Verano de 1948 al 49 en Yunka Suma, Catamarca.
Por Luis Unzaga.
Por
caminos sinuosos, polvorientos, entre
montañas con su olor a jarilla y a corrales de cabras, la
mensajería corre y va espantando las gallinas, entre ladridos de
perros que quedan envueltos en nubes de tierra.
Así, luego de varias horas de paisaje y traqueteo llego al Alamito, final de mi boleto. Hasta
Yunka Suma quedan algunos kilómetros por recorrer; no hay trasporte; solo hay que sentarse a esperar que pase alguien de buena voluntad que te
diga subí atrás. Más tumbos y tierra, pasando el río Las Chacras, una curva
en subida, llego a destino.
Veo la escuela donde mi hermano Daniel era maestro y director: blanca, sola entre el paisaje verde; no se ven casas
ni un humito que indique su presencia, el rumor del río cercano.
Dos aulas
una galería, más allá otra habitación, techo de paja, albergue del
señor maestro que sale a mi encuentro.
Al día siguiente luego de un prolongado descanso, al abrir
la ventana, pálida entra una nubecita que descendía de la montaña y se
va por la puerta. La montaña se levanta a escasos metros, la primera mirada me muestra una vegetación exuberante,
vertientes de aguas cristalinas y frías,
alfombras de berros, helechos gigantes,
flores silvestres, pájaros.
Luego, penetrando en la espesura, descubro aves más grande, pavas del monte, casi al
alcance de mi mano, duraznos que al morderlos chorreaban su dulzor; duraznos de
durazneros que las vacas sembraban
mientras rumiaban su lento pastar.
En otra
expedición, no lejos llego a una garganta profunda en la montaña, donde se juntan las
aguas del río del Campo, del
Charquiadero, del Pisavil y las aguas del río Las Chacras, el más
cercano a la escuela.
Cruzando la garganta, un puente colgante, por donde el Salgari
faldeño
pasaba con el rifle en bandolera, abajo, a varios metros las fauces
turbulentas del río. En verano las
crecidas son frecuentes y los ríos
imposibles de sortear, razón por
la cual la maestra que vivía en la otra banda no pudo llegar a dictar su clase. Los niños que llegaron por distintas sendas, en burros, a caballo -en sus rostros la
herencia milenaria de incas, de hijos del sol- estaban sin maestra. El señor Director viendo el ocio de los niños
y el mío, me pide que me haga cargo de la clase con las
previas indicaciones del caso. De esa manera me convierto en maestro suplente por un día; apenas tenía
catorce años, casi igual a mis alumnos.
No puedo decir si me respetaron o no, pero sí que actuaron bien, con una tímida sonrisita
y en silencio. Así comprobé con mi nula experiencia que uno que leía sin error, distraía la vista del libro: se lo había aprendido de
memoria; vi que yo era igual a ellos, con
unos centímetros de diferencia.
Días después
se unió al pequeño grupo mi hermana Berta; su esposo Ramón quedó acampando con un grupo de otra escuela ciudadana, cerca del río Charquiadero. Posiblemente por razones de abastecimiento
de huevos o verdura, cruzamos con mi hermana el río, saltando de piedra en
piedra; yo adelante, tendiéndole la mano para que pudiera saltar; en unos de
esos saltos, Berta resbala y cae al agua; mientras trataba de mantenerla a flote con mis pocas fuerzas, mi hermana flotaba de izquierda a derecha, y de
derecha a izquierda como un abanico que
el pretensioso río quería robar; con mis
fibras en tensión logré que subiera a la piedra donde minutos después temblaba y se reponía. ¡Flor de susto!
Luis Unzaga. Catamarca, septiembre de 2012.
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