sexta-feira, 17 de maio de 2013

El salto.



Muchos lo conocen, pero no sabían su nombre. Pocos lo conocen bien y reconocen apellido y nombre de este autor. Hugo Julio KopelowiczArgentino, radicado en Rio de Janeiro, Brasil. Algunos poquísimos afortunados sabíamos, desde hace tiempo, que escribe tan bien.
JV.



El salto

Con él compartíamos nuestro departamento, o mejor dicho, la sala, porque siempre lo dejamos ahí. Nunca lo llevamos a nuestro dormitorio.
A quien realmente le gustaba era a mi mujer. Ella lo había traído. A mí me resultaba medio indiferente, y a veces hasta molesto, pero nunca me atreví a decírselo. ¡A ella le gustaba tanto! Decía que junto a él revivía su infancia, el recuerdo de su padre. En fin, yo respetaba sus afectos y nunca le hice problemas, aceptaba su presencia.

Cuando ella lo tocaba, él emitía unos sonidos. Fue la novedad o no se qué, pero al principio me gustaba escucharlo. Después, a fuerza de repetirlos, se fue haciendo monótono. De todas maneras, no era culpa suya, sino de mi mujer. Él era más bien pasivo, eso sí, siempre respondía a nuestros manoseos.
Yo me le había arrimado algunas veces, pero pronto sentí que no teníamos nada que ver. A pesar de mi empeño, él me daba algunos sonidos tan discordantes que preferí no acercarme más. Tampoco lo acuso por eso, fue culpa mía. No es que le tuviese antipatía, quizás era inexperiencia. Yo no había tenido la misma educación que ella. Aunque, para decir la verdad, siempre creí que en el fondo, nada de eso cuenta realmente: se nace o no se nace con eso.

En realidad, ella no sentía por él una pasion verdadera. Si ello hubiese ocurrido, seguro hubiera sentido celos. No, nunca hasta ese momento, interfirió en nuestra relación. El tiempo que ella le dedicaba era mínimo, no me podía quejar.
Un día me contó que de pequeña, la obligaban a tocarlo, amenazándola con la punta de un lápis. Varias veces, creo que a la altura de los homóplatos, se lo habían hundido en las costillas. Siempre me pareció muy cruel esa historia.
Yo que ella no le hubiera dado más pelota. Pero Guadalupe sentía un extraño placer en satisfacer, aunque más no fuera un poco, el deseo de sus padres. Yo me equivoqué en algo crucial, creía que todo eso era inofensivo, incapaz de alterar nuestra relación, nuestra vida. Me había acostumbrado a su aparente pasividad, al quieto silencio en que pasaba la mayor parte del tiempo. Formaba ya parte del mobiliario. 

Por otro lado, en esa época, tenía la cabeza en otras cosas, ¡como para tomarlo en serio! Imagínense, era la Argentina del 79, en plena dictadura militar. Estabámos por viajar a Europa, era un antigo sueño.
Conocer el Viejo Mundo nos fascinaba a los dos. Lo que más nos entusiasmaba, sin embargo, era salir, aunque solo fuera por un tiempo, de esa situación horrenda en la que vivíamos. Era terrible, todos los días desaparecía alguno. Sin decírnoslo, ambos nos preguntábamos quién sería el próximo.
Yo tenía un mal presentimiento. Irnos de paseo a Europa me parecía lo máximo, pero algo me decía: no puede ser. Aunque todo venía por sobre rieles; ya habíamos comprado los pasajes, los documentos estaban en orden, y solucionados todos los problemas administrativos.
El departamento en que vivíamos era alquilado. Durante tres años, había sido nuestro secreto refugio. Ya habíamos hablado con la dueña; en dos días debíamos entregarlo, así que ahí, no podíamos dejarlo.

Llevarlo con nosotros hubiera sido una locura. Conseguimos, al fin, ubicarlo en la casa de unos amigos. Ellos lo cuidarían hasta nuestro retorno. Como era imposible que lo llevásemos nosotros solos, el día anterior habíamos arreglado todo. Vendrían a buscarlo después del mediodía.

Todo pasó como en un sueño. Eran las siete de la mañana cuando nos despertó el portero eléctrico:

– Debe ser una equivocación, a lo sumo, la hinchapelotas de la dueña; mejor no responder–  le dije a mi mujer. Instantes después el acensor, puertas que se cierran, ruido de pasos, y tres golpes secos en la puerta.

– No, no puede ser que vengan a buscarlo, arreglamos para la tarde.
– ¡Es la cana!, me dije. Nos miramos. En un segundo nos pusimos lo que teníamos a mano. Golpearon otra vez, ahora con más fuerza. Empuñé la 45, y en punta de pies, me acerqué a la puerta. Por la mirilla vi unos cuatro o cinco hombres mal vestidos, de camperas negras.

– ¡Son ellos!– le dije a mi compañera. –Están esperando refuerzos, por eso no derrumban la puerta.
– ¿Seguro que no son los de la mudanza?– pregunta.
– ¡No, son ellos!– le respondí. ¡Tratemos de escapar!
– ¡Yo no me entrego, no me entrego!– me repetia Guadalupe, temblando como uma hoja.

En cualquier momento se arma la balacera. Golpearon otra vez, la bala ya estaba en la recámara de la 45, mi mujer en cuclillas sobre el marco de la ventana.
– ¿Porque no entran?– pregunta. Y entonces saltó, atravesó el vacío que nos separaba de la terraza del otro edificio. Yo, dispuesto a seguirla, dejé mi arma y puse un pie en la ventana. En eso sentí algo deslizándose; me asomé nuevamente a la sala; era una tarjeta:

Vinimos a buscar el piano. Había gente pero no nos abrieron”.

Con el mensaje en la mano corrí a la ventana.
– ¡Eran los del piano!– le dije con una sonrisa de oreja a oreja.
– No puedo levantarme, creo que me quebré– respondió casi llorando.

Médico, radiografia, yeso, comentarios de los vecinos. Dos días después, estábamos cruzando la frontera. El exilio, la separación y ese piano, ese maldito piano.

Hugo Julio Kopelowicz, Rio de Janeiro, 1979, mayo de 2013.

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