segunda-feira, 1 de outubro de 2012

Yunka Suma, Aconquija

El Aconquija


             
Verano  de 1948 al 49 en Yunka Suma, Catamarca.
Por Luis Unzaga.

Por caminos  sinuosos, polvorientos, entre montañas  con su  olor a jarilla y a corrales de cabras,  la     mensajería  corre   y va espantando las gallinas, entre ladridos de perros  que quedan envueltos en  nubes  de tierra. 
Así,  luego de  varias horas de paisaje y traqueteo  llego al  Alamito,  final de mi boleto.  Hasta  Yunka  Suma  quedan algunos kilómetros por recorrer;  no hay trasporte;  solo hay que sentarse a esperar  que pase alguien de buena voluntad que te diga subí atrás.  Más tumbos y  tierra, pasando el río Las Chacras,  una curva  en subida, llego a destino. 
 
Veo la escuela  donde mi hermano  Daniel  era  maestro y director: blanca, sola  entre el paisaje verde; no se ven  casas  ni un humito que indique su presencia, el rumor del río cercano.  
Dos  aulas una galería, más  allá otra  habitación, techo de paja,  albergue del  señor  maestro  que sale a mi encuentro.   
Al día siguiente  luego de un prolongado  descanso,  al  abrir la ventana, pálida entra una nubecita que descendía de la  montaña y se  va por la puerta.   La montaña  se levanta a escasos metros,  la primera mirada  me muestra una vegetación exuberante, vertientes de aguas cristalinas y  frías, alfombras de berros, helechos  gigantes, flores silvestres, pájaros.   
Luego,  penetrando en la espesura, descubro  aves más grande, pavas del monte, casi al alcance de mi mano, duraznos que al morderlos chorreaban su dulzor; duraznos de durazneros  que las vacas  sembraban  mientras rumiaban su lento pastar.  

En otra expedición, no lejos  llego a una garganta  profunda en la montaña, donde se juntan las aguas  del río del Campo, del Charquiadero, del  Pisavil  y las aguas del río Las Chacras, el más cercano a la escuela. 
Cruzando la  garganta, un puente colgante, por donde el   Salgari   faldeño  pasaba con el rifle en bandolera, abajo, a varios metros las fauces turbulentas del río.  En verano las crecidas son  frecuentes y los  ríos  imposibles de  sortear, razón por la cual la maestra que vivía en la otra banda no pudo  llegar a dictar su clase.  Los niños que llegaron por distintas  sendas,  en burros, a caballo -en sus rostros la herencia milenaria de incas, de hijos del sol- estaban sin maestra.  El señor Director viendo el ocio de los niños y el mío,  me  pide que me haga cargo de la clase con las previas indicaciones del  caso. De esa manera me convierto  en maestro suplente por un día; apenas tenía catorce años, casi igual a mis alumnos.  
No puedo decir si me respetaron o no, pero  sí que actuaron bien, con una tímida sonrisita y en silencio. Así comprobé con mi nula experiencia que uno que leía sin  error,  distraía la vista del libro: se lo había aprendido de memoria;  vi que yo era igual a ellos, con unos centímetros de diferencia. 

Días después se unió al  pequeño grupo mi hermana  Berta; su esposo  Ramón quedó acampando con un grupo de otra  escuela ciudadana, cerca del río  Charquiadero. Posiblemente por razones de abastecimiento de huevos o verdura, cruzamos con mi hermana el río, saltando de piedra en piedra; yo adelante, tendiéndole la mano para que pudiera saltar; en unos de esos saltos, Berta  resbala y cae al agua; mientras trataba de mantenerla a flote con mis pocas fuerzas, mi hermana flotaba de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda como un abanico  que el  pretensioso río quería robar; con  mis  fibras  en  tensión logré que subiera a la piedra donde minutos después temblaba y se reponía. ¡Flor de susto!

Luis Unzaga. Catamarca, septiembre de 2012.




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