Muchos lo conocen, pero no sabían su nombre. Pocos lo conocen bien y reconocen apellido y nombre de este autor. Hugo Julio Kopelowicz. Argentino, radicado en Rio de Janeiro, Brasil. Algunos poquísimos afortunados sabíamos, desde hace tiempo, que escribe tan bien.
JV.
El salto
Con él compartíamos
nuestro departamento, o mejor dicho, la sala, porque siempre lo dejamos ahí.
Nunca lo llevamos a nuestro dormitorio.
A quien realmente le
gustaba era a mi mujer. Ella lo había traído. A mí me resultaba medio
indiferente, y a veces hasta molesto, pero nunca me atreví a decírselo. ¡A ella le
gustaba tanto! Decía que junto a él revivía su infancia, el recuerdo de su
padre. En fin, yo respetaba sus afectos y nunca le hice problemas, aceptaba su
presencia.
Cuando ella lo tocaba,
él emitía unos sonidos. Fue la novedad o no se qué, pero al principio me
gustaba escucharlo. Después, a fuerza de repetirlos, se fue haciendo monótono.
De todas maneras, no era culpa suya, sino de mi mujer. Él era más bien pasivo,
eso sí, siempre respondía a nuestros manoseos.
Yo me le había
arrimado algunas veces, pero pronto sentí que no teníamos nada que ver. A pesar
de mi empeño, él me daba algunos sonidos tan discordantes que preferí no
acercarme más. Tampoco lo acuso por eso, fue culpa mía. No es que le tuviese
antipatía, quizás era inexperiencia. Yo no había tenido la misma educación que ella.
Aunque, para decir la verdad, siempre creí que en el fondo, nada de eso cuenta
realmente: se nace o no se nace con eso.
En realidad, ella no
sentía por él una pasion verdadera. Si ello hubiese ocurrido, seguro hubiera
sentido celos. No, nunca hasta ese momento, interfirió en nuestra relación. El
tiempo que ella le dedicaba era mínimo, no me podía quejar.
Un día me contó que de
pequeña, la obligaban a tocarlo, amenazándola con la punta de un lápis. Varias
veces, creo que a la altura de los homóplatos, se lo habían hundido en las costillas.
Siempre me pareció muy cruel esa historia.
Yo que ella no le
hubiera dado más pelota. Pero Guadalupe sentía un extraño placer en satisfacer,
aunque más no fuera un poco, el deseo de sus padres. Yo me equivoqué en algo
crucial, creía que todo eso era inofensivo, incapaz de alterar nuestra relación,
nuestra vida. Me había acostumbrado a su aparente pasividad, al quieto silencio
en que pasaba la mayor parte del tiempo. Formaba ya parte del mobiliario.
Por otro lado, en esa época,
tenía la cabeza en otras cosas, ¡como para tomarlo en serio! Imagínense, era la
Argentina del 79, en plena dictadura militar. Estabámos por viajar a Europa,
era un antigo sueño.
Conocer el Viejo Mundo
nos fascinaba a los dos. Lo que más nos entusiasmaba, sin embargo, era salir, aunque
solo fuera por un tiempo, de esa situación horrenda en la que vivíamos. Era
terrible, todos los días desaparecía alguno. Sin decírnoslo, ambos nos preguntábamos
quién sería el próximo.
Yo tenía un mal
presentimiento. Irnos de paseo a Europa me parecía lo máximo, pero algo me
decía: no puede ser. Aunque todo venía por sobre rieles; ya habíamos comprado los
pasajes, los documentos estaban en orden, y solucionados todos los problemas
administrativos.
El departamento en que
vivíamos era alquilado. Durante tres años, había sido nuestro secreto refugio.
Ya habíamos hablado con la dueña; en dos días debíamos entregarlo, así que ahí,
no podíamos dejarlo.
Llevarlo con nosotros
hubiera sido una locura. Conseguimos, al fin, ubicarlo en la casa de unos
amigos. Ellos lo cuidarían hasta nuestro retorno. Como era imposible que lo llevásemos
nosotros solos, el día anterior habíamos arreglado todo. Vendrían a buscarlo después
del mediodía.
Todo pasó como en un
sueño. Eran las siete de la mañana cuando nos despertó el portero eléctrico:
– Debe ser una
equivocación, a lo sumo, la hinchapelotas de la dueña; mejor no responder– le dije a mi mujer. Instantes después el
acensor, puertas que se cierran, ruido de pasos, y tres golpes secos en la
puerta.
– No, no puede ser que
vengan a buscarlo, arreglamos para la tarde.
– ¡Es la cana!, me dije.
Nos miramos. En un segundo nos pusimos lo que teníamos a mano. Golpearon otra
vez, ahora con más fuerza. Empuñé la 45, y en punta de pies, me acerqué a la
puerta. Por la mirilla vi unos cuatro o cinco hombres mal vestidos, de camperas
negras.
– ¡Son ellos!– le dije
a mi compañera. –Están esperando refuerzos, por eso no derrumban la puerta.
– ¿Seguro que no son los
de la mudanza?– pregunta.
– ¡No, son ellos!– le respondí. ¡Tratemos de escapar!
– ¡Yo no me entrego, no
me entrego!– me repetia Guadalupe, temblando como uma hoja.
En cualquier momento
se arma la balacera. Golpearon otra vez, la bala ya estaba en la recámara de la
45, mi mujer en cuclillas sobre el marco de la ventana.
– ¿Porque no entran?– pregunta.
Y entonces saltó, atravesó el vacío que nos separaba de la terraza del otro edificio.
Yo, dispuesto a seguirla, dejé mi arma y puse un pie en la ventana. En eso sentí
algo deslizándose; me asomé nuevamente a la sala; era una tarjeta:
“Vinimos a buscar el piano. Había gente pero no nos abrieron”.
Con el mensaje en la mano
corrí a la ventana.
– ¡Eran los del piano!–
le dije con una sonrisa de oreja a oreja.
– No puedo levantarme,
creo que me quebré– respondió casi llorando.
Médico, radiografia,
yeso, comentarios de los vecinos. Dos días después, estábamos cruzando la
frontera. El exilio, la separación y ese piano, ese maldito piano.
Hugo
Julio Kopelowicz, Rio de Janeiro, 1979, mayo de 2013.
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