcel, hubieran podido hacer de nosotras, y gracias a la intervención de la CNT pudimos salir antes de la llegada de los fascistas lo que nos salvó la vida.


      ¡Están aquí!

Aquél 25 de enero de 1939, cuando empezaba a amanecer, atronadores disparos de cañón detrás del Tibidabo, despertaron a todo el personal carcelario aterrorizado. Ya están aquí. Fue el grito unánime de las fascistas enardecidas y de las "rojas" angustiadas. 
    
Que aquello se acercaba, hacía días que lo presentíamos. La noche anterior las guardianas nos habían contado que Companys, en un llamamiento a todos los catalanes, había afirmado que Cataluña se defendería hasta el último hombre y Barcelona casa a casa. No nos impresionó mucho aquél discurso, porque sonaba a falso y, aún más, cuando supimos que lo había lanzado desde Figueras. También sabíamos que no se levantaban trincheras ni ningún otro medio de defensa y, por otra parte, tampoco dónde estaban los combatientes. Tras las rejas de la cárcel, veíamos la Diagonal ya urbanizada y hasta con faroles, desierta de edificios. Es cierto que la tarde anterior habíamos visto desfilar soldados, muchos, pero soldados cansinos, mal pergeñados, que arrastraban los pies y que más daban bien la impresión de buscar un sitio dónde tumbarse para dormir un sueño infinito y no de futuros héroes salvadores, lanzando metralla desde una trinchera; lo más probable es que, sacando fuerzas de flaqueza, siguieran andando hasta la frontera. También sabíamos que se había iniciado un éxodo de la población y que miles de personas abandonaban la ciudad. 

 Al oír los cañonazos matinales las fascistas, seguras de su triunfo, rompieron los candados, cerrojos y dueñas de la situación circulaban libremente por todo el caserón ante la mirada cómplices y pasiva de las guardianas, personal que es siempre el mejor barómetro en las cárceles cuando hay una contienda política, y se va con el que considera vencedor.

En aquél momento las "rojas" militantes éramos solamente tres: Natalia, Carmen y  yo. Estaba también la "rojísima" Dinamita, mechera de profesión y algunas presas comunes,  entre las cuales una joven que había herido o matado a su amante, un guardia de asalto.  Así pues, nuestra situación era inquietante; el POUM estaba fuera de la ley, con sus militantes más destacados en la cárcel y muchos otros perseguidos o escondidos. Poco nos podrían ayudar. 

En el curso de aquella mañana se presentó en la prisión una delegación de la CNT-FAl con una orden para que fueran puestas en libertad inmediatamente todas las presas con carnet de la CNT.
La subdirectora, amiga nuestra (1), les preguntó qué hacía con las presas del POUM: podía ponerlas en libertad si compañeras de la CNT las avalaban como antifascistas, lo cual hicieron encantadas Dinamita, mechera profesional, y la joven  amante de un guardia de asalto al que había asesinado. ¡Ironías del destino! 

La noticia circuló por toda la cárcel con una rapidez vertiginosa y más de 60 fascistas sacaron de sus corpiños carnés de la CNT. Fascistas bien precavidas, mucho más que nosotras, a las que jamás se nos hubiera ocurrido ante una posibilidad futura, tener un carnet de la Falange.  Era casi de noche cuando las "rojas" salimos en libertad. A Natalia le esperaba una hermana y a Carmen su hijo con su compañera y también "S", su ex marido, casado de nuevo, pero conservando siempre su amistad, quería llevarse a Carmen a su casa. A mí no me esperaba nadie, pero también cordialmente me ofreció asilo. 

Una vez en la casa, nos planteamos la cuestión de que era preciso salir de Barcelona, pero no sabíamos cómo. Un camarada nos indicó que nos pondría en contacto con un compañero que había logrado un puesto de chofer en uno de los camiones que tenían que evacuar a las mujeres y niños de guardias de asalto; antes de las cuatro de la mañana. Los encontramos con él, quien nos hizo subir al camión, recomendándonos parquedad en las palabras y no entablar discusión con las futuras ocupantes del camión. Arrebujados en las mantas, hacía frío y el camión era descubierto, íbamos Carmen, su hijo con su compañera y yo. Pasó un tiempo interminable sin que apareciese nadie. Comenzaba a clarear cuando empezaron a subir al camión, mujeres con chiquillos y toda clase de bultos insólitos, dadas las circunstancias: subían y bajaban para buscar algo o a alguien y ¡qué cosas cargaban! 

No se me olvidará nunca una pequeña lamparita de mesilla de noche, con una pantalla de seda rosa, que su dueña no sabía dónde colocar. Ya era casi de día cuando el camión se puso en marcha. Permanecíamos silenciosos, con la mirada dirigida hacia la carretera que bordea el mar, como una especie de meca de salvación. 

Pero no llegamos nunca; antes tropezamos con el cuartel "Carlos Marx", ocupado por los comunistas que colocados en fila, cerraban el paso con las ametralladoras dispuestas a disparar, instándonos a que abandonásemos inmediatamente el camión, que era, según decían, material de guerra, pero que lo querían para poder huir ellos. Las mujeres, con los chiquillos en alto, daban gritos pidiendo compasión, pero las ametralladoras siguieron apuntando, prontas a disparar. Bajamos precipitadamente y allí se quedaron en la acera las mujeres llorando, con sus chiquillos y sus bultos y seguramente también la lamparita, mientras nuestro pequeño grupo desaparecía rápidamente, porque sabíamos lo que no podía ocurrir si averiguaban nuestra identidad.

Sigue la odisea

Me despedí de Carmen y los suyos, pues había decidido ir a la Plaza de Trilla, donde había vivido unos meses con Juan, piso ocupado posteriormente por una pareja amiga de Madrid. La mujer me recibió llorando porque su compañero se había marchado ya a Francia con otra. Sin darme por vencida y después de descansar un poco, me dirigí a casa de la familia de Natalia, pues era posible que hubiera encontrado algún medio para salir de Barcelona. Nuevo fracaso; Natalia había partido no hacía una hora con un cuñado que había venido a buscarla. Sin desanimarme demasiado y como no estaba muy lejos, me fui a casa de Nin, donde la portera me comunicó que Oiga y las niñas habían partido la noche antes con un compañero. 

Casi sin fuerzas y con el ansia de encontrar una solución, fui de nuevo a casa de “S”, de donde había salido de madrugada.  Allí se seguía discutiendo sobre lo que había que hacer. Carmen, que también había vuelto a la casa, estaba decidida a ir de nuevo a su piso en Gracia. Su hijo y compañera creían haber encontrado un buen refugio para ocultarse, pero todos coincidían en que yo tenía que marcharme. Providencialmente, como si el destino me quisiera ayudar, se presentó en la casa el camarada Rodes, jefe de las milicias del POUM en el frente de guerra, reincorporado después en el ejército regular con el mismo mando, pero que había sido detenido últimamente y se acababa de escapar. Con su optimismo de siempre, afirmaba que los fascistas aún tardarían un día o dos en entrar en Barcelona. Él pensaba partir aquella tarde y propuso llevarme con él; yo le dije que no podría andar mucho: pero no le dio importancia porque, dada su  naturaleza emprendedora y audaz, ya encontraríamos un burro, un carro o un coche. Yo debería irme inmediatamente a casa a hacer un paquete con lo indispensable, nada pesado, y acudir a las cuatro de la tarde a casa de unos compañeros que vivían en el paseo de San Joan.

    Ciudad fantasmal

De regreso a casa, con aquella maravillosa perspectiva, no hacía más que repetir: "a las cuatro de la tarde, en el paseo de San Joan". 

De repente me volvió a la realidad el silencio inconcebible de una ciudad como Barcelona, que además parecía estar envuelta en una especie de neblina sonrosada, que le daba el aspecto de un espejismo: sin el cañoneo matutino que había cesado, ningún ruido perturbaba la ciudad desierta, muerta, sin circulación; de vez en cuando, a toda velocidad, un coche en dirección al norte o algún peatón al parecer sin rumbo. Una mujer casi doblada con el peso de un enorme bulto sobre los hombros; un hombre de mirada inquieta con un cajón lleno de barras de jabón; unos niños arrastrando un pesado saco: eran las únicas señales de vida de aquella ciudad. Sin embargo, no me pregunté lo que todo aquello podía significar.
(2) 

Igualmente estaban desiertos, con una soledad impresionante, todos los locales de las organizaciones y partidos políticos, tantos y tan llenos no hacía tanto tiempo. El único testimonio de su pasado eran grandes montones de papeles y fotografías medio calcinados; algunas hogueras todavía ardían y, entre pequeñas columnas de humo, podían verse medio quemados y retorcidos, retratos de revolucionarios. Yo seguía mi camino registrando todo aquello visualmente, pero sin hacerme ninguna interrogación mental. Así llegué a la calle Mayor de Gracia, estrecha y empinada y, de nuevo, volví a repetir maquinalmente: "a las cuatro de la tarde, en el paseo de San Joan". 

Un gran estrépito de ruedas me sorprendió: tres enormes camiones descubiertos bajaban a toda velocidad y, sobre cada uno de ellos, un hombre enloquecido al volante. En cada uno de los camiones, un cañón y otros hombres descamisados, lívidos, algunos con vendas sanguinolentas en la cabeza, y otros tumbados o muertos. Tampoco me interrogué sobre lo que estaba viendo. El horror de la visión me impedía pensar y hoy día, cuando pienso en aquél momento, veo siempre el cuadro de Goya de Los fusilamientos del tres de mayo: las mismas caras de horror, lívidas. 

 Seguí y, al llegar al metro Fontana, en un lugar donde la calle tuerce y no se ve la recta final, unas mujeres corriendo y gritando se metieron en el metro, tampoco me  interrogué sobre lo que veía y seguí subiendo. Fue entonces, donde la calle ya no se tuerce hasta el Tibídabo, cuando apareció una columna de tanques fascistas que descendía majestuosamente con el portaestandarte en pie, ondeando el aire bien desplegada bandera nacional.
Pegada a la pared, en una calle desierta, los vi descender lentamente. A su paso se abrían ventanas y balcones, con gente que aplaudían y cantaban ondeando igualmente pequeñas banderas. Ya no había por qué interrogarse: aprovechando un claro entre los tanques crucé la calle y llegué a la Plaza de Trilla.


     Demasiado tarde

Sin hacer caso a los llantos de desesperación de la amiga ocupante del piso, hice un hatillo y, por las callejuelas de detrás de la plaza, llegué al Paseo de San Juan. Demasiado tarde, aunque no debían ser más que las tres. Rodes y otros camaradas habían partido ya. 

En aquella casa obrera reinaba el terror y el desconcierto. Se quemaban papeles en el hogar y los hombres hacían paquetes, dispuestos a partir  o a esconderse. Las mujeres, asustadas, veían ya a los fascistas que entraban por las puertas: “Vete María Teresa, vete, no puedes quedarte aquí”, y una de aquellas camaradas, mientras me llevaba a la puerta, puso un billete en la mano, pensando ayudarme de alguna manera (3). ¿Dónde ir? 

Y en la calle, con mi hatillo, sentí que era imposible estar sola. Tenía que compartir aquella tragedia con alguien. Decidí volver a casa de “S”, de donde había partido poco antes de la madrugada. Tenía necesariamente que atravesar el Paseo de Gracia, que ofrecía un espectáculo indescriptible: tanques y tanques y más tanques, con las banderas desplegadas, rodeados por una multitud delirante que cantaba y gritaban con los brazos en alto, pero que los doblaba con rapidez, como mendigos, para recoger las latas de conserva, chorizos, pan o jabón con los que los vencedores pagaban su entusiasmo. Entre el estrépito de bandas de música se oían también las salvas de los cañones en el puerto, celebrando la victoria. 

Cuando me encontré al otro lado, ya en el ensanche, me di cuenta que tenía la cara cubierta de lágrimas y así llegué a aquella casa acogedora. La radio marchaba resonando triunfos y discursos altisonantes. Nadie hablaba porque queríamos conservar la serenidad. 

Había que enfrentase con la situación. Carmen estaba dispuesta a volver a su casa en Gracia al día siguiente. "No puedes quedarte en la Plaza de Trilla, María Teresa, vente a casa", me dijo. Confortada por esa prueba de solidaridad, aún recibí otro ofrecimiento, insólito, y no esperado, pero que era la expresión de la mejor buena voluntad para ayudarme, ofreciéndome un refugio seguro: podía ocuparme de la recepción, administración o algo por el estilo en una casa de citas, especializada en menores, de esas funcionan siempre, sea cual sea el régimen político imperante, ya que sus clientes no van a ellas por las ideas. Efectivamente, era un buen refugio, pero algo también que no podía aceptar.

Anochecía ya cuando emprendí el regreso por segunda vez hacia la Plaza de Trilla, hacia las callejuelas de la izquierda. Llena de curiosidad, seguí a la gente y aquello valía la pena: en pocas horas se había instalado un verdadero "zoco moro", con sus tenderetes de todas clases, los burros, pequeñas tiendas de campaña: no faltaba nada. Por un duro se podía comprar todo aquello que los barceloneses no habían visto desde hacía muchos meses. Para los vencedores fue un gran negocio, porque en dos días los fascistas se apoderaron de la plata que entonces tenían los duros, escondidos por la población durante la guerra. Cuando se acabaron los duros, continuó el negocio con las pesetas, que también entonces tenían plata. Aquél zoco desapareció cuando la gente se quedó sin monedas con qué traficar. 

Al llegar a la Plaza de Trilla,  Montserrat, la portera, uno de mis "ángeles custodios" durante malas épocas de mi existencia, me hizo compartir la cena con su familia, pero me advirtió seriamente que tenía que irme de la casa porque había vecinos que me habían visto y podían denunciarme. Estaba tan cansada que no pude decidir nada. 

Me acosté inmediatamente, sin hacer caso de la amiga que habitaba en el piso que tenía por su seguridad si yo estaba en la casa, y caí en un sueño profundo, sin pensar ni en los fascistas ni en el triunfo. Creo que  no había dormido mejor desde mucho tiempo. Bien es verdad que aquél 26 de enero de 1939, desde antes de las cuatro de la madrugada, había pasado quizás, por las emociones más diversas, más emocionantes y más dolorosas de mi vida.

Los días que siguieron fueron alucinantes. Creo que todavía dormí una noche más en la Plaza de Trilla, pero al fin hice unas maletas que dejé en la portería y me fui a casa de Carmen. Sabía muy bien que aquél refugio era transitorio y, a la larga, igualmente peligroso como así fue. Carmen y su hija fueron detenidas un mes o dos después. 

Por otra parte, la situación económica no era buena y yo no podía contribuir con nada. Aparentemente la ciudad volvía a tener un aspecto normal. Se había restablecido el metro, circulaban coches, en su mayoría oficiales, y las gentes llenaban las calles pero se respiraba una atmósfera de tensión y de inquietud oculta, que no lograban disipar multitud de manifestaciones triunfalistas, los cantos de "Cara al sol”, ni la arrogancia de los vencedores. Porque se sabía que había multitud de detenciones, de juicios sumarísimos y de fusilamientos. Una gran parte de la población vivía aterrorizada. 

Yo pasaba la mayor parte del día en la calle; con la ansiedad que me invadía de ponerme en contacto con algún amigo o camarada, fui de nuevo a casa de Nin. La calle estaba llena de coches oficiales y el gran portal invadido por altos mandos franquistas. A pesar de todo entré, pero la portera, muy inquieta al verme, me instó para que me fuera inmediatamente y no volviera más por allí; sabían que su marido era de la CNT y yo podía comprometerla. En aquél momento estaban incautándose del piso de Nin y del de Gironella, que vivía en la misma casa. Había perdido el último contacto posible. 

 No me quedaba más recurso para llenar los días, que sentarme en un banco y dejar que pasasen las horas, banco que servía de descanso para el cuerpo y para la mente, pero que, a la vez, dejaba correr la imaginación. En aquellos bancos nadie se atrevía a entablar esas típicas y amenas conversaciones que constituyen su encanto, porque había que ser precavido y no hablar de nada de lo que estaba ocurriendo. Todo el mundo desconfiaba. Sola en mi banco, en un divagar sin fin de la imaginación, vi de repente que me rodeaba un alto muro blanco por todos los lados, que me aprisionaba sin escape posible.

Comprendí que si no podía traspasarlo, perdería todo lo que había sido mi existencia hasta ahora, todo por lo que había luchado, por lo que había vivido, bueno o malo; la imagen de Juan igualmente, todo desaparecía detrás. Con angustia sentía que yo ya no era nadie, que mi cuerpo y me mente estaban vacíos de contenido y que ya no era posible esperar nada. Si en aquellos momentos hubiera venido el verdugo y me hubiera obligado a seguirlo, no habría vacilado ni un momento, porque al fin habría encontrado la solución. 

Pero el azar, la suerte, o la casualidad intervienen a veces en nuestras vidas sin saber por qué y sin que por otra parte, hayamos hecho el más mínimo esfuerzo para cambiar la situación. Inesperadamente, en aquél enorme muro onírico, se abrió una pequeña grieta por donde pude deslizarme y pasar al otro lado. 

     Y este cuento se ha acabado.

(1)     La directora de la cárcel, que era del P0UM, nombrada para ese cargo por Nin cuando era ministro de justicia, se encontraba en aquellos momentos detenida en la Dirección General de Seguridad. 

(2) Los almacenes de víveres del ejército fueron asaltados en los últimos momentos por la población hambrienta: incluso se dijo después que una mujer se había ahogado en una tinaja de aceite. 

(3) Era un billete de 25 pesetas, pero no válido. Durante los últimos meses había circulado el rumor de que los fascistas, cuando entrasen en Barcelona, no reconocerían determinada serie de billetes de bancos. Una amiga mía tenía otro billete de 50 que ya le había dado a guardar, pero ninguna de ellos valió, porque eran de la seria azulada. Me quedé sin un céntimo. 

 
Siguen las memorias:

En aquella casa podía disfrutar de todo: cariño, solidaridad, comprensión, alimento...de todo menos de la tranquilidad de mi mente que no me dejaba descansar pensando en la realidad de lo ocurrido. Todo perdido, absolutamente todo: perdida la guerra, perdida la lucha política, perdido el hogar y todo cuanto había sido mi vida. Desaparecido en la nada el compañero de mi existencia.

Tierra de nadie

El período que sigue a la ocupación de Barcelona y el avance de las tropas franquistas hasta la frontera, con lo cual se consolida la derrota aunque no el fin de la guerra puesto que Madrid va a resistir todavía algún tiempo más, es para mí un período de no existencia. De no existencia hasta el punto que al sentir mi desaliento, venía a mi mente el célebre verso "vivo sin vivir en mí".

Abandoné la casa donde había residido en los pocos meses de libertad (era el piso de mi hermano mayor, que había partido para Colombia), a instancias de la portera que temía que vinieran a detenerme de un momento a otro, y así fue: los fascistas sellaron el piso y al no encontrarme se llevaron a la portera para que declarase donde estaba escondida. Esta buena mujer, Montserrat, que sabía mi refugio, no me delató aunque le quitaron a una niñita de dos años y la amenazaron con todos los males posibles. En mi vida he encontrado seres de una tal humanidad que sin obligaciones de ninguna clase son incapaces de causar mal a otro; Montserrat supo aún darme pruebas de su sentido humano. 

Sin saber donde ir, me refugié en casa de Carmen, compañera del partido, con la que había compartido la prisión en los últimos meses de nuestra lucha. Pero no era un refugio muy seguro puesto que la policía podía buscarla, como así fue algún tiempo después. Además, la situación económica no era muy buena y la mía era nula y en nada podía ayudar. Aunque parezca extraño, tengo que decir que casi estoy segura de algo desconocido, de un sino o de un destino que sin saber por qué se manifiesta en un momento dado. Yo me pasaba la mayor parte del día en la calle sentada en un banco. Había estado en mis búsquedas de relaciones que pudieran prestarme alguna ayuda, en la casa donde había vivido Nin, cuya portera le quería y además conocía a todos aquellos con los que se trataba. Y en mi desamparo, acudí a esa portería a ver si había visto a algún compañero. 

La última vez que pasé, la calle, el portal y los pisos de la casa estaban llenas de oficiales franquistas y de policías, que registraban el piso de Nin y el de Gironella que vivía en la misma casa. Viendo uno de los pisos se podía comprobar la sencillez y  la honradez de vida de un revolucionario, el otro podía servirles de demostración de la mentalidad de los rojos, ladrones incautándose de muebles, lámparas y todo aquello que de valor puede haber en la casa de un gran capitoste nacional; era la demostración de lo que ellos pensaban que eran los rojos. 

Nada más verme, la portera me dijo que me fuera y que no volviera más por allí porque corría peligro también su marido que era de la CNT-FAI. Para mí significaba la pérdida de posibles contactos. Pero mi buen hado, o destino, me ayudó una vez más. De regreso a casa de Carmen, al anochecer, oí que me llamaban y una mujer se lanzó a mis brazos. Era la portera de Nin, en medio de explosiones de alegría, me contó que una compañera había estado en su casa, que sabía que yo estaba en Barcelona y para encontrarnos en el caso de que ella me viera, iría todos los domingos por la tarde, a las 4, a la portería, Creo que el domingo era el día siguiente y allí encontré a Luisa Carbonell, que ofreció ocultarme asegurándome que en su casa no corría ningún riesgo, como así fue. Hay pues que creer en el destino porque un minuto más o un minuto menos hubieran bastado para que yo no encontrase en la calle aquel hilo salvador.


Empezó una nueva etapa, una de las más crueles de mi existencia. En aquella casa podía disfrutar de todo: cariño, solidaridad, comprensión, alimento...de todo menos de la tranquilidad de mi mente que no me dejaba descansar pensando en la realidad de lo ocurrido. Todo perdido, absolutamente todo: perdida la guerra, perdida la lucha política, perdido el hogar y todo cuanto había sido mi vida. Desaparecido en la nada el compañero de mi existencia. Era yo como un epave carcomido flotando en un mar tempestuoso. Las noticias de lo que sucedía con la ocupación franquista, detenciones y persecuciones de todo género, alimentaban mi estado mental; Luisa y los suyos, aquellos chicos encantadores que con unas tijeras, trozos de papel y lápices de colores, inventaban los juegos más fantásticos, no podían comprender aquel estado mío de apatía cuando me habían visto siempre desbordante de actividad. Pero, como siempre en mi vida, aquella situación desapareció. Bastó para que a finales de abril, según creo, se restableciesen las comunicaciones postales y aquel mismo día, Juan me dirigió una  carta a nuestro antiguo domicilio de Barcelona y yo le escribiese una postal preguntando por él a la única dirección que tenía de París, que más bien parecía la de un organismo sindical o de partido pero que utilicé a todo azar por que no tenía otra. La buena de Montserrat me trajo la carta a mi escondite y el hecho inesperado en un local obrero de una postal llegada de España, que causó sensación, hizo que mis noticias llegaran a manos de Juan. 

A partir de entonces, la correspondencia entre nosotros, aunque no muy seguida, fue lo bastante para exponer más o menos nuestros planes, y desde ese momento también, yo comencé a buscar las posibilidades y los medios de pasar a Francia. Indagando y buscando relaciones con gentes que, de una manera u otra, habían pasado la frontera. La mayor parte eran mujeres que no habían podido adaptarse a la vida precaria y difícil del exilio pero cuyas informaciones me servían para el proyecto de partida.
Luisa tenia muchas relaciones y entre ellas llegó un día la mujer de un compañero, escritor, íntimo amigo de Nin y editor de obras suyas, que estaba en un campo de concentración francés. Ella, maestra de escuela se había quedado en Barcelona con los seis hijos del matrimonio. Destituida de su cargo inmediatamente, sin medios para vivir, tenía que pasar a Francia con los niños para reunirse la familia. Decidimos indagar y organizar nuestra partida para pasar juntas la frontera. El medio más fácil era el llegar a Puigcerdá y desde allí pasar con algún guía a La Tour de Caro bien al enclave de Llivia, pueblo mitad España mitad Francia atravesando una calle. Todo lo estudiamos detenidamente y lo primero que había que hacer era resolver el modo de llegar a Puigcerdá que era zona de guerra y para lo cual se necesitaba un permiso especial de la comandancia militar instalada en Ripoll. 

Yo conseguí, no sé cómo, declarando que tenía que ir a buscar a un hijo en una masía de La Seu de Urgell, para lo cual tenía que ir en tren por Puigcerdá, el pase. Ella hizo que un médico visitase a los niños y le diera un papel diciendo que necesitaban alimentos y aire sano, recomendando su traslado a Llivia, donde ella declaró tener familiares. Pero había que pensar también en el dinero: yo no tenía una gorda y Luisa no podía desprenderse de una suma importante. Supe que un antiguo discípulo de mi hermano, catedrático en la Universidad de Barcelona y amigo mío porque fuimos en el mismo barco a los Estados Unidos, estaba en Barcelona. Le escribí una carta que Luisa se encargó de entregarle, e inmediatamente le dio 300 pesetas, cantidad que ahora puede parecer ridícula pero que entonces era el sueldo de un catedrático de instituto. Mi amiga vendió todo lo vendible para reunir el dinero del viaje y posiblemente de sus primeros días en Francia.

Partimos alegremente de Barcelona; debió ser el 9 de julio, despedidos por todos los amigos y sobre todo por Luisa y todos los suyos, que tanto habían hecho por mí. Yo no llevaba equipaje, sólo un pequeño bolso de mano con unas mudas y ropa indispensable; ella una maleta con las cosas de los chicos. Llegamos a Ripoll y las cosas se complicaron: la comandancia militar no dejaba pasar a nadie sin un sello especial. Decidimos obrar independientemente: ella con sus certificados médicos y sus seis críos logró fácilmente el sello que le permitía seguir el viaje hasta Puigcerdá; a  mí me lo negaron, me proponían volver a Barcelona y coger otro camino que me llevaría igualmente a La Seu de Urgell donde yo pretendía ir a buscar a un hijo. La desesperación interior es madre de las mayores audacias. 
    [...]
El 11 de julio de 1939 pude abrazar a Andrade después de meses de habernos visto sólo entre rejas y otros muchos en que ni siquiera tuvimos esa suerte, puesto que estaba cada uno en una cárcel, pasando por un período, no muy largo, es cierto, en que ni siquiera sabíamos si estábamos muertos o vivos. 

El 14 de julio, día memorable en Francia, llegamos a Paris multitud de exiliados, sin papeles, pero con nuevas ilusiones. Teníamos la suerte de disfrutar de un pequeño pisito que nos había ofrecido un joven militante de la organización de Marceau Pivert, refugio que ofrecía muchas garantías de seguridad. En una vieja calle del casco antiguo que se encontraba en proyecto de reconstrucción, estaba la casa, que pertenecía al ayuntamiento de Paris y que, como otras, iba a ser demolida. Pero mientras llegaba ese momento, el ayuntamiento, que había despedido a todos los inquilinos, dejaba que continuasen algunos que no habían encontrado acomodo a su gusto. La portera era en realidad la dueña de aquel inmueble vacío; tía o pariente del joven que le había ofrecido el albergue a Juan, puso a nuestra disposición el piso desocupado en el mismo rellano del primer piso, donde ella habitaba. Aquella madame fue uno de nuestros ángeles custodios; en realidad era la casa de la solidaridad: tía, sobrino y hasta el gato acudían en ayuda de todo aquel que lo necesitaba.
El Mike, era un gatazo enorme como tienen fama de ser los gatos de todas las porteras de Paris, llegaba casi todos los días seguido de un gato hambriento que había encontrado por las calles; el comensal era muy bien recibido, recibía su pitanza pero cuando ya empezaba a relamerse y buscar un sitio blando donde dormir, el Mike le hacía ver muy claro que tenía que marcharse pues sólo había sido una invitación. Sólo una vez cambió el Mike su conducta de solidaridad: un día llegó con un gatito chiquitín, hambriento, que no tendría más de dos meses. Recibido como todos sus invitados el festín, pero esta vez el Mike le dejó que durmiese en un blando almohadón y el gatito se quedó para siempre en la casa. 

En esta casa de solidaridad nos sentíamos felices y dispuestos a emprender nuevas actividades; pero el 1 de septiembre oímos por la radio, a las 7 de la mañana, que se había declarado la movilización general por el conflicto de Dantzing y era el comienzo de una nueva guerra y para nosotros no cabía duda que el comienzo de nuevas situaciones más o menos trágicas. Imposible quedarse en Paris sin papeles, a pesar de la protección de nuestros huéspedes. Supimos que en Chartres el prefecto Jean Moulins daba papeles a todos los españoles que iban a la ciudad, y allí nos fuimos inmediatamente y conseguimos un "laissez passer", papel que había que renovar todos los meses pero que nos daba una situación legal. Si el prefecto Jean Moulins, "jefe" más tarde de la resistencia gaullista asesinado por los alemanes, protegía a los rojos españoles, la ciudad era lo más antirojo y reaccionario que pueda imaginarse: enormes dificultades para encontrar una habitación donde dormir, complicado todo ello con una serie de contrariedades debidas al ambiente de la ciudad. Todo el que no era de Chartres era un extranjero aunque hubiera nacido en París. 

Habiendo logrado una pequeña habitación donde podíamos estar tranquilos, inmediatamente se me ocurrió un medio para ganar algún dinero: Juan tenía pocas posibilidades o ninguna de hacer algo, intentó escribir algún artículo para Inglaterra pero creo que nunca llegó a cobrar nada; a mí se me ocurrió pedir a todos nuestros amigos franceses que me enviasen todos los retales de cualquier género que tuviesen por los cajones, y con ellos (recibí cantidades) me puse a fabricar muñecas de trapo de tipos españoles de unos 25 centímetros de altura, y pronto reuní toda una colección: parejas gallegas, vascas, catalanas, baturras, valencianas, madrileñas, andaluzas, toreros, bailarinas de traje de cola... en suma, una colección fantástica que envíe a New York a mi amiga Amelia del Río, profesora de universidad, que las vendió inmediatamente recibiendo su importe en dólares, lo que era una salvación. El problema económico iba a resolverse pero el avance de las tropas alemanas nos obligó a abandonar Chartres en un éxodo hasta Burdeos, en tierra de nadie y se terminó el negocio de las muñecas y una etapa diferente del "yo y mis circunstancias". 
La ocupación alemana y el gobierno de Petain, que determinó la división de Francia en zona ocupada y zona no ocupada, determinaron también nuestra instalación en Toulouse, después de una pequeña estancia en Burdeos, donde habíamos acudido en masa miles de españoles Con la idea, sin pies ni cabeza, de encontrar un barco para irnos a América sin dinero y sin papeles. 

 En Toulouse, donde se habían refugiado también centenares de españoles huyendo de los alemanes, se inició un período de la caza al hombre: todos los días habían redadas para detener a los indocumentados que, sin embargo, sabían defenderse y que avisaban que iba haber redada por tal calle o tal sitio para que no fueses. En Toulouse supimos el asesinato de Trotsky y la gran emoción de todos aquellos españoles que se comunicaban unos a otros:  Han matado a Trotsky. 
Nosotros pudimos alojarnos aunque durmiendo en tierra, en casa de unos compañeros, y yo logré nuevamente poder sacar algunos francos cosiendo para gente que había tenido la suerte de procurarse papeles para irse a América.  Hice vestidos, blusas y no sé cuantas cosas más y también tuve ocasión de dar algunas lecciones, pero todo se terminó en un mal día en el que fuimos a la policía porque habíamos iniciado los trámites para que nos dieran algún papel de identidad y un policía que odiaba a los españoles nos cogió allí mismo y nos llevó a un presunto refugio de extranjeros que en realidad era un campo de detenidos más o menos disimulado. Se vivía en barracones, en dormitorios comunes sin distinción de sexos, con lavabos igualmente comunes y sin puertas, y con retretes a unos 200 metros; la comida era un rancho que se hervía dos veces al día y podías pedir autorización por unas horas para ir a Toulouse. Como nuestras casas estaban en una esquina, logré con unas mantas y cuerdas hacer un simulacro de habitación independiente, incluso llevé cacharros para lavarme y hasta un infernillo. No era un “hogar” pero tampoco era la promiscuidad. 

 Autora: María Teresa García Banús







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