segunda-feira, 15 de outubro de 2012

Los dos Ignacios, Luciano y el Mandinga.




Luciano entró al hospital no por voluntad propia, sino por acaso, o por azar. Un accidente, nada más. Medio adormecido por el dolor, después de tres horas de esperar al socorro médico, o porque ya se había resignado a su suerte, no le prestó demasiada atención al enorme Parque de “A Casa Modernista” cuando la ambulancia hizo la curva, pero sí miró el cartel con el nombre del hospital -Santa Cruz- y enseguida se puso a pensar en un cuento.

Se acordó de Ignacio de Loyola descubriendo el método de los ejercicios espirituales que lo hicieron sospechoso de heterodoxia ante los ojos de la iglesia; igual que a los seguidores de Erasmo,  lo procesaron en Castilla, y se le prohibió la predicación en 1524; tuvo que interrumpir sus estudios. Pero no renunció a su misión.

Y se acordó Luciano que, justamente en la película "La Misión" se pinta la traición y el aplastamiento de los jesuitas por parte de los portugueses, con el pleno consentimiento de España, que quería dejar libres a los traficantes de esclavos para que siguiesen cazando y capturando indios guaraníes de las misiones sin que la Compañía de Jesús los molestase.

La Compañía, recuerda Luciano, había sido fundada por Ignacio de Loyola después de pasar un largo tiempo internado en un hospital de campaña, luego de resultar gravemente herido en la defensa de la ciudad de Pamplona contra los franceses en 1521.

Luciano pensó –en los pocos minutos en que lo sacaban de la ambulancia y pasaba por los enfermeros y médicos de guardia y otra vez leía el nombre del hospital, Santa Cruz-  que a veces un hecho simple del azar puede cambiar por completo la orientación de una vida; la lectura de libros piadosos durante la convalecencia de Ignacio de Loyola lo decidió a consagrarse a las misiones de ayuda a los pueblos más apartados de la vieja Europa.

Los bandeirantes paulistas y los lusitanos destruyeron una civilización comunitaria avanzada en las Misiones, y empezaron el aniquilamiento de un pueblo que hoy se confunde en las favelas de São Paulo y en las barriadas pobres de Curitiba y Asunción. Y los jesuítas, con su jefe, llamado El Papa Negro, por sus hábitos oscuros, fueron cien veces perseguidos por su influencia “nefasta” a favor de los indios y en contra de los esclavizadores colonialistas. Pero insistieron y persistieron.

Se acordó Luciano de Ignacio de Loyola y su misión, y cuando la enfermera le puso la inyección con el sedativo para prepararlo para la operación, le vino a la memoria lo que le había ocurrido a otro Ignacio -su antepasado Ignacio Unzaga- mucho tiempo atrás, cuando su familia todavía no había dejado el País Vasco y no sabía lo que era la emigración y los dolores de tener que abandonar la patria. 

Luciano recostó la cabeza cansada en la almohada y cerró los ojos; pensó en el largo día, penosamente difícil que había tenido y en lo que estaba empezando a vivir. Se acordo de Ignacio Unzaga, que se quejaba de que sus hijos nunca entenderían lo complicado que era todo el proceso de la finca, los cuidados que exigía el rebaño, la compra de semillas y la siembra. En fin, Luciano estaba tan agotado que ni pensar más podía. Necesitaba dormir y la inyección con el calmante empezó a surtir efecto, ayudándolo a aplacar los dolores y a hundirse en el merecido sueño.

Pero el aliento caliente que sintió en la nuca en ese mismo instante lo hizo espeluznarse y levantar de golpe la cabeza, casi sentándose en la cama. No se asustó, pero se le pasó de golpe el sueño y el efecto de la anestesia; se fue calmando de a poco y volvió a pensar en Ignacio Unzaga: cuántos familiares y amigos habían dejado ya las tierras vascas y embarcado hacia América. Pedro y Victoriano, los hijos menores de su hermano, ya estaban en Santiago del Estero, en Argentina; y el pueblito vasco de escasos 370 habitantes seguía despoblándose, y la cabeza de los jóvenes se llenaba de ilusiones, de tener en Cuba, Uruguay o Argentina lo que sus campos, tan cerca de Bilbao, ya no les daban más.

Y otra vez sintió Luciano el calor, igual al aliento de un perro, y ahora sí, tuvo miedo. Se irguió rápido y agarró la empuñadura del revolver 32. Se apoyó contra la cabecera de la cama de hospital, y miró fijo hacia los costados, en la pared del otro lado de la pieza. Y entonces lo vio, sentado en la sillita que su hija usaba para leer a las tardecitas. Ahí estaba él, el Diablo; cara flaca, angulosa y oscura.

Alto y fuerte pero delgado, vestido de rojo y negro –como un anarquista, pensó Luciano y se imaginó el susto de su pariente Ignacio, y le volvieron por una fracción de segundo los problemas que su tío tatarabuelo vasco estaba teniendo con el grupo de peones rurales- . Y vio que, aún en la oscuridad de la habitación, en el rincón más apartado, los ojos del Mandinga brillaban rojizos, aterradores.

Sin que le saliera una palabra de la garganta, trató de levantarse rápido y salir del lugar; pero más rápido fue el Diablo, que en menos de un segundo estaba a su lado, cara a cara, mirándole fijo a los ojos, con sus dos brasas incandescentes. Y un dedo largo y de uña afilada le apuntó con sorna, y le sacó de la mano el arma, mientras le decía, con una voz bien afinada, dulce, pero cavernosa: “No hace falta que huya, Unzaga, no vine a hacerle daño, ni a asustarlo. Vine a hacerle un trato”.

“Lo mismo de siempre”, pensó Luciano. Y se acordo que algo parecido le había pasado a su antepasado Ignacio, médico jubilado que se dedicaba integralmente a las faenas del campo y a mantener su propiedad en medio de la crisis brutal que asolaba las tierras a pocos kilómetros del creciente centro industrial vasco.
“Otra vez el Malo y sus ofertas”, penso Luciano, y se lo imaginó a su pariente; un doctor educado en Barcelona, que había leído El Fausto, y sabía que estaba de moda hablar sobre la venta del alma eterna a cambio de un favor cualquiera: el amor de una mujer, el éxito en los negocios, o una carrera artística, de músico, compositor, o escritor de novelas. Ignacio Unzaga había gastado mucho la vista estudiando y sabía que el camino del éxito está lleno de trampas y atajos tentadores, pero que sin estudio y trabajo, no se sale del lugar. Ya era viejo, más de sesenta y pico de años, y el Diablo no iba a tentarlo tan fácil.

“¿Qué trato?” –dijo Luciano- “perdone, pero no estoy interesado, y no me gusta que me asusten o me amenacen. Por favor, retírese de mi habitación o llamo a los enfermeros”- se animó a desafiarlo a Satanás. Pero el Malo no se movió, ni pestañó. Lo mismo que le había pasado a su pariente lejano, Ignacio: Mandinga no había tenido ni un asomo de reacción ante la osadía del mediquito metido a campesino, ni un atisbo de ira maléfica, ni de indiferencia siquiera, nada. Pero se levantó despacio el Diablo, y se apartó de la cama de Luciano, que aprovechó para erguirse lo más rápido posible y poder mantener una distancia segura del demonio.

“Luciano, ¿me permite que lo trate por el nombre, no? Lo que yo quiero proponerle no es nada excesivamente lujurioso ni pecaminoso; sé que Ud. es un hombre recto, sin vicios ni demasiados pecados…nada más que los veniales, los más comunes, digamos”- se largó el Diablo a tratar de seducirlo al joven profesor, pacato y trabajador, que nunca se había salido demasiado de la línea.

“Lo que quiero ofrecerte, -¿me permitís que te tutee, no ché? – es la vida eterna, fijáte vos, no quiero tu alma al final, simplemente porque no habrá final. No te vas a morir nunca, jamás te voy a pedir el alma, y lógicamente, tampoco vas a arder en las llamas del infierno”- se alejó el Maligno un par de metros, como para calcular el efecto, y medir la disposición de Luciano, exactamente como le había hecho al doctor Ignacio Unzaga, más de cien años atrás, a aceptarle, o no, la propuesta loca que le empezaba a ofrecer.

“¿Y qué gana Ud. don Diablo con que yo tenga una vida eterna?…y sobre todo, ¿qué gano yo con eso?”, le fue largando de a poco Luciano al Demonio.

“Necesito un representante, un gerente general digamos; porque vos sabrás que hay diablos menores e incluso otros, grandotes, hay muchos en la Tierra”- empezó despacio, pasando un dedo largo y sucio por el bordecito de la cómoda de hospital en la que yacía Luciano, acompañado con una mirada lánguida de soslayo.
“Un responsable, eso mismo, para los grandes negocios, altas finanzas, acciones en la bolsa, negocios nuevos y prometedores”- seguía Mandinga y Luciano se callaba, tal como se había callado don Ignacio ciento diez años atrás, esperando el momento de salir corriendo por la puerta y agarrar la cruz que su novia había colgado en el vestíbulo.

Nunca le había parecido de gran utilidad el crucifijo nacarado, que le devolvía reflejos tornasolados al atardecer; pero ahora sabía que si había estado allí, atrás de la puerta de esa pieza, era para salvarlo justamente en este momento. “Hoy, ahora”, pensaba febrilmente Luciano, como antes había pensado Ignacio, y se acordaba de otro diablo, el que se le había aparecido a Victoriano detrás de los túneles del tren de Ramos Mejía; el Malo le había dicho “La eternidad es hoy, es este momento exacto, en que Yo estoy acá, ahora”, y el pariente distante de Luciano, médico sesentón, aún cansado de las faenas rurales, sacaba fuerzas de no se sabe dónde, y se estiraba en un movimiento de rayo, y llegaba hasta la puerta, y agarraba el picaporte, y aceleraba el cuerpo agotado hacia afuera de la pieza y, al mismo tiempo que cerraba la puerta con furia, agarraba el crucifijo nacarado y se lo ponía con rabia en la cara del Mandinga, que gritó desesperado, y todo este corto segundo transcurría a lo largo de lentos minutos; y el rostro enrojecido, pintado de sudor y sangre del Diablo se esfumaba en un instante y Luciano, exactamente igual a lo que había pasado su pariente don Ignacio Unzaga un siglo antes, veía los abismos del infierno hundiéndose lentamente en pocos segundos, derritiéndole el piso de madera de roble del hospital Santa Cruz, mansamente en centésimas de tiempo, engullendo las paredes y las vigas del tejado en lerdos y pesados movimientos instantáneos.

“Y yo sabía, Victoriano”, le escribía Ignacio a su sobrino meses después“- que este encuentro con el Malo iba a tener consecuencias atroces, que Mandinga no iba a perdonarme jamás el haberle rehusado su oferta”, le cuenta a Luciano el hijo de Ignacio, Pedro, que años después también emigraría a la Argentina, dejando el país vasco a finales del siglo XIX, una tierra cada vez más despoblada. Y dice que sus noches en el barco que lo trajo hasta Montevideo fueron un verdadero suplicio, soportando los llantos que venían de la bodega, y se desparramaban por la cubierta, convirtiéndose de a poco en un lastimoso canto gregoriano, monofónico, monódico, desaforado y monocorde, que sólo podía ser el comienzo de la larga venganza del Malo.

Luciano sale de a poco del delírio que le causó la anestesia y comprueba que el Mandinga ya se fue. Y piensa que la vida es difícil y llena de desafios, y que también él –como Ignacio de Loyoya y su tío tatarabuelo, Ignacio Unzaga, va a tener que armarse de mucha paciencia, y vencer el desafío de la convalescencia y el hospital, como quién vence un Mandinga nuevo cada dia.

JV. Bilbao, primavera de 1898.

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